¿Qué es lo que le preocupa más al enfermo terminal: morir, la pérdida de la autonomía, el resquebrajamiento de la dignidad o el dolor? La respuesta definitiva aún no se ha escrito: cada invididuo es diferente y cada quien confronta temores distintos y luchas nunca suficientemente resueltas contra su pasado. Sin embargo, lo que parece no tenerse en cuenta, ni por el público ni por la profesión médica, es que en los enfermos que confrontan el fin de la vida, pedazo a pedazo, y dolor tras dolor, en forma paralela a la agonía del adiós, las heridas a la autonomía y a la dignidad suelen ser las que más sangran. No en balde, evocando la vida como totalidad, Séneca, en su Epistulae ad Lucilium escribió: ``Así como seleccionaré mi barco cuando vaya a realizar un viaje, o mi casa donde me proponga residir, así escogeré mi muerte cuando esté a punto de abandonar la vida''. Recontextualizar a Séneca es fácil: los hechos críticos en la vida exigen decisión para que así devengan en dignidad. Evadirlo, en cambio, sería erróneo: no puede uno respetarse olvidando que autonomía y dignidad son parte cimental del esqueleto del alma.
Cuando emerge la pregunta, ¿es necesaria la eutanasia?, la respuesta debe abarcar dos ámbitos. El del individuo y el que agrupa a la comunidad médica y a la sociedad. Es común escuchar que la eutanasia es innecesaria porque siempre existen las vías adecuadas para ayudar al enfermo terminal. Se habla de analgésicos potentes, equipos médicos sofisticados, movimientos de hospicio y, sobre todo, de la santidad de la vida. Lo anterior presupone que todo enfermo podrá fenecer en condiciones óptimas, las cuales, sin embargo, son difíciles de definir. ¿Se consiguió una muerte serena para la profesión médica, la familia o el moribundo? No hay duda que la respuesta debe provenir del último. Los primeros son sólo parte del escenario, y aunque la muerte está presente, únicamente se avizora de lejos.
Son incontables los casos en que la ciencia puede menos que el mal y la soledad más que la compañía de la familia y el personal médico. De hecho, entrevistas con enfermos que entran en fases terminales, pero que contaron con tiempo suficiente para cavilar en el final, argumentan que uno de los mayores temores es la pérdida de la dignidad. Para quien está por morir, las heridas a la autonomía así como las mermas a la dignidad, son circunstancias más lacerantes y alarmantes incluso que el propio dolor físico. Dependencia, falta de participación en decisiones cruciales, atropello a la individualidad, incontinencia, imposibilidad para alimentarse y asearse, dificultad para moverse e incluso voltear, desfiguración del físico y ausencia de voz, son algunas de las constantes que amenazan a los enfermos. La soledad juega sin duda un papel similar. De hecho, la cuestión ¿es necesaria la eutanasia? y los debates en relación a la eutanasia activa y pasiva, germinaron a partir del miedo a morir aislado, con dolor y en condiciones indignas.
Estudios recientes (1997) en donde se investigó la opinión de 3 mil 357 familiares de ancianos y personas seriamente enfermas, que a la postre murieron, demostraron que la mayoría hubiesen preferido tratamientos orientados a brindar comodidad, aunque éstos acortasen la vida. De hecho, la mayoría experimentó en los últimos días dolor, falta de aire, fatiga y pérdida de la dignidad.
Cabe resaltar que estas consideraciones fueron aportadas por familiares. En este sentido, es dable recordar las palabras de Dame Cicely Saunders, fundadora de la corriente moderna del movimiento de los hospicios en Inglaterra: ``La forma en que mueren las personas permanece en la memoria de aquellos que sobreviven''.