MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Viernes social
He marcado varias veces el número de Amelia sin conseguir la comunicación. Sé que está en su casa y escucha el timbre del teléfono; si no lo descuelga es porque adivina que soy yo quien llama. Con su silencio quiere hacerme saber que está ofendida. Tiene razón. Desde que salí corriendo de su casa no he dejado de pensar en mi descortesía, pero la verdad es que no soporto los pasteles de fresa. Todo el mundo asegura que son riquísimos, y supongo que los preparados por Amelia son una auténtica maravilla; aun así no pude controlarme, y conste que lo intenté.
Comencé a sentirme mal desde que Amelia nos mostró la revista de la que había sacado la receta que, según alcancé a leer, es la máxima creación de un célebre repostero italiano. Mientras mis amigas se manifestaron ansiosas de probar la golosina -``Pasaremos toda la semana a lechuga y agua, pero no importa''- yo me dije: ``Ya no eres una niña. No puedes hacerle esta perrada a tu amiga: tienes que comer aunque sea un bocadito''.
Inútil. En cuanto Amelia apareció con el postre, mi cuerpo se erizó, como el de un gato furioso, y apenas alcancé a llegar al baño donde vomité, como si en vez de un postre me hubieran presentado repugnante escamocha. Cuando salí del cuartito donde todo está enfundado en olanes de encaje, mis amigas me rodearon: ``No te preocupes, eso le pasa a cualquiera''. ``Sería bueno que en lugar de café tomaras té''. Iba reponiéndome hasta que mi buena y ofendida Amelia dijo: ``Sí, un tecito y una rebanada de pastel de fresa te asentarán el estómago''. Inmediatamente regresé al baño donde mi cuerpo expresó con libertad animal su repulsa.
Después de lavarme cara y boca, regresé a la sala-comedor y me fui directo a recoger mi bolsa y mi paraguas. ``¿No te quedas?'', me preguntó Amelia. Le murmuré una disculpa tonta y corrí a la puerta por miedo a que dijera que no me permitiría irme sin antes probar el hallazgo del que estaba tan orgullosa.
Todo el camino de vuelta a mi casa pensé detenerme en algún teléfono y llamar a Amelia para disculparme. ¿Sería eso suficiente? No. Comprendí que si en realidad deseaba reconquistarla, tendría que hacerme el ánimo de contarle lo sucedido años atrás, en unas vacaciones de diciembre.
Terminaba la secundaria. En la fiesta de fin de cursos reconocí un aspecto de mi personalidad que aún me hace sufrir: un apego enfermizo a las personas y a los lugares. La idea de que no volvería a recorrer el patio sombreado de fresnos me impidió sonreír a la hora en que el fotógrafo oficial puso a funcionar su camarita.
Lo único que me compensaba de aquel sufrimiento era la perspectiva de que mis padres me permitieran ir de vacaciones con Marcela. Mi mejor amiga me contaba frecuentemente las bellas experiencias vividas en Lagos junto a su abuela Quica. Algunas compañeras habían tenido oportunidad de ser sus huéspedes y Marcela pensó que ese fin de cursos era la mejor oportunidad, y quizá la última, de que aceptara su antigua invitación.
Conseguir permiso fue complicadísimo. Lo obtuve previos encuentros de mi madre con la mamá de Marcela. Aun así, en casa me recitaron en todo momento una especie de cartilla del huésped ideal: ``No salgas de tu cuarto sin tender la cama y sin bañarte, no pongas mala cara, no olvides dar las gracias por todo, come sin remilgos lo que te sirvan''.
En el viaje de ida interrogué a mi amiga acerca del carácter de su abuela, porque deseaba estar sobreaviso de lo que pudiera disgustarle. ``No te preocupes -dijo Marcela-, es buenísima gente. Nunca sale pero no me prohíbe salir. Lo único malo es que todos los viernes recibe a sus amigas y entonces sí tendremos que acompañarlas mientras hablan, hablan, hablan''. ``¿De que?'', pregunté por mera cortesía. Marcela me respondió con absoluta naturalidad: ``De hombres''. Desde luego, pensé que era una broma.
La casa de doña Quica era preciosa. Recuerdo un pequeño jardín agreste y una serie de habitaciones blancas. En todas había imágenes religiosas: mártires, vírgenes, patronas de esto y lo otro, pero no encontré Cristos ni Santos Varones. Bajo el altar principal que ocupaba media sala vi un chaleco. Había pertenecido a don Lázaro, el abuelo de mi amiga. Doña Quica lo conservaba en sitio tan especial como muestra de su eterna fidelidad y también para que no cupiera duda de que en su casa había vivido un hombre de respeto.
Cuando vi el chaleco imaginé que doña Quica se pasaría todo el tiempo hablándonos del difunto y a lo mejor derramando lágrimas sobre la prenda que flotaba en la casa como los restos de un naufragio. En mi cartilla de huésped ideal no había nada que me indicara cómo proceder en situación semejante, y mucho menos referencias al comportamiento que debía observar el viernes social en que doña Quica recibió a las muchachas: llamaba de ese modo a tres mujeres mayores, también viudas, con quienes la unía una antiquísima amistad.
En ninguna de las visitantes encontré señales de abandono o desánimo. Bien vestidas y peinadas, coquetas diría yo, aparecieron a las seis de la tarde. ``Siempre es igual'', me dijo Marcela que, sin advertirme más, me indicó las dos butacas reservadas para nosotras.
Después de presentarme con sus amigas -Remedios, Leonor y Caridad- doña Quica elogió el buen desempeño de su nieta en la escuela, celebró nuestra presencia y cedió la palabra a las visitantes. Ellas se apresuraron a hacer comentarios amables, ligeros, como atletas que realizaran ejercicios de calentamiento antes de enfrentarse a la gran prueba.
Enmedio de la conversación apareció una sirvienta con un hermoso pastel de fresa. ``El relleno tiene rompope, frutas y pasas'', dijo Marcela para hacerme valorar en toda su magnitud la espléndida creación de su abuela. Complacida, falsamente modesta, la anfitriona tomó una palita de alpaca y cortó rebanadas de las que escurría una mezcla entre amarillenta y rojiza, incitadora.
Cuando las porciones quedaron distribuidas en platitos delicados oí un suspiro de doña Leonor: ``Ay, la vida es tan amarga''. Inmediatamente le respondió Caridad: ``Te- rrible''. Remedios no se quedó atrás: ``Sobre todo cuando una pierde su compañero. Yo todavía no me resigno. Me parece que veo a mi viejito enmedio de aquellos sudores...'' ``Y sus vómitos negros'', intervino otra vez Leonor, que volvió a suspirar y sonrió: ``Vamos hablando de otras cosas...''
Doña Quica entendió aquella frase como una sugerencia para que al fin repartiera el pastel. Inclinada sobre su ración, clavó el tenedor en la pasta húmeda y en el momento de llevarse a la boca el primer bocado soltó un gemido: ``A Lázaro le encantaba y siempre que lo como...'' Las lágrimas le impidieron seguir. Intentó una sonrisa, como disculpándose, y abrió los labios decidida a comer, pero en vez de eso lanzó un gemido más largo: ``Aquí murió mi Lázaro, en su cama, como él quería... Fue a las siete de la noche, pero desde en la mañana yo me di cuenta de que iba a terminar porque ya no me dejaba que le limpiara la pus''.
``Los dolores debieron ser terribles'', afirmó doña Leonor mientras que de su trocito de pastel goteaba rompope. ``Recuerdo cómo estaban sus sábanas: todas llenas de sangre''. La aportación de doña Caridad entusiasmó a la abuela: ``Sí. Lo único que me reconforta de que mi esposo haya tenido un final tan terrible es que pude cumplirle su último deseo''.
Las visitantes, que conocían bien el relato, soltaron una carcajada y pude ver en sus bocas en lo que se había convertido el pastel. Luego guardaron silencio y doña Quica me explicó: ``¿Sabes? Cuando vi que iba a morir le pregunté qué deseaba. Me contestó que sólo quería tener vida para probar otra vez mi pastel de fresa. No sé de dónde saqué fuerzas para prepararlo pero el caso es que en la tarde pude cumplirle su deseo a mi esposo...'' Doña Quica dejó en la mesa su platito: ``Quién sabe si habrá alcanzado a sentir el sabor dulce, porque en el momento en que le abrí la boca me echó una bocanada de sangre. Yo primero no me di cuenta, pensé que era sólo el almíbar de las fresas''.
Todo me dio vueltas en la cabeza y en ese instante decidí acortar mis vacaciones, antes que asistir a otro viernes social de doña Quica.