La Jornada Semanal, 27 de julio de 1997
Como todos los años, Leonardo García Tsao, autor de Cómo acercarse al cine y guionista de Intimidad y La ponchada, estuvo en el carnaval del cine y la moda llamado Cannes. Publicamos su bitácora de viaje, junto con la de Anthony Lane, crítico titular de la revista New Yorker.
Una postal
Este año, el Festival de Cannes celebró su aniversario número cincuenta. Era un momento adecuado para hacer cuentas: tomar cierta distancia y maravillarse ante esa quincena fulgurante, en la que las estrellas y los observadores de estrellas se reunieron para rendirle homenaje al medio de comunicación más grandioso que jamás haya existido. Era el momento, en pocas palabras, de celebrar la existencia del teléfono celular.
Es cierto, se escucharon algunos rumores canijos sobre ciertas personas que estaban apagando sus Motorolas y, de hecho, viendo películas. Sin embargo, el silencio sombrío de una sala de cine apenas representa un obstáculo para el telefonista empedernido; si acaso, es un buen lugar para conversar. Cuando, en la primera noche, las luces se apagaron y miles de asistentes -entre ellos Bruce Willis y Demi Moore- se preparaban para ver El quinto elemento, se escuchó un aviso solicitándonos de manera atenta que apagáramos nuestros teléfonos durante la proyección. Asentimos prudentemente, en común desacuerdo con esa nueva y espeluznante moda. Entonces, sonó un teléfono. Soltamos risitas, como niñas en colegio de monjas. Durante la ceremonia de apertura, Jeanne Moreau -el espíritu de Cannes encarnado, hablando con una voz que te hacía sentir seducido por un molino de café- habló de ``la solitude des hommes dans ce monde moderne''. Es una idea linda, pero no era precisamente soledad lo que se respiraba en el aire de Cannes 1997, no con todos los mensajes electrónicos crepitando a través de la atmósfera. Si uno se paraba en el Croisette a mediodía y lanzaba un huevo al aire, puedo asegurar que bajaba frito.
Jean-Luc Godard, que estaba en la ciudad presentando dos fragmentos de su Histoire(s) du Cinéma, hizo lo que pudo para protegernos de la explosión. Durante una conferencia de prensa aguda y meditativa, condenó a la generación de los beepers. ``Jamás he escuchado una verdadera conversación en un teléfono celular -dijo-, siempre es un: `Te veo en diez minutos'.'' Pero ese, justamente, es el punto: lo crucial en Cannes no es a quién viste hace diez minutos, o qué pasó ayer, sino lo que está por suceder.
Es justo el caso de El quinto elemento y su alboroto consecuente: ambos fueron objeto de fuertísimas burlas pero, en su justa combinación de frenesí y pérdida de tiempo, definieron el tono de todo el festival. Una vez concluida la proyección, hicimos cola para salir del auditorio; luego, hicimos cola para subirnos a los autobuses. Fue un apretujamiento total: los importantes, los influyentes y la estrella ocasional, todos de pie juntos. Los autobuses nos llevaron a lo largo de unos cuantos metros hasta un amplio toldo azul con forma de pezón, que había sido construido -excediendo un costo de tres millones de dólares, se dijo por ahí- sólo para la fiesta de El quinto elemento. Ese viajecito representó el punto más emocionante de mi estancia en Cannes: pasar por un tope mientras uno está parado junto a Greta Scacchi es una de esas cosas, creo, que todo hombre debe experimentar una vez en la vida. Después de llegar al toldo-pezón, nos quedamos afuera un buen rato. Yo me la pasé contemplando el vestido de Demi Moore, que la hacía parecer como si hubiera tenido que bajarse a toda prisa de un avión y se hubiera llevado el asiento con ella. Finalmente, al dar la medianoche, nos sentamos a comer salmonete frío. Una hora después, presenciamos un desfile de modas de Jean-Paul Gaultier. Y media hora más tarde, dejaron pasar a la gentecita.
¿Por qué todos habían esperado durante tanto tiempo, afuera, en el frío? Simplemente porque en Cannes, como en ningún otro lugar del mundo, el acto de esperar justifica aquello que se está esperando, y aumenta la necesidad de aguantar hasta el final. Yo estuve dando vueltas por la ciudad vestido de smoking, sintiéndome el gigolo menos solicitado del mundo, sin ninguna otra razón que la de facilitar mi acceso a proyecciones de cintas de las cuales, normalmente, huiría despavorido. El festival es un desastre, pero la emoción provocada por la expectativa alcanza el estatus de arte refinado. Ninguna película es tan buena como aquella que se proyectará al día siguiente a las ocho y media de la mañana, aunque para la diez y media uno se esté preguntando por qué se molestó en despertarse tan temprano. Este año, la mayoría de las películas interesantes -The Sweet Hereafter, de Antom Egoyan, y L.A. Confidential, con Kevin Spacey- fue comprimida en la segunda parte del festival, para que así se pasara la primera mitad aguantando la comezón de la espera. La quintaesencia de una quincena en Cannes, sin duda, no incluiría ninguna película -tan sólo invitaciones a fiestas que nunca se llevan a cabo y rumores de cintas que nunca serán realizadas. Sobre la base de que el cachondeo es más rentable que el sexo, Miramax proyectó media hora de Copland, protagonizada por Robert DeNiro, Harvey Keitel, Ray Liotta y -agárrense- Sylvester Stallone. Parece ser estupenda: mejor que casi todo lo proyectado en la competencia, y muy probablemente superior al producto terminado, a ser estrenado en agosto. Copland fue el equivalente cinematográfico de la comida de festival: no sólo te deja con hambre sino que está diseñada para demostrar que el hombre puede sobrevivir con una dieta de puros canapés.
En términos sociales, ese antojo insatisfecho se traduce en franca locura. Si hubo una fiesta más prendida que aquella para la que no conseguiste una invitación, fue la fiesta que te perdiste la noche anterior. El último giro, cortesía de los cuates de MTV, fue el de repartir un exceso de boletos para su reventón, asegurando así la presencia de una multitud de escandalosos en las puertas. La noche del lunes estuve en la fiesta de New Line durante diez minutos, me salí para hacer una llamada telefónica, y después me pasé una hora y media tratando de volver a entrar. A diferencia del resto de la multitud, yo sabía qué me esperaba adentro: la oportunidad de beber vino tibio servido en vasos de plástico, y de conversar trivialidades, a gritos para ser escuchado, sobre la música de los Pimp Daddies. Aun así, me formé en la cola -junto a una pareja de alemanes gorditos que me oprimían ligeramente los riñones- y sin la menor esperanza de encontrar un taxi que me llevara a casa: porque eso es lo que se debe hacer. Al final, me les pegué a Nicholas Klein y a Traci Lind, el guionista y la actriz de reparto, respectivamente, de The End of Violence, la nueva película de Wim Wenders. Ambos fueron amables, guapos, sinceros con respecto a los puntos fuertes y débiles de la película y, sobre todo, tenían un auto. Después, mientras nos tomábamos una copa en el Hotel Martínez, le pregunté a Traci si no le molestaba todo el barullo. ``No es barullo -me corrigió-, es turbo-barullo.''
Este año fue testigo de cómo el equilibrio tradicional de Cannes entre el caos y la diversión, se inclinaba peligrosamente hacia la catástrofe -a menos, por supuesto, de que fueras un experimentado fiestero, como James Woods: ``Hasta el caos llegó a ser divertido'', me dijo alegremente cuando nos trepamos al Air-bus en Niza. ``¿Viste alguna película?'', le pregunté. ``Oh, no'', respondió. Eso lo explica todo. Debió de haberse sometido a una de esas funciones de prensa vespertinas, en las que las productoras aumentan el atractivo de sus películas proyectándolas en salitas del tamaño de una cancha de squash. La multitud que intentaba entrar a ver la nueva película de Abel Ferrara, The Blackout, remitía a una película de Ferrara incluso más que la película misma. Cuando los apretujones alcanzaron la intensidad propia de un camión de ganado, la mujer que estaba frente a mí cayó desmayada a mis pies. Tan contaminada estaba mi alma por el espíritu de Cannes, que mi primer instinto no fue sostenerla mientras caía sino alabar su talento como publicista. ``Blackout!'' (``desvanecimiento''), le dije al tipo parado junto a mí. ``Me encanta'', contestó. Finalmente recordé mis buenos modales, me arrodillé y adopté la posición Rhett Butler, pero aún ahora me pregunto si la mujer no estaba en realidad imponiendo una moda. Después de todo, el cielo de la Riviera se tornó sospechosamente tempestuoso durante la proyección de The Ice Storm (La tormenta helada), de Ang Lee. Para la premier de la película coreana Wind Echoing in my Being (Viento que hace eco en mi ser), no quiero ni imaginar lo que pasó.
De hecho, en comparación con los títulos concursantes, las películas coreanas sonaban prometedoras. Sentí mucho haberme perdido Crocodile, del director Kim Kee-Duck, en la que ``una mujer desea darle una voltereta a su propia historia, y a un hombre desconocido''. Lo que Kim ignora es que yo soy ese hombre. En el Evento de gala del cincuenta aniversario, las que me dieron de volteretas fueron las mujeres que caminaban sobre la alfombra roja, exudando historia como si fuera perfume. Justo cuando uno cree ser inmune a la fama, llega una verdadera diva -Anouk Aimée, Claudia Cardinale o Gina Lollobrigida- para ponerlo a uno en su lugar. Gina, por desgracia, no llevaba a los 14 chihuahueños que la acompañaron en un festival anterior, pero no se puede tener todo. Cabe decir que si 1997 fue un año disparejo en cuestión de películas, en el terreno de la belleza rebasó todos los límites. La presidenta del jurado era Isabelle Adjani, a quien le gusta bajarse los lentes oscuros de la misma manera en que las actrices menos pudorosas solían quitarse sus tops en la playa. Entre sus colegas del jurado estaban Mira Sorvino y la radiante actriz china Gong Li. Como una forma de compensación, también hubo lugar para Tim Burton y Mike Leigh. Escuché a un periodista francés hablar de ``Gong et Mike Leigh''. Formarían una pareja adorable. Si hay un lugar que les haría ese favor, ese sería Cannes.
Traducción: Fernanda Solórzano
Perradas con vista al mar
No falla. Cuando uno dice que va a viajar al Festival de Cannes, la reacción es siempre: ``¡Uy, qué envidia!'' Como nadie, ni mis familiares cercanos, piensa que ver películas y escribir sobre ellas es un trabajo serio, la impresión general es que uno va a la Riviera francesa a reventarse en plan grande, según se observa en todos los reportajes televisivos que cubren proyecciones de gala, fiestas de lujo y encueratrices en la playa. Pero no. Por desgracia, nunca he bebido champaña de la zapatilla de Sharon Stone, a bordo de un yate anclado frente a la Croisette.
Eso no significa que esas actividades no existan. Quienes ocupan el primer escalón de la jerarquía festivalera -cineastas, estrellas, magnates de la industria- sí militan en las filas del reventón. Pero la infantería, o sea la prensa, tiene otros deberes. Y aun en esta categoría priva un sistema de castas. Por un lado, estamos los críticos, la prensa escrita; por otro, los reporteros y cronistas de espectáculos, la gente de la televisión; y por último, los fotógrafos, los latosos paparazzi, que con trabajos clasifican como seres humanos. Para identificarnos, el festival ha creado un sistema de credenciales con colores. Quienes poseen la blanca o, como un servidor, la rosa con punto amarillo, tenemos casi garantizada nuestra entrada a las proyecciones de prensa de la competencia, y también a las exhibiciones de las secciones paralelas. Pero las azules y amarillas deben mendigar su pase.
Digo casi, porque este año, con la alharaca del 50 aniversario, hubo más de cuatro mil periodistas acreditados. Eso hizo muy complicado el acceso a las salas, porque además el manejo de multitudes no es el fuerte de los franceses. Los organizadores son firmes creyentes en la ley del embudo y, aunque la sala tenga cuatro entradas diferentes, la costumbre (o el sadismo inherente) obliga a amontonarnos en una sola. Lo peor es que, con cincuenta años de experiencia, no han aprendido aún la estrategia que la miss menos imaginativa de kinder ya hubiera aplicado: formar filas por colores. Entonces, a la hora de los cocolazos, el desmadre es digno del paso de las Termópilas: los blancos y los rosas deben pasar primero, pero como las castas inferiores han sido las primeras en llegar en bola (con la vana esperanza de poder entrar), se arma un tapón infranqueable. Aquí el compermisito no sirve de nada; es necesario aplicar la brutalidad del ``voy derecho y no me quito''.
Aún dentro de esa innoble tradición, el pase de prensa para The Blackout, de Abel Ferrara, ya pasó a ser una leyenda de la infancia, por llevarse a cabo en una sala más pequeña. No vi a la mujer desmayada que varios mencionaron en sus crónicas, pero estoy seguro que, inspirado por la mlée, yo mismo la hubiera pisoteado. Ante los despiadados empujones y jaloneos, un colega barcelonés perdió totalmente la calma y empezó a gritar: ``¡Imbéciles, es que son unos imbéciles, no van a aprender hasta que algo grave suceda!'' Como nada grave sucedió -de milagro-, el método siguió tal cual.
Uno siempre se sentía ridículo al someterse a esa orgía de apretujones para luego ver películas, casi siempre mediocres, que estarán disponibles en video en menos de un año. No obstante, los nombres en la competencia -Bellocchio, Rosi, Wenders, Egoyan- daban a pensar que en cualquier momento la cosa se iba a componer. Motivado por esa esperanza, me levantaba diario a las siete de la mañana para llegar a tiempo a la función de las 8:30. Un par de horas después, el pensamiento era el mismo: ``Me hubiera quedado en el hotel durmiendo.'' A veces, eso se conseguía en la butaca.
Ahora, para un miembro de la infantería tampoco hay otra cosa que hacer en Cannes. Realizar entrevistas con alguien importante significa desperdiciar toda una mañana buscando a los respectivos agentes de prensa, para luego esperar horas a que llegue el turno en el que uno compartirá la entrevista con una docena multinacional de periodistas, la mayoría de los cuales estarán urgidos por indagar sobre la vida íntima de los famosos. Por alguna extraña razón, al personal de Columbia le urgía que entrevistara a Milla Jovovich, la starlet de El quinto elemento. Varias veces los agentes de prensa de la película llamaron a mi hotel para arreglar un posible horario. Nunca pude complacerlos porque, en realidad, no tuve el corazón para decirles que no me interesaba pues, entre otras cosas, ignoraba qué preguntarle a Jovovich, fuera de lo obvio (``¿Es cierto que te acuestas con Besson? ¿Qué se siente pasar un rodaje envuelta en curitas?'').
Por otro lado, moverse en Cannes durante el festival es igualmente fatigoso, porque hasta caminar se vuelve complicado. Hay tal tumulto ambulante sobre las banquetas, que uno prefiere arriesgarse a ser atropellado y andar sobre el asfalto. Eso sí, el gentío ofrece otras opciones de entretenimiento, porque siempre se encuentra a algún conocido o a algún freak. Bien decía Peter Ustinov que recorriendo la Croisette se topaba con todas las personas que había tratado de evitar durante el año. En una sola caminata frente a la playa, uno puede coincidir con docenas de agentes publicitarios (todos gritando por su celular), las célebres Mujeres Leopardo (madre e hija de Rentería, cuyo gimmick es pasearse por Cannes cubiertas con pieles de imitación), un pelotón de modelos de Hawaiian Tropic en bikini, mimos que fingen ser estatuas, un tipo disfrazado del Vengador Tóxico para promover su compañía y hasta alguna ex mujer.
Pero también existe la posibilidad de ver a una belleza impresionante, como Gong Li, quien pasa sin ser reconocida por las multitudes caza-estrellas al usar lentes oscuros y la sencillez de unos jeans.. Y pensar que unos días antes la masa se mataba por ver de cerca a la chaparra de Demi Moore, que es una guapa como de Interlomas. A la señorita Gong la acompaña una publicista china que había conocido en Berlín el año pasado y que, al reconocerme, me lanza una mirada urgente de ``no te atrevas a fastidiar a la diva con el pretexto de venir a saludarme''. Pero uno conoce el protocolo: a las diosas no se les molesta ni cuando van disfrazadas de fodongas. (Las estrellas suelen tener una relación de odio/odio con el cuarto poder. Al final del festival, Catherine Deneuve, perdida en los laberintos del Palais del festival, se metió por error a una reunión de la Federación de Prensa Internacional; aun detrás de las imprescindibles gafas negras, pude apreciar su reacción instintiva de terror. Por segundos, su mirada fue la de una gacela que, de pronto, se descubre rodeada por una jauría de perros salvajes.)
Asimismo, los encuentros fortuitos llegan a ser útiles porque vienen siendo la única manera de quedar con alguien, dado que hacer llamadas telefónicas en Cannes es inútil: o nunca se encuentra a la persona en su hotel, o no le dieron el recado, o tiene apagado su celular, o está en una junta y no se le puede interrumpir. (El colmo lo atestigüé en una concurrida recepción de Unifrance, cuando un periodista alemán utilizó su celular para localizar a otro colega ¡dentro de la misma fiesta!)
Los tumultos también sirven para ocultar a sujetos más nocivos que los paparazzi, pues el hampa también se da cita en Cannes. Quienes realmente hacen su agosto durante el festival no son los productores o los distribuidores, sino los incontables carteristas y ladrones que atacan sin respetar ningún tipo de rango. Cada año hay por lo menos dos o tres conocidos que sufren un robo (y no estamos contando las cuentas exorbitantes de los hoteles o restoranes). Ciertamente, fue un mal festival para Wim Wenders: su película en concurso, The End of Violence, no ganó más que críticas adversas y, encima, fue pasado a la báscula cuando regresaba a su hotel una noche.
Cannes puede ser peligroso. Si no, pregúntenle a la señora que hace un par de años ponía carteles en los que preguntaba por su hija, desaparecida durante la edición de 1994. La foto mostraba a una joven más o menos atractiva y uno aventuraba varias hipótesis: a) la chica fue secuestrada por una banda de tratantes de blancas; b) fue contratada por algún productor del cine porno -que también organiza su festival ahí mismo- y ahora se encuentra en Hollywood actuando en cintas hardcore; c) la sedujo Daniel Day-Lewis, quien se la llevó a Londres para convertirla en la madre de su hijo, o d) se quedó dormida durante la proyección de una película de Manoel de Oliveira o Theo Anguelópulos, y nadie ha logrado despertarla.
Hablando de dormir, esa es la actividad más añorada durante el festival. Por fuerza, toda persona responsable debe acostarse tarde y levantarse temprano todos los días. El efecto final es devastador. Uno reconoce que ha dado el viejazo porque ya se niega a ir a fiestas y acaba regalando las pocas invitaciones que caen en sus manos. Para colmo, la mayoría de las fiestas empiezan a la medianoche, cuando ya no hay proyecciones estorbosas. Aun cuando se planee un eficaz pisa y corre ``nomás para saludar a los cuates'', éste acabará prolongándose invariablemente hasta las tres de la mañana, y al día siguiente uno se la pasará jugando vencidas con Morfeo. Por ello, en esta ocasión me limité a asistir a un par de recepciones vespertinas, donde además aprovechaba para cenar temprano (una recomendación: clávense rápido sobre los camarones, pues no duran mucho); a una cena-baile ofrecida por el Imcine (que tuvo la virtud de no estar atascada); a una cena china en honor del hongkonés Wong Kar-Wai, y a la cena de clausura de la Semana de la Crítica. Muy conservador para los estándares de Cannes: hay gente que asiste a ese número de fiestas en una sola velada.
Entonces, el balance de este año fue bastante pobre. ¿Obras maestras? No vi ninguna. ¿Películas aceptables? Una que otra. ¿Estrellas? De pasadita. ¿Reventones? No, por favor. ¿Intentaré volver el próximo año? Por supuesto. ¿Creen que voy a perderme de tantas oportunidades para quejarme?