La Jornada Semanal, 27 de julio de 1997
a mis ahijadas Sofía y Oriana
Lo extraordinario
En lo más distante que puedo llegar en mi memoria, mi padre nos enseñaba, a mis hermanos y a mí, un libro escrito en inglés que compendiaba los acontecimientos más extraños del mundo. Estaríamos en 1958 aprox y el libraquín habría sido impreso en 1913 o 14. Arriba de un texto breve, podíamos ver -en blanco y negro- a un hombre de tipo hindú que tenía una lengua que le alcanzaba para lamerse las rodillas. U hombres orientales, chinos en general y de faz longeva: uno portaba uñas largas, retorcidas y frágiles, apoyadas en cojines; otro tenía una barba que tres de sus bisnietos sostenían, en escalerita, ante el daguerrotipo. Había un señor calvo que se cubría la nariz con el labio inferior, dejando una cara ovoide de ojos saltones. Al dar vuelta a la página, te lo encontrabas, pero sin comerse la nariz. Aspecto de tinterillo y el nudo de su corbata se veía desproporcionado.
Mi padre nos traducía el texto donde daban noticia del acontecimiento extraño, incluidas las siamesas barbudas de Rumania, que vestían faldón negro y peineta gitana, o el fakir que resistía la mordedura de cobra, hombre cobrizo y más bien flacucho. Mi padre era el principal fascinado con el libro medio deshojado, mantenido durante veinte años en la cabecera de hojalata del lecho matrimonial. Mi madre era la segunda encantada; parecía su ayudante en la presentación de los personajes. Su frase de elogio preferida era: ``Todavía no lo puedo creer.'' Se la escuché innumerables ocasiones. Algo que no podía creer era otro fakir, atravesado por una decena de fierros delgados y filosos; y el hombre barbado, que parecía medio contento sabiéndose ya en la página del compendio. Sin la pasión desbordada de mis padres, no hubiera habido enlace con nosotros y otra hubiera sido mi historia.
A mis hermanos -la mayoría mujeres- y a mí, los personajes insólitos y extravagantes nos sorprendían, nos despertaban placer y nos horrorizaban, aunque el espectáculo familiar se repitiera una y otra vez. Yo iba a cumplir 10 años y los demás para abajo: 8, 7, 6, 5, y 0. Curiosidad y morbo comunitarios nos mantenían fascinados. Pasaba el tiempo y un día estábamos allí de nuevo, juntitos, para ver y oír la historia del hombre que semejaba modelo de etiqueta de loción, o anuncio de restaurante exclusivo; el hombre, de origen escocés, se había tragado 1,234 Gillettes azules y dos platos de espagueti. Sobrepasaba el récord de un marinero francés, quien sólo se había comido 1,105.
A mí, aquellos dibujos y las palabras que los referían, resaltados por la gestualidad dramatizada de mi padre -al fin actor-, se instalaban en mi lado de maravillada credibilidad, algo corría hacia mis genitales y algo hacia la duda. El acto de aprehensión fluía a través del placer. Los relatos que me fascinaban eran los que más horror me producían. Casi seguro que en las últimas lecciones me impulsaba ya una curiosidad compleja: plácida, insana, ciega, primeriza. Me intrigaba, por ejemplo, por qué razones un viejo médico había dejado el puñal encajado en el cuerpo de un vaquero, evitándole la muerte. Aunque en el textito no venía la respuesta, mi padre explicaba que el cuchillo se había recargado contra el corazón en el instante exacto en que el músculo se contraía; el médico no quiso echar a la suerte extraer el filo si podía coincidir con la dilatación cardiaca. ``Así evitó el matasanos el destino mortal que el puñal llevaba acuñado en su viaje'', aseveraba mi padre. Mientras tanto, mi madre simulaba un corazón con el puño y lo comprimía y lo ampliaba según iban las frases paternas. Yo me veía atravesado por uno de aquellos cuchillos. Nunca me supuse siendo siamés barbudo ni oriental con uñas o barbas kilométricas.
Ficción y muerte
Del librerito de mi padre, recuerdo La noche de los trífidos, novela de ciencia ficción donde unas plantas cobran vida y son monstruosas. Al final, parece que no son plantas sino seres cósmicos. Este libro lo leí a ratos y a brincos. Uno que ganó mi mayor interés fue Sinué el Egipcio. A mi edad, unos doce años ya, el viaje de Sinué fue una aventura inocente por los ríos subterráneos del misterio y la historia. Apenas percibía el simbolismo severo de la muerte que surcaba las aguas del libro. Años más tarde, con El libro de los muertos, supe que la barca de Sinué había navegado hasta lo más recóndito de mi ser, allí donde las lecturas se alojan para toda a vida. Hice razón de la milenaria carga mística del hecho de viajar hacia la muerte en el antiguo Egipto.
Mis vínculos con la muerte no eran distantes tampoco. La hermana que nació después de mí murió a los dos meses de edad. A Jaime, un amigo de infancia, se lo llevó la rabia. Y mi padrino Samuel falleció a causa de algo que no se quiso difundir. Lo velaron en un estacionamiento de tierra apisonada y la gente hizo cola para verle la cara. Yo quise ver el rostro de mi muerto. Estas muertes regresan a mí como historias, fragmentos de un mapa mayor, a la manera de la estructura de los cuentos.
Los tres libros de infancia que he mencionado representan mis primeros encuentros con algún tipo de lectura: el de las siamesas, el de Sinué y el de los trífidos. Mi inclinación irreversible por la literatura de la excepcionalidad, de lo maravilloso, derivó hacia Jonathan Swift, Lord Dunsany, los escritores del círculo de Cthulhú y la extraña literatura polaca -Witold Gombrowicz y Bruno Shulls-, lo absurdo -Ionesco y Jodorowsky-, lo beckettiano, y un tanto lo surrealista -Felisberto Hernández y Gómez de la Serna. El suceso y la escritura límites segmentan mi territorio espiritual. Vendrían luego los autores de lo extraordinario, como Gustav Meyring, Edgar Allan Poe, Oliverio Girondo, Borges, Arreola, Rulfo, García Márquez, Cortázar.
Las leyendas extraordinarias de mi familia
Las voces que escuchaba mi madre, la herradura que le sacaron del estómago al hermano de mi nana Vicenta. O los pasos del hombre invisible que siguieron a mi padre entre las palmeras de Xola; las pisadas etéreas arribaron al mismo tiempo y sobre la misma huella de las últimas de mi padre, ante el edificio. Los pasos siguieron de frente, subieron las escaleras y llegaron primero que los de él. Mi madre añadía que abrió y se extrañó de no ver a nadie y que, un poco después, apareció su marido con cara de pánico, empapado en sudor.
Estando en la iglesia de la glorieta de la colonia Clavería, mis padres escucharon el llanto de mi hermana Julieta, un plañido que flotaba en el aire de incienso de la misa. Se levantaron y siguieron el vuelo del sollozo -``lastimero'', matizó mi madre- por las calles de Nubia, Pirámides y Oasis, en la cual vivíamos. El llanto atravesó el patio y entró por la puerta de la cocina, dio vuelta a la derecha, subió las escaleras, atravesó las dos recámaras y se apagó más allá del muro que daba hacia la azotea de la casa de junto. Seguros de la realidad del llanto y de su calidad de signo de aviso, bajamos a la sala y, dormida, serena, en el sofá estaba mi hermana Julieta. Horas antes, ella se había caído de un árbol, el Hule de Oasis, y se había descalabrado. Mi padre dijo que Dios les había pedido ir junto a su hija. Mi madre añadió: ``A lo mejor la niña estaba soñando y nos llamó.'' A ambos progenitores les asistía la razón y nadie se preguntó si la doble aceptación implicaba algún absurdo, paradoja o conjetura.
Ni a los cinco años, ni a los 13, ni a los 20 tuve duda sobre la verdad de aquellas creencias y fantasmagorías. Yo mismo, rezandero nocturno, imaginaba a mi ángel de la guarda con patas de ave de rapiña, sujeto a la cabecera de mi cama, ángel de mi carga culpígena. Ese guardián resultó una especie de agente secreto, de espía perverso al servicio de Dios y mis padres. Una historia que padecí durante demasiadas noches. El terreno familiar era fértil.
Estancias
En la avenida Río Nilo, esquina Salónica, vivía un médico alcohólico, cuya familia lo abandonó. Una tarde, los muchachos que jugábamos pelota contra la pared de su casa fuimos invitados por el médico, quien no pudo deshacerse de nosotros. Tendría yo unos 13 años. Algunos amigos le robaron cosas valiosas; yo me llevé unos libros, entre los que se encontraba La Ilíada, de la colección publicada por José Vasconcelos y Julio Torri. En la clandestinidad de mi cuarto, empecé a leer el libro de Homero como hubiera comenzado El conde de Montecristo o La República, obras que también me agencié. En un principio, me desesperó la enumeración de los efectivos que Agamenón había arrastrado hasta las playas y las puertas de Troya, hasta que llegaron las primeras escenas de verdadera acción.
Me atraía en especial lo que el hombre significaba en la obra, o la parte de hombre que había en Aquiles, y de lo que era capaz. Algunos dioses me resultaron mentecatos y arbitrarios, rompiendo el acontecer de los sentimientos humanos. La Guerra de Troya y sus secuelas -la traición y asesinato contra Agamenón perpetrados por su esposa, o la muerte colectiva de troyanas y troyanos, el llanto de las ``esclavas'' que se repartieron entre los argivos- me pusieron en la tierra. Por allí llegué a Flaubert, Pushkin, Gogol, Chejov, Zola, Dostoievski, Mark Twain, Musil, Roberto Arlt, Alberto Moravia, Carson McCullers, José Revueltas, entre muchos. Además, La Ilíada me abrió el gusto por la poesía.
Un tío, Luis Burgos, que vivía en Tebas, a la vuelta de mi casa, me recibía un par de veces a la semana en su estudio de pintura. Había sido barítono de los buenos y se dedicaba a pintar imitaciones del impresionismo. En sus enormes libros me enseñó a escudriñar los cuadros de Degas y Rembrandt y Cézanne, entre otros más. Con sus discos burdos de 78 revoluciones me hizo escuchar las mejores voces de la ópera mundial hasta los años cincuenta, desde las finas de los castrados hasta las de hombres con voz de bajo profundo, como la de Feodor Chaliapin, pasando por Mario del Monaco y Giuseppe Di Stefano.
Consecuencias colmadas
Los grabados del libro de fakires y las láminas de pintura me otorgaron la visión estética a través de imágenes y escenas, como en muchas ocasiones pienso mis relatos. La palabra que cuenta y entra en el misterio me la dieron las historias fantásticas y sobrenaturales de mi familia, el libro de los trífidos, Sinué el Egipcio y La Ilíada. Rara combinación, pero a uno no le toca elegir. Releí varias veces estos libros y los otros del médico, como La Odisea, sin perder la sensación de placer, morbo y clandestinidad. Seguí depredando la biblioteca del doctor y allí me topé con el deseo de lo más abstracto: la filosofía. Mi psicoanalista me dice que yo debo ser de los pocos que aguantan, de principio a fin, un tabique de Heidegger y que, encima de la terquedad, quiere y se empeña todavía en entenderlo y enseñarlo.