Los proyectiles de calibre .22 no siempre son, a pesar de su pequeñez, menos letales que otras municiones que te atraviesan limpiamente. Debido a su poco impulso y a su masa reducida, el .22 tiende a quedarse dentro del cuerpo de la víctima e incluso a rebotar entre los huesos, por lo que puede causar graves destrozos internos. Tal debe haber sido el cálculo de los verdugos de Miguel Angel Blanco, a quien dispararon dos balas .22 en la nuca. Una de ellas se quedó incrustada tras el arco ciliar del joven concejal de Ermua, después de destruirle nervios y áreas importantísimas de la masa encefálica. Tras unas horas de agonía, Blanco murió a causa de las lesiones y se cumplió, con ello, el objetivo de sus asesinos.
Las cabezas de éstos han venido funcionando mal: no hay sentido común que alcance para relacionar el acto de hacerle puré el cerebro a un hombre cualquiera -conservador o progresista, provinciano o cosmopolita, español o vasco, rockero o notario, concejal o astronauta- con reivindicaciones nacionales o con peticiones en torno al estatuto de unos presos. La destrucción de una vida y la consiguiente producción de un cadáver sólo puede generar más presos, más cadáveres y más encéfalos arruinados por las balas o por el odio y la intolerancia. Ahí están las pruebas: los imbéciles que dispararon a la cabeza de Miguel Angel Blanco dañaron, al mismo tiempo, el órgano de pensar de muchos españoles normalmente lúcidos, razonables y democráticos, los cuales, después del crimen etarra, no son capaces de concebir más que venganzas unánimes, medidas de excepción y de autoritarismo y actitudes de intransigencia masiva.
La criminal ejecución de Lasarte no sólo interrumpió para siempre las funciones vitales de Miguel Angel Blanco, sino que puso entre paréntesis, en el
País Vasco y en casi toda España, la capacidad de entendimiento que tanta falta hace en estos momentos. Habría que comprender, por ejemplo, qué oscuro mecanismo social empujó a 20 mil personas a las calles de San Sebastián (una ciudad de 200 mil habitantes) a corear consignas a favor de los etarras presos, pero también a favor de ETA (es decir, de los asesinos de Blanco) y de su representación política.
Esa manifestación, ínfima ciertamente si se la contrasta con los millones que expresaron su público repudio al crimen del 13 de julio, sólo puede expresar dos cosas: que en Donostia el asesinato se ha convertido en un deporte popular y admirable para miles de personas o bien, que en el País Vasco hay, a pesar de todo, asignaturas no resueltas y agravios profundos que se multiplican y afloran por los caminos más siniestros, echan a perder entendimientos y generan impulsos de destrucción y autodestrucción, designios homicidas y cabezas arruinadas que no alcanzan a manifestar su ruina más que agujerando a balazos otras cabezas. Sea cual sea la verdad, la persecución y el castigo legal a los homicidas son obligados, pero no suficientes: más allá de la necesidad de hacer justicia, alguien tendría que tener la masa encefálica sana y suficiente para encontrar y arrancar las raíces del odio.