La Jornada 31 de julio de 1997

Dalia y Felipe, delegados zapatistas a la Intergaláctica, recorrieron en España el Camino de Santiago

Hermann Bellinghausen, enviado, Ruesta, Aragón, 30 de julio Ť ``Ay, compañera, yo ya no me voy a morir'', comenta Dalia a una de las personas que la acompañan. ``Ya ve que dicen que cuando uno muere va a los lugares que visitó cuando estuvo vivo. Yo ya tengo a donde venir''.

Ella no lo sabe, pero en ese momento camina las empedradas callejuelas del Camino de Santiago, la Vía Láctea medieval, pretexto de tantos viajes. Alejo Carpentier hubiera suspirado. A pocos pasos discurre el río Aragón, justo donde forma el Canal de Berdún, corredor natural que atraviesa aquella antigua travesía del continente Europa: el Camino de Santiago.

En uno de los pocos muros que quedan sólidos en este pueblo fantasma y completamente en ruinas, umbral del Pirineo navarro y aragonés, y abandonado hace tres décadas por sus habitantes después de una grave depresión económica, se puede leer: ``Albergue de peregrinos''. Se trata de un nuevo hotelito, en la incipiente recuperación de Ruesta como villa turística. Algo así como un Real de Catorce más antiguo y más destruido. Mil años hace que nació Ruesta.

Hasta aquí pudieron llegar los moros en el siglo XV; aquí los detuvieron Navarra y Aragón, y siglos antes los romanos. De aquí no pasó la invasión.

Dalia y Felipe atravesaron esta mañana los desiertos y los vergeles de Zaragoza y se internaron en las tierras del rey Fernando, el primero que invadió Amerindia, y pasaron junto a Sos del Rey Católico, un hermoso pueblo medieval, en tierras de aire silencioso, en nada parecidas al estrépito perenne de la selva mexicana donde nacieron.

A Felipe lo maravilla que tierras aparentemente secas produzcan tanto frutal (viñedos, olivares, albaricoques, peras, manzanas), aparte de altos palos en las alamedas, y hasta milpas que le llenan los ojos de verde. Resulta fácil suponer que piensa en su propia milpa, la de Guadalupe Tepeyac, perdida hace dos años y medio, no por depresión económica, sino por represión militar.

Ayer contaba sus sueños. ``Estoy soñando mucho'', comentó. ¿Y de qué cree el lector que Felipe alimentó su nostalgia onírica?: de una asamblea en su pueblo. Dalia soñó con la hamaca de su casa.

Esta región aragonesa está amenazada con la instalación de un cementerio nuclear. Quién lo dijera: tan llena de girasoles. Aquí también se dan luchas contra el neoliberalismo y por la conservación ecológica. Literalmente, contra la muerte.

Si descontamos a los 370 participantes de esta sede del Intergaláctico, que acampan al otro lado del pequeño río Regal, y unos cuantos turistas, en Ruesta no hay gente.

La noche estrellada desnuda la Vía Láctea, humanamente visible en medio de tantos cruces sobre el, al fin de cuentas, modesto Encuentro Intergaláctico, y revela la última alucinación, que ya no me atrevo a mostrar a los tepeyaqueros. Al fondo, la silueta de un cerro reproduce la giba de dromedario del cerro Tepeyac, antigua cabecera de San Pedro de Michoacán. ¿Para qué moverle a la herida?

Justamente, de su pueblo perdido y la vida de resistencia vino Felipe aquí a hablar. En una explanada, especie de pequeño Aguascalientes, bajo un fuerte sol, dijo a un público atento: ``Llegaron carros de soldados federales, helicópteros, tanques de guerra, y los soldados se metieron en nuestras casas, destruyendo todo y ya no se fueron''.

Dalia y el mar

Apenas ayer por la tarde, sus anfitriones en Barcelona llevaron a la playa a Dalia y Felipe. Toda esa arena, y toda esa agua en la Barceloneta les habían iluminado el rostro como a niños. Dalia corrió sobre la arena y llegó a la orilla, se inclinó y con el cuenco de sus manos cogió una esquina del mantel mediterráneo y se lo llevó a la boca. Inmediatamente después escupió el agua.

-Está salada -exclamó, porque no quería creer lo que le habían dicho acerca del mar, que tocaba y sentía por primera vez en su todavía joven y ya tupida existencia.

Horas después le conté a una colega mexicana este episodio, y ella extrajo de su bolsa un pequeño libro, editado por la UNAM, con cuentos de Clarice Lispector, y me lo regaló diciéndome: ``Lee este cuento''. Le hice caso a María y leí ``Las aguas del mar'', de la notable escritora ucraniano-brasileña:

``Ahí está él, el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y aquí está la mujer, de pie en la playa, el más ininteligible de los seres vivos... Ella y el mar.

``Sólo podría haber un encuentro de sus misterios si uno se entregara al otro: la entrega de dos mundos incognocibles hecho con la confianza con que se entregan dos comprensiones''.

En el sencillo relato, la mujer entra al mar y bebe un agua salada ``tan fría que le eriza en ritual las piernas. Pero una alegría fatal -y la alegría es una fatalidad- ya la posee, aunque todavía no se le ocurra sonreír. Por el contrario, está muy seria''.

Por increíble que parezca, cada una de estas palabras puede aplicarse a Dalia, la campesina tojolabal que cruzó el Atlántico: ``con la concha de las manos llenas de agua, bebe en grandes sorbos, buenos''.

La innombrada mujer de Lispector imita y precede a la Dalia real: ``Ahora ella está toda igual a sí misma. La garganta alimentada se contrae por la sal, los ojos enrojecen por el sol, las olas suaves la golpean y retroceden, pues ella es una muralla compacta''.

Los indígenas de Chiapas desataron hace tres años una convocatoria transglobal que incluso los rebasa. Hace tres semanas, en la capital catalana se efectuó el concierto Hardcore contra el neoliberalismo y por la humanidad, con la participación, entre otros, de los grupos Strum und Drang, Manifiesto, Dies Irae y All Ill. La admisión fue de 500 pesetas, y sirvió para financiar, en parte, el segundo Intergaláctico.

En estos días todo tiene que ver con todo. Nada más.