A nadie le gusta pagar impuestos. Se les asocia con una relación de vasallos y señores o de súbditos y Estado. La palabra misma es un participio irregular de imponer, y sus sinónimos tienen un sentido muy similar: tributo, gravamen, carga. La palabra contribución suena menos imperativa, pero queda envuelta en el mismo conjunto de significados porque, en el caso, excluye la libre voluntad como primer móvil. Y si no nos gusta pagar impuestos, no nos gusta pagar el Impuesto al Valor Agregado (IVA), y menos cuando su incremento del 50 por ciento, en marzo de l995, fue aprobado de mala manera, con ordinariez y prepotencia. No obstante, hay que admitir que mientras haya quienes manejen los asuntos públicos en nombre de los demás, habrá que pagar impuestos.
Desde luego, los impuestos más impopulares son los indirectos, los que gravan el consumo de bienes y servicios, y este es el caso del IVA. Pero en nuestro sistema tributario el IVA tiene toda una historia, que no es tan obscena. Aprobado sin muchos traumas el 29 de diciembre de l978, entró en vigor hasta enero de l980, a efecto de abrirse un espacio para establecer una comunicación amplia con todos los sectores sociales y de preparar el aparato técnico para su recaudación y administración. Sustituyó al Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles (ISIM), que había sido establecido en l947 y que en aquellos tiempos significó toda una modernización del sistema fiscal al remplazar al primitivo impuesto federal del timbre.
El ISIM era un impuesto sobre las ventas, y funcionó bien (con todas las reservas a que obliga siempre cualquier reflexión sobre impuestos) hasta que los procesos de producción y comercialización se hicieron más y más complejos y empezó a revelar sus serios inconvenientes; el peor de ellos era su efecto acumulativo, que distorsionaba y encarecía los precios en perjuicio de los consumidores finales. Además, tenía efectos desalentadores respecto de la fabricación nacional de maquinaria y equipos de producción.
En las nuevas condiciones de la economía, la solución pareció ser el IVA, un gravamen ya muy experimentado en varios sistemas impositivos, principalmente en Francia. En la cadena que va del o los productores al consumidor final, pasando desde luego por los intermediarios o comerciantes, cada causante pagaría sólo el impuesto correspon- diente al valor que él añadió, con lo que se evitaría la repercusión en cascada y el impacto inflacionario. Además, desde el principio se desgravaron total o parcialmente más de dos terceras partes de productos alimentarios, las medicinas, el sector de agricultura, ganadería y pesca, la construcción de vivien- das y servicios médicos, educativos y asistenciales.
Así que el IVA, siguiendo el principio de equidad, tiende a proteger la demanda popular y a gravar más a los consumidores de artículos de lujo, nacionales o importados. Y como prueba de que su implantación significó una verdadera modernización del sistema tributario, téngase en cuenta que se derogaron 18 impuestos federales y que los gobiernos estatales suspendieron, derogaron o abrogaron más de 300.
Esto no quiere decir, de ningún modo, que el IVA sea un impuesto perfecto, intocable y eterno. Puede incluso desaparecer, como el ISIM, a condición de que sea sustituido por uno mejor, del que por cierto no he oído hablar ni a los más avispados fiscalistas. O bien se puede reducir su impacto en la economía de los consumidores. ¿Aunque sean consumidores de artículos suntuarios? Como la discusión sobre el IVA no está dándose entre especialistas en derecho tributario, sino principalmente entre políticos, parece que el objetivo de la desaparición o de la disminución del IVA beneficiaría --of course-- a las clases populares, a los consumidores pobres; pero por la naturaleza del impuesto, una y otra beneficiarían fundamentalmente a las empresas y a los consumidores finales ricos.
En la línea de la protección del ingreso de los pobres, lo que habría que hacer es ampliar el espectro de las desgravaciones para que incluya, por ejemplo, ciertos alimentos industrializados, ropa y calzado. En otras palabras, es preciso revisar a fondo toda la estructura tributaria, en la que el IVA ocupa el segundo lugar en importancia, y hacerlo con criterios de responsabilidad social, ciertamente, pero también republicana.