Adolfo Sánchez Rebolledo
El Güero, el PRI y anexas

Vale la pena repasar las confesiones del senador Leonardo Rodríguez Alcaine al reportero Antonio Vázquez S., pues ellas son un resumen inmejorable de la ideología del charrismo después del charrismo. Allí están sin retoque las involuntarias ráfagas de humor (involuntario), machismo y folclorismo del líder cetemista: ``...a mí me dicen Periquín, no La Güera, como ustedes me llaman, porque, aunque lo duden, soy muy macho''.

Es éste un retrato vivo de la indolencia política y moral del dirigente de la principal organización obrera del país, senador para mayor gloria de la República. Rodríguez Alcaine nos confía insustituibles formulaciones de consumo personal a modo de sucedáneos de ideas. Digamos la corrupción: ``¿qué significa un poquito en relación a los presupuestos?''; digamos la sumisión mafiosa a la familia sindical: ``la lealtad al hombre como hombre y al líder como líder''; en fin, siempre la misma genuflexión estructural hacia al gobierno en turno: ``zapatero a tus zapatos''; o bien, la simulación agradecida en torno a la posibilidad de la central única: ``seríamos un gran problema para cualquier gobierno''; o el prontuario de habilidades exigidas al próximo líder cetemista: ``cercano al gobierno, cercano a los empresarios... para que luego no haya de que a Juanita la encueraron''. Y una filosofía: ``si aquí hay dos centavos, repartimos uno para el inversionista y uno para los trabajadores. Así de fácil, como en cuaderno de carnicero''.

A diferencia del venerable don Fidel, su interino sucesor salió parlanchín como su antiguo jefe Pérez Ríos, pero sin gracia. Repite historias y falsedades potenciadas por la amnesia y el pobrediablismo. De la historia que lo condujo hasta la cúspide del sindicato que ahora dirige, el SUTERM, el Güero ha olvidado todo, o casi todo. Olvida que Pérez Ríos no falleció en 1976 sino en 1975; que murió (tal vez como un homenaje premonitorio a La Paca y anexas de los años 90) en medio de un Congreso Extraordinario, convocado ilegalmente para sacralizar --mediante la firma del moribundo-- la expulsión de los dirigentes democráticos y la ascensión de Periquín a la secretaría general. La memoria lo traiciona a cada palabra. Así, uno de los esfuerzos más coherentes sostenidos por el sindicalismo mexicano para democratizarse queda reducido a una noche de los gatos pardos de vulgaridad deleznable: ``Tuvimos peleas, hubo tiros, incluso muertos; afortunadamente no por acciones de nosotros ni de ellos, sino aprovechadas por gente ajena al movimiento electricista (sic) que llevaba algún interés comunista y fundamentalmente trotskista, que era con el que comulgaba el compañero (Rafael) Galván''. (sic) Rodríguez Alcaine, viejo condotiero cetemista, no recuerda, prefiere hundirse en las sombras protectoras del anticomunismo para negar su más elemental responsabilidad histórica en aquellos hechos vergonzosos. ¿No es éste el mismo razonamiento que sirvió para ``explicar'' (como hizo apenas la semana pasada el general Luis Gutiérrez Oropeza) los crímenes de 1968, igual que antes otros justificaran la represión de los ferrocarrileros, los maestros y otros grupos sociales que perdieron al mismo tiempo todas sus libertades? ¿Puede erigirse alguna opción ``legítima'' sobre la mentira que representan estos dirigentes obreros, sustento corporativo del priísmo ortodoxo?

Hoy que se discute con más fervor que tino la reforma del PRI y su futuro, es conveniente revisar dichos capítulos negros, comenzando por una pregunta elemental que se resiste a abandonar la agenda pública posmoderna: ¿Puede reformarse en un sentido democrático un partido sostenido por ese pilar antidemocrático que algunos llaman con singular pedantería ``el movimiento obrero organizado''? ¿Podemos edificar un régimen político moderno sobre los cimientos erosionados de una sociedad autoritaria?

La democracia se construye con los votos, sí, pero hay instituciones, hábitos, costumbres impenetrables que se resisten a desaparecer en las urnas. Resulta aterrador constatar en qué manos se hallan todavía los millones de trabajadores para negociar los asuntos que les conciernen. Si a estas alturas es imposible imaginar una democracia sin competencia económica, sin educación universal tampoco es factible pensarla, mucho menos vivirla, en islotes de intolerancia creados con el beneplácito de las autoridades del trabajo.

Pero no todo es pasado. Roque el inefable ha subrayado que los líderes siguen (políticamente hablando) vivitos y coleando. Pero hay algo más: Cuando el reportero pregunta a Rodríguez Alcaine si se ha reunido con el secretario de Gobernación, el Güero corta tajante: ``Yo me entrevisto directamente con el Presidente de la República''. Y aquí resume, con la prepotencia característica de la casa, el secreto del poder de una especie en extinción que, sin embargo, no acaba de hacer mutis. Sin el contubernio del Estado, en efecto, el charrismo habría muerto. ¿No bastan los votos en contra para demostrar que esa representación obrera es una máscara mortuoria? Cambio y fuera.