Hace unos días, nuestro amigo Iván Restrepo publicó en las páginas de La Jornada un artículo sobre uno de los mayores desafíos que enfrentará el nuevo gobierno capitalino: el agua. Con dramatismo bíblico, la ciudad puede convertirse en...¡un desierto inundado! El doble maleficio de la sequía y el diluvio se cierne sobre nosotros. Para Restrepo, la ecología no es una disciplina de laboratorio sino una actitud que lleva con saludable sprint a todas partes. En sus visitas a nuestra oficina nos ha convencido de que una de las especies en extinción que más le interesan son los libros. Su energía de reciclaje ha logrado formar una biblioteca popular en Veracruz, con restos de otras bibliotecas, que podría recibir el paradójico nombre de Sobras Completas. En su feroz safari, el destino pone la mira ranurada en los elefantes provistos de marfil y en las librerías desprovistas de efectivo. Iván Restrepo no ha dejado de seguir estos casos de depredación; el más reciente nos sumió en la tristeza que tan bien conoce la estirpe de los Buendía. Una mañana sin gloria, la Librería Aguirre de Medellín, Colombia, amaneció con tres letreros: se vende, se alquila, se cede sin prima. El modesto y eficaz bastión de la lectura fundado por Alberto Aguirre hace 37 años no pudo resistir los embates de la sociedad de mercado. Como es de suponerse, la pérdida no es sólo de inventario; la librería era un sitio de reunión y tertulia de los escritores locales, un centro cultural de larga prosapia: en Maracaibo, Aguirre había fundado antes otra librería; allí, el escritor más famoso del idioma fue un desconocido de respeto: según relata el periodista de El Colombiano, Fernando Vera çngel, una noche de confidencias Gabriel García Márquez entregó a Aguirre el original de La hojarasca. En tiempos en que había que empeñar la máquina registradora para editar a un principiante, Aguirre se arriesgó con García Márquez. Hoy, el principio de la novela se lee como el triste epitafio de las empresas del heroico librero y editor colombiano: ``De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable.''
La desgracia de tener oídos
A las 11 de la noche uno ya no está muy dispuesto a quedarse de piedra (al menos no despierto), pero así fue como nos quedamos cuando 24 Horas informó que la comunidad de sordomudos de Chicago había decidido guardar silencio sobre el tráfico de discapacitados mexicanos a los Estados Unidos. Obviamente no nos alarmó la discreción de los sordomudos ante la desgracia sino que el reportero fuera tan adicto a las frases hechas. El comentarista, que pertenecía al género de los que hablan por el exclusivo mérito de tener boca, nos recordó aquel momento cumbre del Mundial de 1990 en el que Fernando Schwarz se refirió a los ``edificios coloniales'' que había visto en las ciudades italianas.
La voz del viento
Sin embargo, no todo suena mal en el idioma popular de México. Hemos recibido un delgado y misterioso volumen de coplas veracruzanas que lleva el título Jaranas al viento. El autor es Mardonio Sinta, quien nació ``en el mes predilecto de los vientos'' y murió en San Andrés Tuxtla, el 5 de agosto de 1990. Su obra fue recopilada por el poeta Francisco Hernández, heredero de las pertenecias del trovador; entre ellas, un gastado ejemplar de los cuentos de Edgar Allan Poe, donde una pluma de gallo marcaba ``El corazón delator''. Tal vez a causa de nuestra ignorancia ciudadana y de nuestros oídos ensordecidos por el rap del metro, pensamos que el poeta de Moneda de tres caras ha cedido a otra de sus fecundas suplantaciones. Sospechamos que el corazón que se delata en las rimas es el suyo. Si en otra encarnación poética Hernández se sirvió de Schumann, ahora templa las cuerdas jarochas. En el fondo, la hipótesis de la autoría carece de importancia. Lo cierto es que en el aire movedizo se escuchan estas eufónicas jaranas:
``Con el peine de los vientos
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para Fausto Zerón Medina,
¿De dónde vienen las facciones, vestimenta y actitudes de Cristo en las imágenes tradicionales? Ciertamente, no de la investigación histórica. ``El pintor que acuñó para los siglos la imagen física de Cristo'', así dice Walter Pater del maestro Leonardo da Vinci. Y podría haber dicho ``que inventó la imagen física de Cristo''. Y que inventó otras cosas en La òltima Cena , fresco donde figura el perdurable rostro. Por ejemplo, la mesa y las sillas, porque Cristo comía a la romana, acostado en un triclíneo y no sentado a la mesa como ahí se representa. Pero supongo que la presencia de más de diez triclíneos dificulta la composición, acercando la solemne escena a un juego de feria de coches chocones.
El largo cabello de la imagen también es invención. Dicen los que saben que Cristo debió usar el cabello corto, peinado otra vez a la romana, con puntas separadas cayendo sobre la frente, como Marlon Brando en Julio César, la prodigiosa película de Mankiewicz en blanco y negro. Peinado que mereció un ensayo de Roland Barthes sobre Hollywood y su facilidad de establecer una época histórica con unos rizos bien acomodados sobre la frente.
Por otra parte, el cabello largo es en el pensar mitológico y semimágico atributo de nobleza y poder. Entre los francos, sólo los reyes podían usar el pelo largo, y recuérdese dónde residía el secreto de la fuerza de Sansón en la historia que se cuenta en el libro bíblico de ``Los Jueces''. Como sea, no nos gustaría mucho ver a Cristo a la moda del pueblo imperial. Cristo no era romano sino judío, es decir, del pueblo subyugado.
En las tallas coloniales donde se representa a Cristo en la advocación de Señor de la Columna, atado, vejado, coronado de espinas, las esculturas están, en general, hechas con extremo y conmovedor realismo. Gotas de sangre resbalan sobre el blanco de la carne, y el cabello, muy largo, cae en desorden sobre los hombros. Este cabello, me cuenta Fausto Zerón, era humano y resultado de un donativo: algún devoto se dejaba crecer el pelo y llegado el momento se rapaba y regalaba su cabellera a la imagen.
Singular honor que la imagen donde podemos situar y darle sentido al sufrir humano tenga nuestra cabellera.
En cuanto al guardarropa, hay que decir que es muy probable que nadie haya usado nunca la ropa que vemos en las representaciones tradicionales de la vida del Señor. ¿De dónde salió esta inofensiva teatralidad? De que, en la decadencia del arte sagrado en el siglo XIX, pintores oscuros y mediocres empezaron a copiar, no de la realidad, inventando, sino de otros cuadros igualmente mediocres.
No estoy diciendo que la fidelidad histórica sea decisiva: quien crea las imágenes es un artista, no un arqueólogo. Lo que digo es que no hay que aceptar sin discutir una tradición, ya tan degradada y mediocre.
Así, por ejemplo, el rostro de Cristo representa un problema fascinante: ¿Cómo es la cara de quien nunca ha pecado? ¿Cómo es la vivacidad de sus gestos? ¿Cómo es la mirada de quien nunca ha sentido el menor resentimiento? Parece imposible representarlo. Leonardo, como vimos, dio su versión. Se parece, por cierto, al rostro que Giotto le inventó a Dante: delgado, nariz aguileña, ojos juntos y penetrantes. Pero no se trata de copiar lo que hizo Da Vinci, sino de resolver el problema dando nuevas versiones de ese casi impensable rostro.
Dostoievski resolvió el problema y dio su versión: representó a Cristo como una especie de idiota. Es brillante. El joven que no ha pecado no encaja en este mundo nuestro de listos y aprovechados y parece tonto, un idiotita (también los sabios del budismo zen son representados como viejos idiotas).
En un sentido la vida de Cristo fue una sucesión de hechos históricos; en otro, el propiamente religioso, no: los hechos no han pasado, se repiten y Cristo vive en el siglo XX, entre computadoras y embotellamientos de tránsito. El arte tiene la tarea de repristinar las imágenes, situándolas en la época en que vivimos.
Ciertamente, hubo artistas en este siglo capaces de pintar el equivalente contemporáneo de las Bodas de Cannan donde el Veronés adaptó el suceso al esplendor veneciano de su tiempo. Pero no hubo ambiente propicio para hacerlo, no hubo estímulo ni audacia ni visión. Y mientras no los haya seguirán imperando las extrañas imágenes tradicionales, algunas ya de plástico, poco más que inflables y desinflables, como pelotas de playa. ¿Por qué una visita al arte sacro, con pocas excepciones como la capilla de Henri Matisse en Vence o los frescos de Orozco en el templo del Hospital de Jesús, tiene que ser una viaje al pasado? ¿Qué dice esto de la religiosidad actual?
El huevo cibernético
¿Quién dice que las nuevas generaciones crecen enajenadas e incapaces de tener sentimientos como ternura, compasión o cariño? La mejor prueba de que esto es falso resulta el furor que ha desatado el juguete de moda en Japón, Tamagotchi, la mascota cibernética. En una diminuta pantalla de cristal líquido, encapsulada dentro de una especie de huevo de plástico con un llavero y tres o cuatro botones, aparece la imagen de un huevo digital. Al activarse, el huevo se rompe y aparece un pollo que desde su nacimiento requiere de atención constante. A diferencia de cualquier otro juguete, Tamagotchi exige cuidados (mediante un beep): le da hambre, necesita jugar, se enferma (en estos casos hay que aplicar una inyección), debe dormir y por supuesto defecar. A todo esto se debe responder apretando los botones apropiados. Pero la característica más interesante de estos seres animados es que eventualmente mueren, o como dice el manual, ``regresan a su planeta natal'' (en la versión japonesa aparece una lápida y una cruz, en la estadunidense una cara con alas de ángel). Para contrarrestar el dolor de la pérdida, el manual (sumamente complicado) anuncia que se pueden incubar otros huevos. Gracias a este aparato, millones de niños y adultos han redescubierto el cariño (si no entre humanos mismos, por lo menos entre humanos y máquinas) y la responsabilidad al enfocar su atención en un pollo artificial, burdamente dibujado con gruesos pixeles. Tamagotchi (que en japonés quiere decir más o menos ``huevito lindo'') bien podría haber sido engendrado por Brian Aldiss o Philip K. Dick; no obstante, es un producto del consorcio japonés Bandai, autores también de los Power Rangers y de los juguetes inspirados en las perturbadoramente cachondas caricaturas Sailor Moon. Bandai lanzó a Tamagotchi en noviembre del año pasado y para estas alturas ya hay decenas de imitaciones y copias piratas en el mercado. La cibermascota cuesta entre 14 y 18 dólares y siempre está agotada, lo cual es una estrategia de Bandai para alimentar el frenesí, crear un fenómeno y desatar un culto. Bandai espera vender tan sólo en Japón 20 millones de estos engendros en un año. En el www hay cientos de páginas dedicadas a este artefacto. Una dirección recomendable con muchas ligas a otros sitios (incluyendo un doblemente paradójico Tamagotchi virtual) es: http://www.urban.or.jp/home/jun/tama/ikuji.html.
Condiciones de vida artificial
La separación tradicional entre lo vivo y lo fabricado ha comenzado a volverse obsoleta. De hecho, en la conferencia que estableció la vida artificial como ciencia, llevada a cabo en Los çlamos en 1987, se determinó que un organismo necesitaba mostrar cuatro cualidades para poder ser considerado con vida artificial: 1) exhibir evolución por selección natural; 2) contar con un programa genético que establezca sus instrucciones de operación y reproducción; 3) tener un nivel suficientemente alto de complejidad, es decir, que sus partes componentes interactúen de manera impredecible y no lineal; 4) contar con capacidad de autoorganización. El dilema del pollo virtual Puede ser que la moda de Tamagotchi pase y dentro de unos meses se le recuerde con la misma condescendencia con que hoy nos acordamos de aquellos infelices sea monkeys que terminaron en el excusado, o de los insectos cubiertos de piedras de colores que se usaban como joyería en los setenta. No obstante, más allá de ser un juguete caro y frívolo, se trata de un anticipo de lo que nos espera en la era de las máquinas inteligentes. A diferencia de otros juguetes, Tamagotchi exige atención todo el día (aunque está programado para dormir por las noches). Esta entidad no nos hace temer por nuestro lugar privilegiado en la creación, como lo haría una máquina que pudiera entablar un diálogo inteligente. Sin embargo, nos obliga a cuestionar la naturaleza de lo que consideramos vivo. El pollo digital carece de carne y está atrapado en una pantallaÊde dos centímetros pero puede interactuar con su dueño, simular necesidades y tener reacciones hasta cierto punto impredecibles. Buena parte de estos productos terminan en manos de niños de entre siete y 15 años; la relación de dependencia que establecen con sus jóvenes propietarios puede cambiar definitivamente la manera en que un niño defina lo que está vivo (sin duda, muchos niños solitarios cambiarán a sus amigos imaginarios por nuevos amigos artificiales). El pollo virtual podrá ser una simple simulación, pero ante los ojos de un niño que suspende cualquier actividad para alimentarlo, limpiarlo o regañarlo (muchas escuelas han prohibido que los niños lleven cibermascotas, ya que interrumpen a los alumnos constantemente y les impiden concentrarse), Tamagotchi está más vivo que una planta, un molusco y algunos televidentes. La vida artificial, de acuerdo con Marvin Minsky, es la ciencia que se encarga de construir organismos que serían considerados vivos si se encontraran en la naturaleza. Hasta hace poco decíamos que la diferencia entre una inteligencia humana y una artificial radicaba en que sólo la primera podía expresar emociones humanas. ¿Cómo debemos clasificar a un aparato cuya única función es pedir atención y ``cariño''? La simpleza y abundancia de Tamagotchi lo hacen un excelente modelo de estudio y reflexión de nuestra relación con la vida no biológica.
Naief Yehya
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