La Jornada Semanal, 3 de agosto de 1997
Elías Trabulse ha ganado sólida reputación en la academia y entre el público lector por su vasta Historia de la ciencia en México. Además, ha consagrado numerosos ensayos a sor Juana Inés de la Cruz y dio a conocer en La Jornada Semanal el inédito de la monja poeta ``La prueba de las finezas''. En este ensayo, se ocupa de la expedición de Bartra al complejo edén de los salvajes imaginarios.
A mediados del siglo XIV, el historiador tunecino Ibn Jaldina señaló, en un pasaje de su obra, que por una extraña paradoja sólo el hombre civilizado podía alcanzar una comprensión profunda, producto de una fascinación hipnótica, por el hombre bárbaro. Al recorrer las páginas del extraordinario libro de Roger Bartra no pude menos que recordar que sólo un hombre de su erudición y rigor intelectual pudo crear esa enorme saga histórica y hermenéutica que son sus dos volúmenes sobre los avatares del hombre salvaje en el seno de la cultura occidental. Después de El salvaje en el espejo, publicado en 1992, obra en la que describe las metamorfosis de ese mito desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, Bartra nos ofrece ahora con El salvaje artificial las transformaciones que su héroe, ``el hombre salvaje'' de las mil caras, ha experimentado desde el siglo XV hasta el XX. Sin embargo, el autor no se ha ceñido a una simple secuencia cronológica sino que, dentro de los cánones de la mejor historiografía, ha sabido ir y venir en el tiempo y en el espacio, estableciendo similitudes y diferencias entre las concepciones acerca del hombre salvaje que han aparecido a lo largo de tan extenso periodo. Bartra nos introduce con sorprendente inmediatez en los mundos que describe y analiza. Presenta a sus salvajes -con los que está familiarizado- con singular vivacidad, con sus pasiones, errores, virtudes y limitaciones, que finalmente no son otras que las del hombre civilizado que proyecta su imagen en ese mito extraordinario.
El autor arroja un haz de luz sobre sus personajes centrales, y sobre otros, que sólo toca tangencialmente, lanza una luz momentánea pero lo suficientemente rica como para percibir a ese hombre salvaje con todos sus trazos en medio de su hábitat. Bartra maneja con pericia eso que Azorín llama ``la técnica del detalle sugestivo'', pues a pesar de la densa carga erudita de su libro pudo eludir el peligro tanto de la erudición inorgánica como del esquematismo abstracto. Sus citas son precisas y la lógica con las que están estructuradas le impidió perderse en menudencias. Por sus páginas desfilan historiadores, científicos, músicos, pintores, filósofos, dramaturgos, moralistas, viajeros. Además, la obra posee una rica iconografía que complementa el texto. El diseño y la formación de Alba Rojo (hija) lograron que sea una edición, aparte de rica, bellamente lograda. De las imágenes de Piero di Cossimo a las de Paul Delvaux, el recorrido atraviesa por Durero, Montaigne, Acosta, Las Casas, Calderón, Hobbes, Swift, Gracián, Diderot, Rousseau, Goya y Mary Shelley, entre muchos otros que de alguna forma se sintieron atraídos por ese mito del salvaje creado por la cultura occidental. Desde las primeras páginas, Bartra plantea lo que es la tesis central de su libro:
En los albores de la modernidad, durante el Renacimiento, los hombres salvajes adquirieron una nueva fuerza que provenía de la extraordinaria síntesis que ocurría en la cultura occidental.
Y más adelante añade que su estudio intenta describir:
... la sobrevivencia en los tiempos modernos, del arquetipo del hombre salvaje, que además de ser una poderosa alegoría comienza a ser un vehículo para expresar las emociones que definen al hombre nuevo que se está gestando en la Italia renacentista[...] Mi propósito es buscar en la historia del mito del hombre salvaje las mutaciones que permiten entender su continuidad a lo largo de los siglos.
Este propósito lo enmarca el autor, con todas las restricciones obvias, dentro de una perspectiva ``evolucionista'' de la historia de los mitos, lo que le permite establecer los lazos entre evolución y genética. De esta manera, Bartra emprende lo que él llama ``la recuperación del hombre salvaje que subsiste reprimido en el fondo de cada varón''. Comienza retratando las facetas que el ``buen salvaje'' adopta en el siglo XVI y sus transformaciones por efecto de las nuevas ciencias en los dos siglos siguientes. Analiza las imágenes que de él nos dejó Durero, y que revelan la mutación que, en su época, ya había experimentado el salvaje hasta llegar al salvaje americano, idólatra, víctima del demonio, que contrasta con el ser débil e indefenso retratado por el padre Las Casas. Con agudeza, Bartra señala la fuerza del arquetipo del salvaje proyectado por los europeos sobre los indios americanos, y muestra que es falsa la creencia de que la imagen del salvaje la tomaron los europeos de los habitantes de otras regiones del mundo que conquistaron y colonizaron.
Las páginas que destina a Thomas Hobbes son de una profundidad notable. Ante nuestros ojos desfila ese salvaje que es el hombre civilizado despojado de sus atributos, hasta quedar como un ser ``desnudo y embrutecido''. El dictum de Hobbes nos pone de golpe en el centro mismo de la tesis de Bartra: ``El estado salvaje existe en el seno mismo de la civilización'' y la sociedad humana no es sino ``la guerra de todos contra todos''. Frente a este cuadro devastador, Bartra describe al salvaje ennoblecido de Montaigne, Calderón de la Barca y Lope de Vega. Sus análisis de las obras dramáticas de estos dos últimos autores revelan aspectos que la crítica literaria había pasado por alto, y pone de manifiesto que en el Siglo de Oro del teatro español el salvaje era un arquetipo con dimensiones no sólo teológicas sino también históricas y existenciales: una forma de conciencia desventurada por el miedo a despertar a una realidad hostil. Por una extraña paradoja histórica, Bartra logra reunir ambos miedos en una única visión aterradora: el miedo materialista y desencantado de Hobbes y el miedo teológico y también desencantado de Calderón de la Barca, acaso los dos capítulos más sombríos de todo el libro.
La llegada de Daniel Defoe y su Robinson Crusoe, que ``vive como un hombre salvaje del desierto pero se comporta como un capitalista londinense'', abre los espacios de ese hombre primitivo del Siglo de las Luces. Sin embargo, Bartra analiza los elementos que componen la figura de ese famoso salvaje náufrago y encuentra que, finalmente, lo que conecta al civilizado con el salvaje es únicamente la soledad en un mundo, urbano o selvático, cuya característica es la hostilidad y la violencia. De aquí al ``pesimismo salvaje'' de Jonathan Swift no hay sino un paso. Por una alucinante metamorfosis el Gulliver que leímos de niños va adquiriendo la verdadera dimensión que ese maestro de la sátira quiso darle, es decir, la del salvaje como parodia tragicómica del hombre civilizado. La crítica de Swift, que incluso Voltaire consideraba excesiva, no es sino el producto ``de su frustrada fe religiosa'', y Bartra ha señalado con gran claridad las raíces teológicas de la incredulidad que carcomió el alma de ese clérigo irlandés tan cercano a nosotros.
Sin embargo ni en él se agotan las imágenes del salvaje que Bartra nos da. ¿Quién no conoce el ``buen salvaje'' de Jean-Jacques Rousseau, ese fruto óptimo de la cultura europea? Pero, ¿de veras lo conocemos?, ¿de verdad es el salvaje que Rousseau concibió en todos sus trazos? Aquí, como en todo, ha prevalecido el estereotipo cómodo de las ironías de Voltaire. Recuérdese que cuando Palissot logró que se representara en 1760 su comedia satírica Los Filósofos, hacía que el bueno y virtuoso de Jean-Jacques entrara en escena a cuatro patas y ahí, en el centro del escenario, sacaba del bolsillo una lechuga y se la comía. Pero este no era el salvaje de Rousseau sino su caricatura. El hombre de naturaleza era, para este atormentado ginebrino calvinista, aquel que carecía del ``uso de la palabra, de propiedad, de familia, de industria y de educación'' y que en el fondo no era -cito la aguda definición de Bartra- sino ``un salvaje piadoso de corazón tierno''. Y no es poco el mérito del autor de este libro el haber quitado los velos volterianos a ese salvaje creado por la fantasía de Rousseau.
Con los salvajes de Francisco de Goya nos introducimos al siglo romántico, con su crítica intolerante y feroz del racionalismo ilustrado. Ahora el hombre salvaje oscilará entre la ferocidad y la ternura, que halla en Frankenstein la encarnación, la síntesis de todo lo que se pensó sobre él en siglos pasados: un futuro espurio de la ciencia, un monstruo que originalmente era bueno y que terminó actuando brutalmente por los efectos corruptores de una sociedad que destruyó su bondad original y lo condujo al mal. De aquí a Kaspar Hauser y a Tarzán, el salvaje bueno y manso -aun el exhibido en ferias y otros espectáculos- encuentra su contrapunto en la sociedad llamada civilizada, donde anidan la corrupción, la maldad y el engaño.
Sin embargo, al cerrar este extraordinario recorrido nos asalta una pregunta: ¿porqué la cultura occidental ha inventado un mito como este? O, cómo dice Bartra: ¿porqué ``ha inventado y construido al otro aún antes de escuchar su voz''? Y el mismo autor nos da la respuesta: es que ``los otros somos nosotros mismos'' y para entendernos debemos volver ``a los susurros apagados de nuestro malestar interior''. Pero cabría preguntarse: ¿cuáles son esos susurros apagados?, ¿por qué sobreviven a las transformaciones históricas?, ¿cuál es el secreto de su vigencia? Es decir, ¿por qué el mito del hombre salvaje está hoy aquí, entre nosotros, con toda su fuerza, como hace treinta siglos, y hablamos de él en la era posindustrial y en los albores del siglo XXI? Sobre esto quisiera hacer unas breves reflexiones.
Quizá después de todo quien planteó el problema con toda claridad fue Rousseau cuando escribió:
... la dulce voz de la naturaleza ya no es una guía infalible para nosotros, ni la independencia que de ella recibimos es un estado deseable; la paz y la inocencia se nos han escapado para siempre antes de que pudiéramos disfrutar de sus delicias; la feliz edad de oro, insensible para los estúpidos hombres de los primeros tiempos y que se les escapó a los hombres ilustrados de tiempos posteriores, fue siempre un estado extranjero a la raza humana, ya porque no lo reconoció cuando pudo gozarlo o porque lo perdió cuando pudo conocerlo.
Ahora sabemos que, en ocasiones, el hombre civilizado se siente cansado de sí mismo. Intenta, pero no puede, arrojar una carga que pesa sobre sus hombros y con la que no se ha cargado personalmente. La vida civilizada, con sus refinamientos y complicaciones, crea un mundo artificial -el del civilizado artificial- del cual desea sustraerse. Su existencia le resulta falsificada y poco a poco se gesta en su espíritu esa enfermedad que el historiador Arnold Toynbee señaló como uno de los síntomas de la crisis de una civilización y al cual denominó ``el cisma en el alma''. En un mundo personal o colectivo que se desintegra, las dos únicas opciones de evasión que tiene el espíritu son o volverse hacia el pasado en una actitud arcaizante o hacia el porvenir en una actitud futurista. Ambas posturas, arcaísmo y futurismo, son la condición de posibilidad permanente que el alma escindida tiene para renovar en forma perenne el mito salvador y regenerador, el mito del escape, es decir, esa figura permanentemente renovada del otro yo en el espejo, es decir, del salvaje artificial y su imagen. Sin embargo, ambas vías de evasión, arcaísmo y futurismo, siempre fallan pues no pueden sustraerse a su circunstancia histórica y quedan así condicionadas por los cambios que sobrevienen y que obligarán, con el transcurso del tiempo, a renovar el mito, a recrearlo acorde con los nuevos tiempos y con las nuevas generaciones humanas. Es lo que Bartra denomina la transfiguración del mito, pero esto sólo puede darse cuando el ser humano evadido choca de nuevo con su realidad e intenta la huida.
El salvaje se encuentra así, permanentemente, en el alfa y el omega de la historia. Como arquetipo ideal de los orígenes perdidos o como arquetipo ideal del porvenir dorado. Pero en medio se encuentra -como nos lo dice claramente Swift en su feroz sátira de la naturaleza humana- la miseria del hombre civilizado que no puede escapar de su jaula. Ni la sabiduría ni la ciencia sirven para salir de ella. Ni siquiera la consolación de la religión puede lograrlo pues el recuerdo del pecado original de Adán expulsado del Paraíso se cierne como una maldición que agobia a todos los hombres. ¿Qué queda entonces de esa reflexión milenaria sobre el hombre salvaje? La respuesta que da Bartra, a la vez irónica y desencantada, es reconocer que ``los otros somos nosotros mismos''. Y con ello hace eco de un autor con quien acaso todos estemos en deuda, pues en unos cuantos versos liquidó la metafísica cristiana y la nostalgia del hombre salvaje, al libro del Génesis y a Jean-Jacques Rousseau. En su poema El Mundano (1736), Voltaire escribió:
Querido Adán, glotón, mi buen padre,
¿Qué hacías en los jardines del Edén?
¿Trabajabas para este estúpido género humano?
¿Acariciabas a Eva, mi madre?
Confesad que teníais los dos
Las uñas largas, un poco negras y mugrientas,
La cabellera un poco desordenada,
La tez morena, la piel oscura y curtida,
Sin limpieza, el amor más feliz
No es ya amor, es una necesidad vergonzosa.
Cansados pronto de su bella aventura,
Bajo una encina cenan galantemente
con agua, mijo y bellotas;
Hecha la comida, duermen en el suelo:
Este es el estado de pura naturaleza.
Si toda obra histórica debe ser una reflexión sobre el presente, la obra de Roger Bartra cumple plenamente su cometido. Ahora sabemos que son tan banales los sentimientos nostálgicos del paraíso perdido como las búsquedas interminables del cielo prometido. Y Bartra mismo, como Voltaire hace 250 años, podría haber terminado su libro con este verso: ``El paraíso terrenal está donde yo estoy.''