La Jornada Semanal, 3 de agosto de 1997
El físico Luis Estrada estudió en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y regresó para iniciar una labor pionera en México: la divulgación científica. Dirigió la revista Física, posteriormente rebautizada como Naturaleza. Por su parte, los poetas Alicia García Bergua y Carlos López Beltrán se han especializado en divulgación científica y colaboraron con Estrada en Naturaleza y en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia de la UNAM.
Ciencia y sociedad. Los saberes científicos y técnicos determinan cada vez más nuestras vidas. La mayoría de nosotros no podemos ya vivir sin luz eléctrica ni antibióticos. Pronto estaremos ligados íntimamente a las computadoras, a los satélites y a un puñado de nuevos fármacos. Para muchos estas son cosas que simplemente pasan. No suele parecernos importante (o posible) percibir los hilos de causas y efectos que nos envuelven y transforman. Ni urge al parecer que haya claridad sobre la forma en que se producen y articulan los saberes responsables de todo eso. La ciencia, parece pensarse, está bien en poder de los científicos. Ante los discos compactos o las píldoras para la migraña se tiene la misma actitud que ante el horóscopo: si ayuda en algo, venga.
Sabemos de sobra que los avances científicos y técnicos no ahuyentan del todo los espantos. Aún dejando de lado los escándalos de la desigualdad y la miseria, hemos visto una y otra vez cómo el progreso acarrea pérdidas y problemas imprevisibles, que la investigación científica ayuda a enfrentar, sin garantizar soluciones siempre. La preocupación por el cáncer se eclipsa ante otros miedos. Nuestros días se nublan por el sida, el aumento inusitado del mal del de Alzheimer, y desastres ecológicos de diversas magnitudes. Las enfermedades de la irracionalidad tampoco dejan de brotar en todo sitio. A las inquietudes originadas por la sobreplobación mundial se añaden, cada vez más frecuentemente, las derivadas de los conflictos étnicos. ¿Es eso progreso? No está claro que lo sea. Pero lo que sí está claro es que, a pesar de la opinión de unos pocos, la mayoría de los habitantes de este planeta aprecia lo que las ciencias y las técnicas modernas hacen por ellos, y no estarían dispuestos a dar marcha atrás. Hay muchas cosas perfectibles en las relaciones que tenemos con el conocimiento científico y sus aplicaciones. Como ciudadanos de sociedades democráticas (o casi), una responsabilidad que cada vez nos tocará asumir con mayor seriedad es la de entender y juzgar a las ciencias y sus vínculos con nuestra calidad de vida. Eso no lo podremos hacer si no establecemos y reforzamos lo que no podemos sino llamar una verdadera cultura científica, es decir, un ambiente de comprensión, de crítica informada, en el que no resulte esotérico estudiar, leer, platicar, interesarse por la ciencia.
Sin duda, al hombre y a la mujer de la calle les parece normal que cada tanto surjan nuevos inventos, mejores autos, aviones, medicinas. ¿Pero les interesa saber por qué y cómo? ¿Saben acaso evaluar los riesgos y los costos? ¿Les interesa saber sobre los saberes puestos en juego en todo ello? El hueco que nos obliga a decir no ante estas preguntas es la ausencia de un mínimo de cultura científica. Ahora bien, si eliminamos la superficie de la indiferencia, encontramos en seguida un mar de confusión. Detrás de la débil retórica, que cada tanto escuchamos con huecas y calcadas palabras, de que el desarrollo científico es crucial para el futuro, no hay pensamiento real. Se trata por otro lado de una situación que urge cambiar pues, a estas alturas, como sociedad, no podemos ni debemos evitar ciertas preguntas simples. ¿Qué queremos de nuestra ciencia? ¿Los logros científicos y los desarrollos técnicos son siempre benéficos? ¿En el marco general de sus intereses reales, qué prioridad tienen los diferentes proyectos de investigación para las distintas sociedades? ¿El costo de la ciencia es siempre y en todo lugar una buena inversión? ¿Es ético gastar en supercomputadoras o en aceleradores de partículas cuando no alcanzan las vacunas ni la comida? ¿En qué campos de la ciencia nos estamos distinguiendo y por qué? ¿Qué tan nuestro es el Premio Nobel otorgado a Mario Molina? Y finalmente ¿quién debe (y quién no) participar en las deliberaciones para contestar todo esto?
Estas preguntas se tornan más significativas cuando se trata de un país periférico y dependiente como el nuestro. Sabemos bien que en México se invierte poco en apoyo a la ciencia; mas ese poco puede ser demasiado si no sabemos qué ganamos gastándolo. Este asunto tiene especial interés público ya que, como bien sabemos, la mayor parte del apoyo económico proviene del Estado.
Educación y ciencia. Por más que algunos se empeñen en ignorarlo, es una verdad de Pero Grullo que ninguna ciencia, ninguna comunidad, ninguna práctica científica va a ser mejor que la comunidad más amplia en la que está inmersa. Sólo donde haya educación y culturas científicas habrá provecho y sentido para la actividad científica. La educación científica es anterior, no posterior al éxito de la ciencia.
Resulta inevitable recordar que la ciencia es conocimiento. Conocimiento que además de ser intelectualmente formativo nos da capacidades muy diversas. Gracias a la ciencia sabemos cada día más acerca del mundo en que vivimos y el lugar que en él ocupamos. El conocimiento científico nos ha permitido una mejor adaptación al medio natural y nos está capacitando para aprovecharlo mejor. Aunque pocos dudan que el conocimiento es un gran valor humano, la situación actual de nuestro país muestra claramente que es muy fácil olvidarlo. Todo hace parecer que queremos científicos que brillen en el extranjero y no nos preocupa aprovechar el valor de sus conocimientos. Eso lo vemos con nitidez en la educación a todos los niveles. Conocemos bien lo lamentable de la educación en nuestro país. Hace tiempo que la formación del magisterio y los programas de estudio son anacrónicos, especialmente en lo que se refiere a la ciencia.
Para precisar el lugar de la ciencia en la educación conviene hablar de la cultura científica, con lo cual debemos entender algo similar a lo que significa la cultura cívica, la cultura artística y otras ``culturas'' del hombre actual. Es evidente que la cultura científica, como otros asuntos educativos, tiene sus raíces en la escuela, aunque también es claro que no es ésta la única fuente del conocimiento científico. En estos momentos, dada la especialización y el acelerado crecimiento de la ciencia, las escuelas no pueden formar solas la cultura científica que necesita el ciudadano actual. Es indispensable reforzar y complementar su labor, para lo cual deberíamos pedir ayuda a nuestros científicos, avivando su responsabilidad social. Aunque para algunos pareciera una degradación, deberíamos convertir a muchos de ellos, al menos por una buena temporada, en maestros. Es claro que esta conversión debería hacerse en forma ambiciosa, pues el problema a resolver no es de especialistas sino de formación humana. Debemos recordar, tanto a los científicos como a las autoridades educativas, que necesitamos maestros de ciencias (no necesariamente en ciencias), maestros de maestros de ciencias, investigadores de la educación en ciencias y de la cultura científica.
Pero no basta con ello: obvia y crucialmente en una sociedad inundada por los medios de comunicación tecnológicos, se requiere también de muchos y excelentes divulgadores de la ciencia que tengan acceso a esos medios.
Cultura científica y divulgación. A la divulgación de la ciencia, o a la comunicación de su conocimiento por medios no escolares, le toca una parte crucial en la formación de una cultura científica. Para el que se enfrenta a la genuina divulgación de la ciencia, no sólo se trata de estar enterado de los avances de la investigación científica sino también de comprender el significado de lo que ocurre: de dónde viene, a dónde quiere ir, qué consecuencias podría tener. La divulgación de la ciencia apunta a capacitarnos para descubrir nuevas facetas del mundo natural y técnico que habitamos, y para relacionar constructivamente las perspectivas de las distintas disciplinas científicas. En síntesis, la divulgación de la ciencia debe insertarnos en el esfuerzo que la humanidad ha multiplicado durante este siglo para lograr un conocimiento objetivo del Universo, y hacernos conscientes de que ese conocimiento no nos excluye. Nuestra voz inteligente y nuestro voto razonado debe encontrar un lugar en el espacio de la ciencia. La divulgación de la ciencia es un requisito sin el cual eso nunca será posible.
La divulgación de la ciencia, como otras disciplinas modernas, es una labor especializada que debe desarrollarse. Hay que fundar y consolidar tradiciones propias de producción y consumo en torno a ella. En los países más desarrollados esto se ha hecho desde el siglo pasado, y de un modo a veces espectacular en este siglo. En México también se ha hecho buena divulgación, sobre todo en las últimas décadas. En particular, la UNAM ha apoyado varios esfuerzos; el más destacado de ellos es la fundación, en 1980, del Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC). Entre las funciones que ha desempeñado el CUCC sobresale el diseño de actividades de comunicación de la ciencia adecuadas a nuestro medio. Esto no hubiera podido llevarse a cabo sin una continua y profesional investigación en la comunicación de la ciencia (sus lenguajes, sus medios, su eficacia). La formación de personal especializado de primer nivel fue por tanto una prioridad del CUCC, y en los años iniciales de su actividad esto logró hacerse con éxito palpable. Las revistas, exposiciones y otras actividades que se organizaban para diversos públicos, aunque en pequeña escala, comenzaron a mostrar un nivel muy encomiable. Como sucede con frecuencia en nuestro país con empresas novedosas, el desarrollo del CUCC tuvo durante años un carácter marginal. Hace ocho años, su actividad sufrió un giro dramático al ser reorientada por un proyecto del rector Sarukhán: la construcción y manejo de Universum, el museo de ciencias de la UNAM. Un efecto colateral fue que, debido a la magnitud de la empresa, la urgencia de su inauguración y lo agobiante de su manejo diario, las funciones más importantes del CUCC (investigación, formación de creadores-divulgadores) se vieron eclipsadas. Esto, para decirlo sobriamente, es muy lamentable, pues no sólo Universum, ni sólo la UNAM, sino el país entero requiere de actividad creativa de investigación en torno a la divulgación científica. Sólo con ella podremos evitar caer en el vicio común del mimo, que copia, hace covers de lo que en Estados Unidos se produce. Sería un retroceso grave que la UNAM no retomara el proyecto del CUCC y continuara apoyando las incipientes pero reales tradiciones de la divulgación científica en México.
Quienes estuvimos comprometidos con las labores iniciales del CUCC fuimos tomando conciencia de lo importante e inaplazable que es para un país generar su propia cultura científica, su manera de apropiarse del conocimiento científico. La cultura científica, hay que repetirlo, es indispensable en la educación a todos los niveles, y en otros ambientes donde se difunden las artes y las humanidades, pues para construir una ciencia propia se necesita que la ciencia se discuta, se difunda y se viva en todos los ámbitos y espacios disponibles.
Cómo robustecer una tradición. Al igual que con otras cuestiones relacionadas con las artes y las humanidades, no hay una ecuación simple entre gastar dinero y divulgar la ciencia de manera eficiente. Los criterios cuantitativos conducen al derroche, a la burocratización o a la indiferencia respecto a lo bueno, lo malo, lo eficaz o lo ineficaz. La mejor inversión está en la integración de grupos creativos de divulgadores capaces de responder a problemas locales y concretos. Grupos que trabajen en museos, casas de la ciencia, revistas, radio, televisión, Internet, parques o plazas públicos. Grupos dispersos por todo el país, eficazmente intercomunicados y aprendiendo unos de otros. Tal era el proyecto del CUCC que hoy vemos arrumbado.
Importar ideas, aparatos o modelos de divulgación, como se ha venido haciendo, resulta casi siempre ineficaz. Una razón es que los públicos que reciben la divulgación son muy diferentes y heterogéneos. Así, la buena divulgación de la ciencia en cada lugar, pese a transmitir o cuestionar a menudo los mismos conocimientos, lleva impreso también su carácter local. Cada público, cada tradición cultural y cada idioma tienen matices y formas peculiares de percibir e interactuar con el entorno, que pueden y deben considerarse a la hora de construir puentes de comunicación. A menudo, sin embargo, los recursos se derrochan en copiar y calcar.
El peor derroche, sin embargo, es el de personas formadas para este fin. Una y otra vez ha ocurrido que se forman grupos de personas con el talento, la experiencia y la imaginación necesarios para divulgar la ciencia en nuestro contexto, y con los cambios políticos se pierden los apoyos -que son mucho menos cuantiosos que los necesarios para otras actividades-, y hay desánimo, dispersión y abandono de las tareas.
Muchos políticos y científicos tiene una falsa idea de la divulgación científica: ponerle delante una cámara y un micrófono al especialista para que nos comunique de inmediato su saber. Esta simpleza no siempre cae por su propio peso y es muy dañina, pues evita que se cumpla con la tarea de ampliar los espacios en los que esta actividad, la divulgación científica, pueda llevarse a cabo.
Otro requisito para que la divulgación de la ciencia resultara efectiva sería el de que no constituyera un pasatiempo marginal para los divulgadores ni un simple agregado curricular para los científicos. La comunicación de la ciencia requiere resolver cuestiones concretas en cada uno de los lugares en los que se desarrolla; se requieren trabajos específicos para asesorar a los maestros de primaria, secundaria o preparatoria en alguno de los temas que enseñen; para editar publicaciones científicas; para escribir el guión de una exposición o diseñar sus imágenes; para diseñar talleres; para hacer un programa de radio o de televisión sobre algún tema científico, o simplemente para dar una charla sobre algún tema.
Se dice a veces, pero nunca lo suficiente, que la ciencia no es monolítica, ni constituye un sólo método o una sola forma de pensar; es sobre todo la búsqueda, por diversos caminos, de conocimiento sobre el mundo natural, sobre nosotros y nuestro entorno físico. Se trata, claro, de conocimiento útil, o hermoso, o intrigante, o inquietante, o efímero y cambiante, o todo eso a la vez. Pero si algo proporciona la cultura científica, más allá de ese conocimiento, es una herramienta crítica de pensamiento. Es por ello de primera necesidad en una sociedad plural y democrática poner esta herramienta al alcance de todas las personas, aunque no vayan a ser científicos. Una parte indispensable de esta tarea le corresponde a los divulgadores de la ciencia. No obstante, ni siquiera nos acercamos a que haya en México un número decente de divulgadores serios y bien formados. ¿Qué se está haciendo al respecto? Creemos que demasiado poco, y cada vez menos. Hoy día, existen muchos jóvenes que podrían estar formándose como divulgadores. Talentosos estudiantes de ciencias o de comunicación que ven en la expresión pública del pensamiento científico una vocación atractiva y útil. ¿Qué es lo que vamos a hacer por ellos, es decir, por todos nosotros?