Primero el sol resplandecía orgulloso en la majestad del coso; después los novillos de Xajay, enrazados, bravos con los caballos débiles de patas, torearon a los novilleros, exhibiéndolos en su falta de recursos. En la misma forma que la lluvia acabó con el sol y la plaza se disfrazó de nubes negras, tan negras como el futuro de la fiesta brava. De un gris blanquecino se amontonaban y cual tinta desleída jugaban a deshacerse, y al escurrir, acariciaban los rostros de los aficionados, que hicieron una buena entrada.
Las nubes resueltas soltaron gruesos goterones y pequeños granizos que reblandecían el ruedo y se derretían en rápidos y oblicuos hilos de agua que acababan por descomponer a los llamados ``ases'' de la novillería en su impericia. Agujas marineras en el océano confuso de la plaza que, según el transcurrir de la novillada, se nos ofrecían en diferentes expresiones de líneas impensadas, hasta terminar con el triunfo apoteósico, después de once toros y cuatro horas y media de duración, del niño torero El Juli, que con temple aterciopelado dibujó pases que eran esculturas.
Mágica plaza donde el espíritu torero halla su centro de gravedad y percibe distintamente el latido del tiempo, como sucedió con el enlace de El Juli con el público. En los diez toros anteriores un silencio sagrado se había apoderado de los aficionados, en espera del triunfo de un torero como necesidad imperiosa. Una necesidad de aclamar como forma de descargar una pena interior que llevan los mexicanos muy adentro. A la mente del cronista le llegaban los versos de Octavio Paz: ``Oyeme como quien oye llover, ni atenta, ni distraída, pasos leves, llovizna...''. Agua que era aire, aire que era tiempo, día que no acababa de irse, a sabiendas de que vería bordar pases de milagrería al niño torero. La lluvia, martinete ronco que parecía irse sin ver torear, regresó, si no para ver torear, sí, para ver la lentitud en el torear de El Juli, que aprendió en su estancia en nuestro país el ritmo lento y acompasado de nuestra manera de ser.
La magia del ``óyeme'' y acércate para oírme, ritmo que busca la palabra integradora y rastrea el origen y permite se tornen en legión los sentimientos toreros en conmoción. Esos que traspasan las percepciones y se vuelven arte creador por la emoción que despiertan en los aficionados, debido a la entrega de este niño que tiene un valor que no tienen los adultos y evoca recuerdos e integra imágenes en gran melodía, como la lluvia que toca sin tocar.
La novillada vuelta pachanga o capea pueblerina, sin orden ni concierto, no terminaba nunca. Los novilleros no podían con los novillos de Xajay, que sin fuerzas sacaban su jiribilla. Hasta que, novillo tras novillo, salió el novillo de la ilusión, el novillo de caramelo, el bombón con el que sueñan los toreros, y el niño torero se hizo uno con él, y sus pases eran ritmo desdibujado, cada vez más suaves, más débiles, más lejanos, en desmadejamiento convaleciente hasta volverse imperceptible uno del otro. De todos modos, el novillo estuvo por encima del novillero, que daba muchos pasos entre pase y pase, lo que hablaba de la falta de manda. Pero de todos modos, un público que quería anhelantemente el triunfo del toro sobre el torero, indultó unánimemente al novillo y, enloquecido, sacó a hombros al niño torero, a los gritos consagradores de ¡torero, torero!