Que el PRI debe cambiar, no hay duda. Ninguna organización social debe permanecer estática, menos aún cuando el escenario --la mutación profunda de la vida política, la nueva correlación de fuerzas, el influjo democrático-- constituye una oportunidad única para acompasar al partido al nuevo tiempo mexicano.
El cambio que requiere el PRI tiene que ser serio y a fondo. No es tiempo de simulaciones, de cambios cosméticos o de retoque, ni para el regreso a prácticas que sirvieron en otras épocas, pero que hoy significarían la restauración de usos que deben quedarse en el pasado. Los cambios que tendrá que experimentar el partido deberán mirar hacia adelante, conducir a un fortalecimiento democrático para alcanzar la justicia social.
El partido que estamos construyendo desde nuestros espacios y trincheras muchos militantes en este fin de época, es un partido incluyente que mira más allá de sus fronteras tradicionales, autocrítico (lo que no implica autodenigración), con procesos democráticos de selección de candidatos y dirigentes, dispuesto al debate, proactivo, con sentido de identidad y una militancia con mística partidaria, orgullosa de su pertenencia. Es una opción digna para la participación política de los ciudadanos.
Debe ser un partido que sepa hacer la lectura correcta de su tiempo y asuma una visión estratégica. Con un énfasis ciudadano y territorial porque ejerce la afiliación individual; próximo a sus cuadros y militantes y a sus organizaciones, promotor de liderazgos modernos y representativos.
El partido con el que estamos comprometidos debe mantener con los gobiernos priístas --federal, estatales y municipales-- un apoyo crítico que no sea subordinación, sino exigencia de respeto mutuo. Mantener un seguimiento puntual del ejercicio del poder para verificar la congruencia entre la oferta programática (nuestra plataforma) que los llevó al poder y la práctica gubernamental.
Se trata de un partido que reclama honestidad, ética y valores en el ejercicio de la función pública. La legitimidad de los gobernantes no sólo se obtiene en procesos electorales equitativos e incuestionables, sino también por el desempeño honesto y eficaz de los servidores públicos. Debe ser un partido donde la corrupción no tenga cabida, se detecte a tiempo, se denuncie, se combata.
Un partido que entienda a los otros partidos como adversarios, no como enemigos; que compita con ellos, que no se amedrente ni se eche para atrás al demostrar que puede ser la mejor opción, con la mejor oferta al abanderar las causas más justas; que reconozca la compleja dinámica social y tienda puentes con instituciones, grupos y personalidades; que acerque y construya redes en la sociedad, especialmente con las mujeres y los jóvenes.
Debe ser un partido que defina claramente su perfil ideológico: el compromiso democrático y el acento social; que conduzca, canalice y contribuya a la gobernabilidad democrática; que reconozca las peculiaridades de las regiones e impulse transformaciones que reconozcan esas condiciones específicas y, por ello, los tiempos y ritmos del cambio.
El PRI existe. Tiene raíces y presencia nacional que no alcanza ningún otro partido y debe preservar su organización, estructura, convocatoria y cohesión nacionales, para superar los desequilibrios del regionalismo desigual y no quedar a merced de cacicazgos. Pero deberá mostrar con hechos --como lo ha hecho varias veces en su historia-- que está dispuesto a ponerse al día, a transitar hacia prácticas políticas signadas por la democracia, la honestidad y la ética, lo que implica revisar todo: estructura, doctrina, reglas internas, usos políticos.
En la próxima legislatura del Congreso de la Unión, las fracciones priístas tomaremos la iniciativa, llevaremos a la agenda las prioridades de la sociedad --empleo, seguridad pública, vivienda, servicios públicos-- y promoveremos leyes y políticas públicas orientadas a mejorar la calidad de vida del pueblo. Ese y no otro es el compromiso esencial del PRI, del partido que queremos. Así rescataremos el amplísimo respaldo popular.