Para hacer habitable el nuevo espacio institucional es necesario que los principales actores muden sus prácticas y le den un enfoque distinto a su mirada. Por principio de cuentas tendrán que empacar la lógica confrontacionista de las campañas políticas y desempacar de algún lado la lógica del cogobierno, la colaboración. Ya no se puede hablar de oposición en sentido estricto cuando se comparten muchas de las decisiones de gobierno.
Y el problema no es sencillo; cotidianamente vemos cómo se distorsiona la interpretación del mandato de las urnas. Es tan erróneo pensar que el rumbo económico no variará un ápice su trayectoria, como plantear que se puede alterar radicalmente el modelo económico, porque lo que los electores dijeron no fue ni lo uno ni lo otro. Lo que se dijo el 6 de julio fue que era necesario y deseable una nueva composición de fuerzas, más equilibrada, otorgándole más responsabilidades a los partidos minoritarios y restándole fuerza a la mayoría. Eso supone que las nuevas decisiones se tienen que tomar haciéndose cargo de esos nuevos equilibrios. Ni más, ni menos.
En ese sentido la declaración presidencial en Monterrey parece un tanto desubicada. Es un error pensar que la agenda legislativa habrá de desahogarse al viejo estilo y que por tanto no habrá variaciones entre lo que el Ejecutivo somete a la consideración del Legislativo y lo que este poder finalmente aprueba. Pero también habría desubicación si se piensa que desde el Poder Legislativo de hoy se pueden sentar las bases para instrumentar un esquema de desarrollo económico radicalmente distinto del que conocemos. El dilema no parece sencillo, cargamos con una tradición en la que los partidos de oposición fincaban su hacer político en las consignas, habitaban únicamente el reino de los principios. Ahora los partidos, todos, tendrán que fundar su fuerza y viabilidad en el terreno de las políticas.
El Legislativo ciertamente no había sido el espacio para concertar, de manera plural y responsable, la confección y diseño de las políticas públicas. Ese espacio por fin se abrió y con él la oportunidad de que los actores políticos compartan diagnósticos y visiones en un nivel de concreción tal que terminen por acercar de manera natural sus posturas. No es lo mismo la arenga de los principios que el diseño de las soluciones. Con las consignas no se gobierna, con la elaboración compartida de políticas públicas algo se avanza. Por supuesto, no se trata de llevar la colaboración al mimetismo, pero tampoco de llevar el ejercicio de gobierno a la irresponsabilidad. Urgen espacios que inyecten racionalidad y pragmatismo al debate entre partidos. Hasta ahora el Ejecutivo no ha cumplido ese papel. Los actores parecen poco equipados para hacerse cargo de la nueva realidad.
Es obvio, por ejemplo, que lo más normal que podría ocurrir en el nuevo Legislativo es que asistiéramos a coaliciones tema por tema, y que un día viéramos votar juntos al PRI y al PAN, otro al PAN y al PRD, pero también al PRI y al PRD. Pero para ello los partidos debieran superar los estigmas con que se refieren entre ellos históricamente, estar dispuestos a compartir los costos políticos, y acentuar aquellos espacios de acercamiento posible entre las plataformas de todos ellos. No siempre habrá consenso, pero tampoco sería sano que se impusiera una lógica de bloques (todos y siempre contra el PRI, el PAN o el PRD). Insisto, lo normal serían coaliciones fluidas que recogieran las convergencias y divergencias naturales de los tres partidos más significativos y las pusieran en juego en las votaciones. Para ello hace falta pragmatismo. Ojalá emerja; de otra suerte en el 2000 podremos oír las voces que clamen por la restauración de una democracia simplificada en que regresen las mayorías absolutas.