Aquella tarde no pasó nada. Apenas cientos de automóviles que llenaban de humo las calles y la turbiedad de sus ¿palabras? que hacían divertido el silencio inexistente lleno de pianos callados e infantes mentirosos. --¿Le gustó? --preguntó el otro. Nada dijo, preguntaba la hora y nadie la decía, posiblemente la tarde.
Los pianos inundaron el café con tres teclas incendiadas, la jaula pidió agua y los tejados ausentes preguntaron por la plática disuelta en cierta ocasión ya olvidada.
El 20 de octubre de 1874 arribó al Puerto del Arbol una embarcación repleta de libros, folletos, documentos fehacientes acerca de la sumisión de los esclavos. A los tres días se publicó el decreto: ``Pueden leerse''.
Decía que aquella tarde no pasó nada, bueno, una mosca. Y luego unos mosquitos. Era grande el escenario, era vasto el barrio y habían muchos parlantes extraños en mi mesa.
Estorbaban obviamente, pero ni modo, el clima de Tuxtla era proclive a todo tipo de insectos que --curioso-- inmediatamente se percataban de que uno había llegado de tierra fría (San Cristóbal) y entonces agresivos, los primeros días tenaces. Despúes acostumbrados, un café, un cigarrillo Delicados y ahora sí como si nada, no se acercaban.
Parecía un fantasma el sujeto aquella tarde. Saludando a nadie y brindando con alguien y pensando en ciertas cosas. Qué te importa.
Felices brindaban y fumaban leyendo los letreros de gas neón (signos evidentes de la gran urbe por las calles provincianas).
Compré un estuche, una cajita de clips, tres colores, diez cigarros (sueltos) y tabaco.
No tenía pipa, pero muchos libros, discos, cuadernos, tiempo libre y sueños.
En realidad no tenía lana, pero sí imaginación. Ya en ese plan, no me aburría.
A veces.