Si el Juli escribiera las memorias de sus trazos en el ruedo de la Plaza México el domingo pasado, se tendría un estudio acabado de éxito adulto en un niño. Es decir, del hombre sin máscaras. El escrito de un niño observador e imparcial que saborea el triunfo en la vida y a su corta edad también las ingratitudes; la vanidad de las cosas y el valor de la ingenuidad.
Cuántas cosas nos podría referir a cerca del espíritu reconcentrado en cuya esencia está la reminiscencia de lo infinito. El Juli, pudiera, tal vez, antes de crecer y de formar sus emociones, revelarnos el eterno misterio. El juego infantil de los globos y los papalotes que él desplaza a los capotes y muletas. El aficionado comprensivo intuitivo le impidió que matara al torito de juguete con el que se divertía.
Seguro El Juli estaba feliz como todos los niños, pues además de jugar al toro, era vitoreado apoteósicamente, cuando el aire le ondeaba la tela de sus capotes y muletas que flotaban sobre la costra del ruedo hacia el cielo encapotado y oscuro, de donde, quizá, procede el espíritu de los niños, algo que nos recuerda nuestra condición de inmortales y nuestra tendencia irresistible a sondear el espacio inconmensurable.
Por todo ello triunfó El Juli --el niño-torero--, entre más que por su toreo, que dista aún mucho de serlo, por el viaje majestuoso y triunfador a las capas superiores del aire a las que dejaba escapar la muleta encantado de verla subir y bajar bien sujeta, pues una vez suelta no vuelve. Además El Juli aún no entiende de símbolos. El juega a morirse de verdad, no de mentiras. El símbolo acaba por usurpar su ligar a lo representado. El capote, la muleta son la razón misma que triunfa por sí sola y a la cual le sobran después las letras y las palabras. El niño sabe que las fuerzas se pueden desenvolver y transformarse al giro de su cuerpo sobre un eje, en plena carrera. Por tanto no se queda quieto nunca totalmente, su infancia lo lleva a moverse, después de agitar la muletilla deslumbrado por las vueltas vertiginosas.
Como en vueltas vertiginosas corretearon por el ruedo los novillos de Javier Garfias la tarde de ayer, sin encontrar una muleta sobre la cual girar. Los novillos enrasados, bravos con los caballos --con excepción del tercero, abierto de pezuñas y propio para capea pueblerina--, desdibujaron a los ases de la novillería que tantas esperanzas generaron en la afición para enfrentar a los ases españoles. Uno de ellos, José Rubén Arroyo, además se llevó una cornada. Al salir del Coso, sólo el recuerdo de los vinillos de la Rioja y la plática con sabor dulce a miel con don Agustín Alonso, colega en Logroño, encargado con otros patriotas de esconder la estatua de su libertad bajo las uvas durante la dictadura franquista. ¡Qué bien resbalan los rojillos de la Rioja! Salud.