Los recientes operativos policiacos llevados a cabo por la Secretaría de Seguridad Pública en diferentes delegaciones del Distrito Federal, han provocado reacciones encontradas entre la población. Para unos, temor de que excedan sus límites: que se violen derechos humanos, que se afecte a personas inocentes... Para otros, aprobación a acciones ``acertadas'', aunque tardías, para frenar el alarmante incremento en los índices delictivos en la ciudad, que no es sino la expresión concentrada de la inseguridad pública que experimentan casi todas las poblaciones del país.
Algunos analistas señalan que en la ciudad de México existen, al menos, cien colonias altamente peligrosas, en las que no se atreven a circular despúes de las diez de la noche, pues se exponen a asaltos, secuestros e, incluso, homicidios.
De acuerdo con algunas estadísticas, el índice de criminalidad capitalina creció, entre 1930 y 1993, en un 3 por ciento anual. Sin embargo, de 1993 a 1996 lo hizo en 21 por ciento. En ese mismo periodo, los actos de delincuencia denunciados se multiplicaron en 80 por ciento en el Distrito Federal y en 92 por ciento en el interior del país. Los especialistas afirman que de los actos denunciados apenas un 10 por ciento obtuvo algún tipo de castigo.
Sacude la frialdad de los datos. Los mexicanos --sobre todo los que nacieron en las tres últimas décadas--, han vivido en un país en donde la criminalidad y los actos de violencia van ganando terreno día con día, sin que la autoridad pueda controlar, ya no digamos reducir, este problema. Lo peor es que este tipo de acciones va asumiendo un carácter cotidiano. La gente empieza a considerarlo ``normal'' y va aprendiendo a enfrentar, con los menores costos posibles, estas agresiones a su patrimonio, a su integridad física, a su dignidad.
En las grandes ciudades, como la nuestra, los valores éticos se van desdibujando y no acertamos a encontrar, juntos, soluciones de fondo. No podemos admitir que el rompimiento constante del orden social sea visto como algo con lo que tenemos que aprender a convivir.
Los diferentes tipos de violencia a los que nos encontramos expuestos, desde la violencia intrafamiliar, pasando por la que ocurre en la calle (asaltos, secuestros, violaciones), los abusos de autoridades, el narcotráfico, etcétera, nos hablan de un fenómeno que están sufriendo las sociedades modernas: acompañar la experiencia de vida con el temor constante de ser alcanzados por la violencia.
Uno de los problemas del ambiente extendido de inseguridad pública, es que empieza a alentar la percepción de responderle con más violencia, incluso a costa de la legalidad (frenarla a como dé lugar). La tentación de terminar, de la forma que sea, con el desorden social amenaza establecer un círculo vicioso en el que todos perdemos.
Hoy, cuando la tolerancia y el respeto van ganando terreno en la construcción de un nuevo escenario social, importa insistir en el papel de la educación como la instancia privilegiada para enfrentar a priori la subcultura de la transgresión. Toca a la educación la responsabilidad de reforzar los valores éticos, humanitarios y cívicos de niños y jóvenes, para que en el futuro nuestra sociedad sea capaz de vivir en armonía.
La aplicación de la ley y de las sanciones que marca para conductas delictivas --sin triquiñuelas, son las salidas que, con frecuencia, la corrupción permite-- es elemento esencial para combatir la delincuencia. Desde luego que es posible para algunos levantar tapias, convertir casas, barrios y colonias en fortalezas o, para otros, incrementar la actitud vigilante, casi paranoica, de la sociedad en la casa, en la escuela, en la fábrica, en el metro, en la calle, para prevenir la comisión de delitos, pero no obstante ello, no acabaríamos con la violencia porque no la estaríamos atacando en sus orígenes, sino en sus efectos.
Que es necesario revisar y poner al día la legislación en materia de seguridad pública, no cabe duda. Sin embargo, no es suficiente. También es necesario replantear aquellos aspectos que constituyen insumos para la violencia: las condiciones socioeconómicas de la gran mayoría de la población, el manejo de la violencia en los medios de comunicación (prensa, televisión, radio y hasta internet).
Pero hay dos espacios mayores: la familia y la escuela. Esos son el laboratorio en donde se forma para la convivencia social, para la tolerancia... De allí el imperativo de reforzar la enseñanza de valores éticos, democráticos y cívicos. De ofrecer, en la casa y en el aula, una educación que, más allá de sus contenidos informativos, prepare para la convivencia social y para la democracia.