Hermann Bellinghausen
El año que sabía (V)

El campo para Raymundo: donde los pollos corren crudos; donde el agua no sale de la llave; donde no hay teléfonos en la esquina, ni esquinas; donde los zapatos se pierden en el lodo y el paisaje es una ensalada de lechuga.

Segundo sueño

-Estamos aquí sentados, o parecido, igual que orita y casi igual que siempre. Igual que siempre. Aquí platicando. Allí donde está el fogón viene a ponerse una lechuza. Le cae una luz nomás allí. Nosotros no salimos de la oscurana.

-¿Sueña lechuzas seguido, don Chío?

-Nunca.

-¿Y le da miedo?

-Al contrario, gusto. Esta lechuza es un pajarón, parado en tierra, como gallina picando grano. Tiene junto una lechucita recién desempollada.

-¿Gusto por qué?

-No se sabe. La luz que le cae me gusta, como que no viene de ninguna parte, de allí mismo.

-Pus ha de ser que está el fogón.

-No ha de ser. No es luz de fuego. No creas que no me acuerdo de la luz que ilumina, diferente de la luz que quema. Cuantimás lo sé de que cuando me vino el mal de la vista ya había focos y electricidad. Medio ciego que nací, luego empeoré. Lo que no conocíamos eran estufas.

-¿Será como dicen que soñar lechuzas es soñar la muerte?

-Mentira. Tú que eres tan pensativo, habías de saber que la lechuza es de los sabios y los abogados.

-Los abogados no son sabios, don Chío.

-No, pero son dueños de muchas cosas y pueden agarrar la lechuza para ellos, pero es más tuya, Jacinto. Si no, no estarías en ese sueño. Pero, chistoso, soy chamaquito en estar viendo contigo la lechuza. Y tenemos otro acompañante.

-¿Quién será?

-No se sabe. No lo veo. Y como no habla. Es uno que llegó contigo.

-¿A dónde?

-Al sueño, ¿qué no ves?

* * *

En el rebote del tope de Zacualpa se despierta Jacinto. Cada que uno despierta reconstruye entera su vida, se hace cargo otra vez. Dormidos damos todo por hecho, pero sin responsabilidad. Descubre en el asiento de al lado a Raymundo y se acuerda. De que trae un invitado inexplicable, si lo piensa bien. Lo poco que le conoce es que es un habilidoso y audaz carterista.

-Soñé que me contaban un sueño -dice.

Raymundo no hace sueños, pero le gustaría conocer el de Jacinto.

-Vas a encontrarte a don Chío, mi padrino ciego. El sueña mucho. Orita soñé uno de él, me lo contaba.

-¿Así eres siempre o te fumaste algo? -bromea Raymundo. Mal chiste, como se verá.

-Ya llegamos -cambia de tema Jacinto.

La plaza, a esas horas, está vacía.

* * *

Las drogas son un problema del pueblo. Bueno, no del pueblo, de los campesinos más pobres. A veces siembran mariguana, para unos hombres que llegan con armas y los obligan, pero les pagan bien si obedecen. Varios han ido a parar a la cárcel del estado. En las partes más escondidas plantan amapola y sacan la goma oculta en los bultos de sorgo. Un cultivo ajeno enmascarado en otro cultivo ajeno. Droga para la ciudad en el alimento de vacas que ni siquiera hay allí. De éste y otros asuntos entera Jacinto a su invitado mientras caminan hacia el ranchito.

-No por eso los militares y policías -le aclara Jacinto-. Están aquí por lo político, para combatir la subversión, según.

-¿Tienen guerrilleros? -respinga el urbano.

-No, pero a los policías no les interesa la verdad, nomás chingarnos, por indios.

-¿No hay guerrilla? -insiste Raymundo, más sorprendido de que no la haya.

-La sierra es muy grande, hay de todo; hay gente, dicen, pero aquí no vienen.

* * *

-¿Y qué es ser líder en tu pueblo?

-Es una chinga -responde Jacinto con un resoplido, después de saludar a una familia en su faena.

(La semana que viene: ya urge que aparezca Carmela.