Hace algunos años, uno de los creadores más interesantes y ``apolíticos'' de la literatura latinoamericana dejó enmudecido al entrevistador y a los lectores. Decía Adolfo Bioy Casares: ``¿Usted no cree que todos esos torturadores tienen un alma enorme? Se enternecen con sus hijos, quieren a su familia por encima de todas las cosas... ¿Por qué? Porque son románticos: se permiten cualquier cosa a ellos mismos y no aplican la misma vara con los demás. No quieren ser con los otros como quieren que sean con ellos. Yo creo que les ha de gustar mucho que los acaricien, que los mimen. Creo que los románticos son capaces de las peores cosas. Todos somos involuntariamente románticos, no hay duda, pero el esfuerzo por ser clásicos es el esfuerzo por ser justos, por no ser unos hijos de puta'' (Clarín, Buenos Aires, 5.2.84).
Desde el decenio pasado, la figura del torturador profesional, que responde a la forma extrema del arte de gobernar, concitó la atención de organismos de derechos humanos, políticos, luchadores sociales, psiquiatras y escritores. Del tema cuesta hablar porque revuelve el hígado y corroe el alma. Pero los torturadores cobran sueldo y están ahí. Eduardo Galeano nos dice: ``Si son enfermos los torturadores ¿qué decir del sistema que los hace necesarios? No son monstruos extraordinarios, sino funcionarios. No vamos a regalarle a un torturador la posibilidad de ser grande''.
En El nombre de la rosa, Umberto Eco le hace decir a uno de sus personajes, el ex inquisidor Guillermo de Baskerville: ``... descubrí que me faltó coraje para hurgar en las debilidades de los malvados, porque comprendí que son las mismas debilidades de los santos...'' Hasta aquí llegó la lectura. Cerré el libro con la sospecha de que el snobismo de filósofos y predicadores es inmortal.
``Nadie, absolutamente nadie sabe qué es la tortura'', me dijo una vieja amiga que sabía de qué hablaba en aquel organismo donde clasificábamos, psíquicamente exhaustos, los expedientes del dolor argentino: estas denuncias son graves, aquel montón corresponde a los moderadamente graves, las de aquí poco graves y las dadas de baja nada graves porque apenas fueron dos horas de tortura. ¡Estábamos transformándonos en burócratas! Sentí culpa. ``Velo de otro modo''. sugirió una terapeuta que estaba muy buena, contratada para la contención, y que por tanto sentíase llamada a mezclar el dúo Freud-Lacan con la melodía desafinada de Gardel y sus hijos. ``No es tu culpa'', dijo con ese no se qué único de las psicólogas de Buenos Aires. ``--¿Culpa? Yo hablo de culpa en tanto responsabilidad social. Esto nos degrada a todos''.
Los regímenes de la seguridad nacional y las dictaduras terroristas han pasado. Pero en las democracias constitucionales de América Latina, la tortura sigue siendo práctica semilegal encubierta con ese eufemismo que los puros llaman ``apremios ilícitos''. Los organismos de derechos humanos se encargan de recoger las denuncias cuando todas las instancias jurídicas han sido desahuciadas por la arbitrariedad y el despotismo. Hay que apoyarlos. Sin embargo, creo que la tortura no puede ser entendida como cultura del sufrimiento. Y menos cuando recae sobre los miles de infelices que roban un par de gallinas o protestan contra la injusticia, que ahora se llama ``inequidad''. El problema de la tortura exige ir más allá. La tortura es un problema político.