La Jornada jueves 14 de agosto de 1997

Rolando Cordera Campos
Julio se fue, quedó lo difícil

Cada día está más claro que México todavía tiene mucho que hacer para poner en orden su quehacer político. La secuela del gran salto del 6 de julio lo pone de manifiesto una y otra vez y, por si se nos olvida, ahí están los políticos con sus destempladas declaraciones para recordárnoslo.

Normalizar la casa, darle a la convivencia diaria un código democrático que produzca no sólo participación sino un concierto real, aparece hoy como una condición sin la cual la economía, la que sustenta la vida del hogar nacional, o se vuelve imposible o, en el menos malo de los casos, se torna en extremo difícil, tortuosa y sin horizontes de esperanza y ánimo. Quizá nos tardamos demasiado para dar aquel gran salto, quizá no estemos del todo listos para aprovecharlo, pero el hecho es que el daño que aqueja a la política como método para la coexistencia social pacífica es mayor, y no puede curarse sólo por la elección mejor hecha y recibida de nuestra historia.

Del festejo democrático tenemos que pasar a asumir que la dificultad democrática se instaló entre nosotros. Una de las primeras expresiones de esta dificultad, es el papel decisivo que han adquirido el carácter y la personalidad de los actores principales e individuales del drama político actual. Así será por un buen trecho, hasta que nuevas estructuras de poder y formas de exigencia ciudadana emerjan o se consoliden y le den al sistema político un perfil sólido, una dinámica consistente, de genuina participación democrática.

Participación social, de masas así como de pequeños grupos airados o descontentos, reclamantes o peticionarios, hay y habrá mucha, porque así lo manda la desarticulación económica y social que priva en México. Con todo y sus efectos disruptivos del orden público y su afectación cotidiana del tráfico urbano, es preferible que ocurra, a que lo único que se exprese sea el rumor soterrado de una colectividad acosada y rencorosa, como el león del que nos habló el poeta Paz después de la masacre del 2 de octubre. Pero aun si imaginamos a esta forma de participar como un vehículo recién afinado y ajustado, tendremos que admitir que este modo de expresión del carácter social es cada vez más insuficiente y corre el peligro de ser contraproducente.

Por eso es que lo que se requiere con urgencia y que hoy brilla por su ausencia, es una participación política ciudadana que le dé carne y hueso, tejido y músculo, a un orden democrático digno de tal denominación. No son la calle o el manifiesto, sino la prensa y el Congreso, la comunicación sistemática entre representantes y representados, la vida interna y externa de partidos debidamente constituidos, los elementos fundamentales de esta participación. Su culminación se da, cuando ello ocurre, en los foros locales donde la deliberación se troca en autogobierno, en decisión sobre recursos, en conocimiento extenso e intenso de la política y los políticos.

La ausencia de este proceso esencial se nota más mientras más se recuerda y se piensa en el 6 de julio. Mientras más se nos presenta y afirma como criatura casi única de aquel gran momento, el minúsculo ejército de dirigentes profesionales que se arrogan unas representaciones desproporcionadas e incurren sin más en las prácticas más indeseables de la interpretación desaforada del mandato popular, el mayoriteo, así sea todavía virtual, y la bravata ocurrente sin fin ni cauce, mucho menos freno y reflexión.

El emplazamiento lanzado al Presidente de la República y al PRI por las dirigencias opositoras de la Cámara de Diputados, no responde a esta necesidad de una participación política específica que le dé sentido y contenido a la democracia que estrenamos. Puede justificarse con tantos años de prepotencia y predominio priísta, e incluso reclamar el que se le reconozca una cierta racionalidad política al señalar lo urgente que es actualizar la vida interna, el gobierno y la práctica, del Congreso de la Unión. Pero el tono y el estilo, hasta en el más comedido de los modos usados, no hacen sino recordar la majadería ranchera que los priístas solían usar con singular desfachatez, tal vez para desquitarse con las minorías del diario abuso de poder a que los sometían sus jefes que nunca estaban en el Congreso, sino en los escritorios y los corredores del presidencialismo. Si todo eso se acaba, ¿por qué y para qué revivirlo, así sea a guisa de desplante triunfalista?