Olga Harmony
Dos reclusas en el Foro Stanistablas

La aparición de un nuevo foro teatral es siempre una buena noticia. Patricia Reyes Spíndola abre su Foro Stanistablas, pequeño y acogedor, como diseñado para teatro de cámara, con dos reposiciones de buen nivel de calidad, lo que demuestra un afán de acoger el buen teatro que no es el denominador común de muchos de estos espacios. Esperemos que, con el tiempo, Patricia pueda ofrecer estrenos igualmente profesionales (no cuento ahora el montaje de Los cuervos están de luto, de Hugo Argüelles bajo la dirección de Margarita Isabel, porque se hace con alumnos de la academia que la propia Reyes Spíndola dirige). El hecho es que, por una rara coincidencia, los dos reestrenos son monólogos, ambos tratan de dos escritoras reclusas, la una por ser monja profesa en el convento de la Concepción, la otra por una razón oscura que es parte de su leyenda. Si se deseara contrastar más, se podría hablar del relajamiento de costumbres de un convento católico en el siglo XVII, en Portugal, y la rigidez del puritanismo de la Nueva Inglaterra del siglo XIX. Así, la desmesura de la pasión se enfrenta al recatado temor a ella. No habría que especular más acerca de lo que es una coincidencia, pues ambos montajes son autónomos y hablan por sí mismos.

Emily, de William Luce, intenta ser una biografía de esa ``mujer sin biografía exterior'', como diría Agustí Bartra de Emily Dickinson y lo consigue a medias. Por un lado, el dramaturgo estadunidense se enfrenta al eterno problema del monólogo consistente en a quién se dirige el que habla; si en un principio Luce rompe la cuarta pared y hace que Emily se dirija directamente al público --lo que es un contrasentido respecto a este personaje en especial-- pronto la erige de nuevo y la Dickinson parece olvidar a los espectadores para reproducir, en un recurso ya muy gastado, momentos de su vida, a veces imitando a otros personajes. Todos sabemos que la poetisa, por alguna razón, durante 20 años se negó a salir de su casa, al grado de que los blancos vestidos que solía usar eran probados en el cuerpo de su hermana Lavinia; William Luce rehúye dar una interpretación imaginativa, aunque careciera de veracidad histórica, y se limita a reproducir las cartas de la autora intercalada con poemas.

Si los biógrafos de Emily plantean el dominio de un padre al que igualan con Mr. Barrett, la poetisa nos da una imagen maravillosa; en ocasión de una gloriosa alborada, el señor Dickinson tocó la campana de la parroquia para que salieran todos los habitantes del pueblo a verla. Un hombre capaz de hacer algo así resulta mucho más atrayente que su remilgosa y aburrida hija. Es verdad que se recitan poemas de la Dickinson, pero el público puede apreciar poco la innovación que esa poesía supuso en la literatura en inglés y que apenas en 1924 fue revalorada. Casi se podría decir que el inconvincente monólogo vale por la cuidada actuación de Emoé de la Parra --que encuentra en este personaje una tesitura que le va bien-- dirigida por Antonio Algarra.

Cartas de la monja portuguesa no intenta ser un monólogo ni narra la biografía de Mariana Alcanforado. En esta escenificación de Salvador Flores, la monja enclaustrada se dirige a su esquivo amante, el francés Noel Bouton de Chamilly, como si lo tuviera enfrente, diciéndole en todos los tonos de su arrebatada pasión las famosos lettres portugaises, con lo que elimina los escollos del receptor y logra el doble efecto de hacer subir a escena el más puro ejemplo del delirio de amor en la literatura y ofrecer una verdadera interpretación escénica de lo que ésta supone a través de la excelente actuación de Martha Verduzco. Todos los extremos de la pasión ante el abandono amoroso, incluso la negativa a conocer la verdad, las contradicciones de las sucesivas cartas, son transmitidos por la doliente, arrepentida, feroz Martha Verduzco quien se apodera de la desdicha de la monja y le da voz más de tres siglos después. Al excelente montaje sólo se le podría poner el pero de la funcional pero poco bella escenografía de Ricardo Rocha. Si en Emily, Arturo Nava sólo ambienta con algunos muebles, en Cartas... era necesario crear un espacio acorde con el trazo escénico, aunque la solución sea poco lograda; es un problema común a los pequeños foros, que en adelante se tendrá que resolver. Y como una coincidencia más que hermana a estas dos escenificaciones tan disímbolas, en ambas, el vestuario se debe a la eficacia de Carlos Roces.