Casi concluido el proceso electoral de julio de 1997, al cual sólo le faltan algunas decisiones del Tribunal Federal Electoral (Trife) que no tendrán consecuencias trascendentales, pues sólo serán el disfraz jurisdiccional de los comicios, podemos empezar a considerar con mesura y sin fantasías partidistas, las consecuencias del proceso ya prácticamente concluido.
Pese a diferentes valoraciones, nadie puede ignorar dos hechos: el despertar de la conciencia ciudadana y el incremento de los electores que votaron por candidatos de oposición, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y, que expresaron sus votos de condena y repulsa contra la política económica neoliberal y autocrática del gobierno actual, continuador fidelísimo de la política salinista que se caracterizó por su entreguismo a intereses extranjeros, por la corrupción ampliamente difundida, por un afán de pretender destrozar nuestra Constitución, los derechos humanos en ella consagrados, y por acabar con la política nacionalista y de contenido social que la inspiraba.
No cabe duda que para restaurar los principios esenciales de respeto al derecho y de justicia social, para reemprender el camino de un auténtico progreso colectivo, largo es el camino. Sin embargo, ha llegado el momento de iniciar la caminata.
Un resultado positivo de la jornada electoral es que contemos con un Congreso de la Unión que no esté sistemática y servilmente uncido al carro del Poder Ejecutivo o al partido oficial. Ya el PRI, por sí mismo, no controla la mayoría absoluta, y, además, la evidente fracturación de sus porciones, antes presupuestariamente unidas por efectos del poder presidencial omnímodo, nos hacen concebir la esperanza de que varias cuestiones fundamentales a las que habrán de enfrentarse la sociedad y la legislatura, que se instalará el 1o. de septiembre, tendrán que ser resueltas por mayorías legislativas que no obedezcan instrucciones presidenciales ni orientaciones partidistas, sino que atiendan a los intereses de la Nación y de los grupos mayoritarios de la población.
Muchos y graves problemas están sin solución, en parte por la equivocada política seudo liberal y entreguista y, en otra, por la manifiesta ineptitud de la actual élite gobernante. Múltiples son las cuestiones que el nuevo Congreso habrá de incluir en su agenda. La problemática pendiente llevará a la necesidad de integrar mayorías parlamentarias que con la participación de diversas corrientes tomen las decisiones.
Uno de los puntos más significativos que habrá de enfrentar la nueva legislatura, ya liberada del mayoriteo priísta, es cómo dictar las normas generales y obligatorias necesarias para que la sociedad reemprenda el sendero de la solución pacífica, justiciera y humanista que el gobierno neoliberal ha sido incapaz de hallar. Por desgracia, la cerrada negativa a aceptar la validez y obligatoriedad de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar y los agresivos conceptos expresados reiteradamente por Ernesto Zedillo, así como la sostenida agresión militar y el cerco inhumano contra los indígenas de Chiapas, demuestran que no está ni en la cabeza ni en el corazón ni en las manos de Zedillo ni en las decisiones de los integrantes ``duros de su régimen'' trazar una salida justa, digna y pacífica.
Ello lleva a la necesidad de que la legislatura federal, mediante una mayoría integrada para el caso concreto, expida una norma legislativa de alcance general y fuerza vinculante para que, partiendo de los Acuerdos de San Andrés, ya aprobados por las partes, reanude el diálogo para ejecutar lo ya resuelto y reanudar las discusiones pendientes.
Creo que nadie, ni el propio Zedillo, se atreverá a desconocer la obligatoriedad general de una norma legislativa proveniente del Congreso de la Unión actuando por mayoría.
El problema de Chiapas será el tema más propicio para lograr integrar una mayoría legislativa de la cual formen parte legisladores afiliados al PRD, PVE, PT, a una buena porción de legisladores priístas y hasta algunos más, de antigua militancia panista. Sólo quedarían fuera de esa mayoría, algunos conocidos ``duros'' del PRI, que mantienen su sumisa adhesión a Zedillo y algunos ultramontanos del PAN, que siguen postulando la cristiana tesis de que ``el mejor indio es el indio muerto''.
El planteamiento de la cuestión chiapaneca frente al Congreso de la Unión, como asunto primordial de la agenda, tendría un doble valor: abrir la posibilidad de una solución, que la tozudez gubernamental mantiene cerrada, y, al mismo tiempo, escudriñar el funcionamiento de un Poder Legislativo Federal que tenga sus propios objetivos para beneficio de la nación, aunque no coincidan con las corrupciones neoliberales y de ``progreso globalizador'' del gobierno zedillista, tan carente de sensibilidad política como de deseos de satisfacer a los inversionistas extranjeros y proteger a su antecesor, aún impune.
Ya sin una Cocopa, hoy casi difunta, y con un comisionado presidencial que para nada sirve, creo que una mayoría de votos del Congreso podría ser el único camino para dar plena validez obligatoria a los acuerdos de San Andrés, podría sentar las bases para reanudar las discusiones, podría legislar contra la persecución militar y, como consecuencia, nos convencería de que las elecciones del 6 de julio nos permitieron contar con un Poder Legislativo independiente de los caprichos e incomprensiones del sucesor y hoy protector de Carlos Salinas y de sus hordas, tan plenas de riquezas como de desprestigio, ya globalizado.
La decisión del Legislativo daría a la cuestión la magnitud nacional que ha alcanzado ya y empezará a otorgar credibilidad y respeto a la nueva legislatura federal.