Letra S, 7 de agosto de 1997


Editorial

A un año de iniciada Letra S, en La Jornada, nos corresponde, por exigencia de revisión autocrítica, un mínimo balance de lo emprendido. En este año hemos vivido el desenvolvimiento trágico de la enfermedad (más muertes, más infecciones, más golpes del moralismo rencoroso, más insuficiencia en la respuesta del sector público), y también se ha iniciado la esperanza con la aparición de los inhibidores de proteasa y el ``coctel'' antiviral, y la mayor comprensión de la enfermedad en muchos sectores. Hemos vivido también, como publicación, los límites impuestos por la distribución insuficiente en los sectores más interesados, y el no haber contribuido más vigorosamente a enfrentar las campañas del odio moraloide, la homofobia y los aspavientos de virgen profesional de la derecha.

En el balance estamos si no satisfechos, sí moderada y justamente contentos. Gracias a La Jornada, y a su directora Carmen Lira, nos vinculamos mensualmente con un público de lectores interesados y sistemáticos; hemos comprobado en ámbitos que en verdad la necesitan, la utilidad de la información puesta al día en materia médica y social; hemos desplegado lo que está a nuestro alcance, la solidaridad informativa, y, cada vez más, hemos incluido materiales de reflexión sobre las diversas manifestaciones de la sexualidad y las políticas de salud.

En nuestro segundo año, el compromiso permanece y se acrecienta. Son todavía débiles los poderes de difusión, pero ya es un número significativo el de quienes viven a fondo una certeza: en materia de sida, la información confiable y sistemática es parte indispensable de la respuesta a la tragedia. Nos importa trabajar junto a las autoridades de salud y las organizaciones no gubernamentales; nos alienta saber que en el combate al sida no hay todavía deber cumplido, pero tampoco contribución insignificante.


En este artículo, Carlos Monsiváis establece una cronología de la epidemia del sida, con el inventario de reprobaciones y anatemas dirigidos por los sectores moralistas contra los enfermos convertidos en culpables; paralelamente señala los avances de la solidaridad y de la lucha contra la intolerancia, como signos alentadores del ``arrinconamiento social del prejuicio''.

Etapas del prejuicio en México

Carlos Monsiváis

1984

La noticia --vaga, escandalosa-- del ``cáncer gay'' o ``cáncer rosa'' se filtra en la prensa y en la televisión a manera de anuncio de un fin sectorial del mundo. El sida, el AIDS, es el rayo de la devastación que se anuncia, pero muy pocos, casi nadie, lo toma en serio. Se mencionan casos aislados, gente que regresó ya infectada de Nueva York o San Francisco o Chicago, pero los temores son de corta duración, y el ritmo de la desprevención no se interrumpe. Aún se cree en ``la revolución sexual'', la ocurrida al romperse las ataduras del tradicionalismo. Lo tan esperado lleva apenas unos años de concretarse: la disponibilidad masiva, la ruptura del miedo social que hacía las veces del gran cinturón de castidad, la pérdida del nombre deshonesto de la promiscuidad. El sida es el gran freno al reventón.

1985

La noticia estremece: Rock Hudson, el galán de los años cincuenta, tiene sida. Los rumores dejan de serlo, y el anuncio de la enfermedad terminal llega acompañado de la larga serie de revelaciones sobre el actor: su matrimonio (breve) por conveniencia, sus amores, su miedo a ser exhibido... Más que ningún otro caso, el de Hudson conmueve. Si un símbolo internacional está enfermo... Este impresionante llamado de atención, sin embargo, modifica escasamente los comportamientos al principio, y es todavía común hablar con desparpajo del sexo como ``ruleta rusa''. La derecha se considera agraviada, y encuentra oportuna la campaña contra los ''pervertidos''. El nuncio papal Girolamo Prigione no está solo en su denuesto ``El sida es un castigo divino para quienes ignoran las leyes de Dios''. Quien si parece estar solo es el actor Augusto Benedico, el único que en una encuesta se opone críticamente a Prignione (Excélsior, agosto de 1985). La prensa amarillista encabeza el linchamiento moral de las víctimas. En el Centro Médico, un joven enfermo se suicida, incapaz de soportar la acción conjunta de la enfermedad y el desprecio social. Y el prejuicio es tan vigoroso que un periódico publica una caricatura con este título: ``Sui-sida''.

1987

El sida sorprende y aterra a una sociedad ya habituada a los ``milagros científicos''. En la primera etapa del conocimiento de la enfermedad, localizada en México entre 1982 y 1987, la respuesta de los sectores moralistas se distingue por su inhumanidad, que busca añadirle a la tragedia la reprobación a ultranza. Ya para 1987 Prignione no insiste en lo de ``castigo divino''. Varía un tanto la posición doctrinaria, y el nuncio prefiere ver en el condón al ``instrumento del demonio'' que arrastra por el lodo a la juventud. Un grupo de empresarios, comandados por un ``filántropo'', amenaza con el boicot a Televisa si se transmiten anuncios del ``preservativo'' antes de la medianoche, si se usa la palabra condón y si los anuncios son vagamente explícitos. Y el miedo se prodiga con su secuencia de escenas alucinantes: familias que expulsan a los enfermos, médicos y enfermeras que le niegan la atención a pacientes, un adolescente que asesina a un cura porque ``intentó seducirme y contagiarme el sida'', múltiples suicidios cuya causa no se da a conocer, seropositivos expulsados con violencia de sus trabajos luego de que alguien divulga su condición, exámenes realizados contra la voluntad de las personas. Y en el gobierno no se eximen del temor maniático y de la gazmoñería que caracteriza al sida como una enfermedad moral. El gobernador de Nuevo León, Jorge Treviño, retira los anuncios espectaculares del condón porque pueden recordar la existencia del sexo, y escandalizarían a los niños pequeños. Y muy probablemente lo dice en serio.

En el artículo 13 de sus Derechos de la familia, el Partido Acción Nacional (PAN) habla de realizar ``las formas de asistencia posible, a las familias golpeadas por el sida y se organice una verdadera prevención de la enfermedad, basada en criterios éticos, que son los únicos aptos para impedir el contagio y frenar su difusión''. Ni una mención a enfermos y seropositivos, y si mucho les apuran, el rechazo tajante de una política específica de salud, se canjea, en el proyecto, más por la castidad que por la fidelidad sexual.

1988

De las maneras posibles, entre hostigamientos administrativos, ataques y rechazos, se van afirmando las organizaciones que luchan contra el sida. De modo previsible, la mayoría de los activistas son gays, y de entre ellos un buen número es de seropositivos. Entre errores, divisiones y pasiones sectarias, jamás evitables en movimientos de tal carga de espontaneidad, los grupos antisida son, y que se me perdone la insistencia, parte muy significativa de la vanguardia moral de la sociedad. Se divulgan las medidas preventivas, se le da apoyo a quienes viven con el sida, un activista Francisco Galván, inicia la publicación de un suplemento en el diario El Nacional, se organizan actos de solidaridad, se instituye la Marcha del Silencio y, con la modestia inevitable, se intenta subsanar el vacío provocado por el miedo de las autoridades a enfrentarse con la jerarquía católica, la derecha y el hecho mismo de la pandemia.


1992

El prejuicio se activa y organiza para combatir el mal, que no es por supuesto el sida, sino el control de la natalidad, la despenalización del aborto, la difusión de medidas preventivas del sida, la libertad artística. Algo se avanza, al ritmo del elevado número de personalidades que mueren de sida (entre ellas Michel Foucault, Alvin Ailey, Anthony Perkins, Brad Davis, Derek Jarman, Reynaldo Arenas, Severo Sarduy, Manuel Puig, Jorge Donne, Rudolf Nureyev, Robert Mapplethorpe, Bruce Chatwin), y de la tragedia de una generación joven en todo el mundo. Si la derecha insiste en no ceder, la sociedad en su conjunto, así su información sea deficiente, modifica paulatinamente su actitud y, también en el ámbito internacional, el término homofobia (el odio irracional con resultados concretos dirigido hacia los homosexuales), se extiende, y, por vez primera, aísla negativamente una actitud calificada históricamente de ``natural y apenas justa''.

1993

Todavía en funciones como alcaldesa de Mérida, la señora Ana Rosa Payán del PAN, se opone a la promoción de condones:
``Si algo requiere hoy México entero es que los que tenemos un poco de conciencia cívica y también cristiana, pues que pongamos nuestro granito de arena para ir limpiando este país. Hace rato, en que veníamos por aquí (por Viaducto), veíamos un letrero grandote que me llamó mucho la atención, y el letrero era anunciando condones y decía DIGA NO AL SIDA. En un gobierno que se precia de respetar a los ciudadanos no se deberían permitir anuncios como éste. Hay gobiernos que no sólo no respetan la vida, porque tenemos gobiernos y ciudadanos que no nos damos a respetar.'' (Palabras en el Congreso de la Asociación Nacional Cívica Feminista, 1993).

No nos fijemos en la riqueza idiomática y en la sintaxis de la señora Payán, sino en el proyecto moral que exige la anulación de los derechos humanos de los infectados y que, sin duda, alaba el castigo a los pecadores y aguarda la admonición a los pervertidos: ``Diga sí al sida, porque usted se lo merece''. Pero la señora Payán no es una política moderna, sino una partícula de la homofobia, fenómeno que, aplicado desde el poder, no tiene que ver con el derecho a la antipatía, sino con el ejercicio de la intolerancia que le da a las opiniones características de zonas de exterminio y que, tratándose del sida, impone los exámenes obligatorios en la burocracia y en las empresas privadas, despide de sus empleos a seropositivos y enfermos, desprecia y niega la humanidad de quienes son distintos, se niega incluso a concederle espacio informativo a los grupos dedicados a la atención de niños con sida. Si el prejuicio disminuye, aún no aumenta el número de quienes aceptan asociar su nombre en la lucha contra el sida. No se vaya a creer que yoÉ

1994

El sexenio de Carlos Salinas concluye, y en el periodo el Presidente sólo una vez, y de pasada, se refiere al sida. ¿Para qué tocarlo? No es, en función de sus víctimas ostensibles (gays, bisexuales, mujeres, niños), algo que le competa a la República, tan respetable ella. Las campañas al respecto son tibias, como pidiendo permiso para existir, y el doctor Jesús Kumate, secretario de Salud, no se interesa por el tema, muy probablemente por la inmoralidad que encierra. El candidato a la presidencia del PAN, Diego Fernández de Cevallos, reunido con periodistas del diario Reforma, a una pregunta sobre su política ante el sida, responde: ``Al fin y al cabo es asunto de joteretes.'' (Información de Guadalupe Loaeza.)

No es muy ostensible la respuesta de la sociedad civil, y los actos conmemorativos escasean. Sólo dos son permanentes: la Marcha del Silencio y la Velada del Día de Muertos en la Plaza Río de Janeiro. Fuera de la capital, es aún más insuficiente la presencia de las organizaciones antisida, aunque es justo destacar el trabajo en Aguascalientes, Tijuana, Monterrey, Morelia, Guadalajara, Oaxaca. El prejuicio es poderosísimo en varias regiones, y si el PAN gobierna, el prejuicio se extiende sin cortapisas. En estos años, el PAN, por ejemplo, disuelve con policía un reparto de condones en Tlaquepaque (1995); la policía municipal allana un albergue para enfermos terminales en Guadalajara, con el pretexto de que allí se dan clases de sexo seguro (1995); hay rechazo de las semanas lésbico-gays alegando la ``inmoralidad'' de los ``castigados por la Naturaleza'' (1995/1996); se encarcela en Ciudad Juárez a cuatro mujeres activistas anti-sida que fijaban carteles, ``por atentar contra la moral y las buenas costumbres'' (1997). Y todo bajo el manto de la decencia.

1997

La Secretaría de Salud (Ssa) se resiste a campañas específicas dirigidas a la comunidad homosexual, porque su compromiso es con toda la población, así las campañas sean todavía precarias y ausentes en la mayor parte del país. No obstante eso, Pro Vida, voz autorizada del clero, ataca a Conasida por ``fomentar la inmoralidad''. Por lo demás, los nuevos medicamentos (el ``coctel'') conducen a un renacimiento de las esperanzas, y al ``síndrome de Lázaro'' reservado a quienes, en el mundo entero, pueden costearse el tratamiento.

En mayo de 1997, el presidente del PAN, Felipe Calderón se pronuncia contra la homofobia, uno más de los signos numerosos que dan idea del arrinconamiento social del prejuicio. Con todo, la intolerancia sigue al mando de un espacio considerable, mientras la epidemia se extiende en las zonas rurales. El 26 de julio de 1997, el Comité Nacional Pro Vida, muy probablemente el grupúsculo más atrasado del país (y este elogio no es parco), le exige al Consejo Nacional para la Prevención y Control del Sida (Conasida) la suspensión de la campaña para el uso y promoción del condón, a la que califica de ``irresponsable''. Esta campaña, afirma el dirigente Jorge Serrano Limón, ``no habla de la responsabilidad del uso del sexo, y sólo contempla el reparto de condones a los adolescentes, lo cual, lejos de educarlos, los conduce a la promiscuidad''.

Pro Vida y sus variantes, y el miedo que le infundan a las autoridades han de persistir. Pero, ostensiblemente, el avance de la pluralidad es el estímulo más ostensible del optimismo a que tenemos ya pleno derecho.

Escritor.


Los valores sexuales y el desafío de la incertidumbre

Jeffrey Weeks

Jeffrey Weeks, profesor de sociología en el South Bank University of London, es también autor de El malestar de la sociedad, Against nature y Coming out.

El siguiente texto, tomado de su introducción a su libro Invented Moralities, sexual values in an age of uncertainty (Columbia University Press, Nueva York, 1995), describe el paisaje sexual contemporáneo y sus incesantes modificaciones, las pavorosas certezas de la regulación sexual y las perspectivas que presenta una nueva cultura de la incertidumbre.

La idea de ``flujo sexual'' es una figura característicamente posmoderna, pero es parte integral de todo el discurso moderno de la sexualidad, eso que en otra ocasión he llamado ``tradición sexual''. Esto lo podemos ver si nos concentramos en las principales codificaciones de la sexualidad durante el siglo XX, en los textos sexológicos que nos han ayudado a moldear nuestras formas de pensar lo erótico. El auge de una ciencia del deseo, desde finales del siglo XIX, fue en gran parte una respuesta a una percepción de la dualidad de lo sexual: simultáneamente, aunque de manera contradictoria, un mar ilimitado de deseos excesivos y altamente diferenciados, y un continente masivo de regulación y simetría genérica y sexual. Los sexólogos intentaron reconocer lo primero catalogando y categorizando las variedades de la experiencia sexual, mientras que al mismo tiempo afirmaban lo segundo, las normas majestuosas de la vida heterosexual, las cuales marginaban, devaluaban y a menudo execraban al desviado, al perverso. Parte del atractivo duradero, si bien ambivalente, de Freud, el más grande de estos pioneros, es que él reconoció a la vez la contingencia y el flujo de sexualidad (lo perverso polimorfo), y la elección de género y objeto (la bisexualidad), y buscó de inmediato sujetarlos a las complejas necesidades culturales de la ``normalidad''. Pero en esto sólo fue un representante más sutil y más profundo de un gran esfuerzo intelectual que a su vez moldeaba y atendía a una apertura de posibilidades sexuales y a una crisis de la certidumbre sexual que perdura hasta la fecha.

No es mi preocupación aquí el impacto de la sexología, prefiero enfatizar lo que las codificaciones contenidas en la sexología nos dicen acerca del cambio sexual, o más bien de la manera en que se percibe el cambio sexual. En retrospectiva, la tradición sexual, en tanto conjunto de conceptos e intervenciones intelectuales, leyes y prácticas sociales, organización marital y familiar, y modelos diversos de vida, puede verse como un esfuerzo sostenido por canalizar y disciplinar los poderes imaginados de la sexualidad. Los arquitectos y los mecánicos de la tradición sexual han hecho grandes esfuerzos por ordenar y regular un paisaje sexual pantanoso. Manos expertas lo han labrado y cultivado cuidadosamente. Se han levantado barreras para contener el caos, el desorden y la enfermedad de la ciudad. Se han construido, con temeridad e intenciones nobles, los espacios residenciales que contendrán un nuevo modelo de vida sexual y familiar. Aquí se han edificado diques, allá se han canalizado ríos, con el propósito de remodelar ``las fuerzas de la naturaleza''. Todo ha sido en vano. Lo que llamamos ``naturaleza'' no puede domesticarse tan fácilmente. Los diques están hoy a punto de desbordarse, y los ríos arremeten contra las orillas (No me disculpo por la imaginería sexual masculina, que me parece central a la imaginería sexual que describo). Algunas partes del área de inundación están ya saturadas. El paisaje se transforma a medida que se derrumban las edificaciones familiares o que las aguas cubren los basamentos históricos. Aparecen cosas nuevas: una isla donde antes había un cruce de caminos, un refugio cerca del lugar donde antes jugaban los niños. Una inundación amenaza todo lo que vemos. Flota en el aire una actitud de cansada displicencia, incluso una insinuación de guerra civil en algunas áreas. En todas partes, una ansiedad por el contagio. Donde una vez hubo orden, hay ahora un miedo penetrante, no tanto del desorden como de lo que no tiene forma: un panorama amorfo de aguas lóbregas e inciertas o un paisaje remodelado que debemos aprender a navegar sin mapas confiables. Este es el paisaje metafórico donde se libra la batalla de los valores.

``Valores familiares'' y pluralismo moral

Hablar de valores es describir el tipo de vida que queremos tener o pensamos deberíamos tener. En un mundo sin un significado determinado o necesario, en el que las bases de muchos, sino de todos los discursos legitimizados que separan verdad y falsedad, bueno y malo, se ven sacudidos o derrumbados, lo que deseamos vivir precisa de un esclarecimiento de lo que está en juego. Los valores proporcionan una serie de principios de los que podemos tratar de deducir metas y desarrollar después estilos de vida y respuestas políticas adecuadas. Los valores nos ayudan a esclarecer si lo que pensamos es lo correcto o lo incorrecto, lo permisible o lo no permisible. En mi opinión, deberían permitirnos, en un mundo complejo y plural, garantizar que lo que creemos correcto no es necesariamente lo que otra gente cree correcto, y encontrar maneras de vivir la diferencia de manera tolerante y democrática.

Desafortunadamente, esta no es la forma en que se ha dado el debate sobre los valores sexuales. En el pasado reciente nos hemos visto asediados por argumentos cargados de valores --en gran parte de la derecha política y moral, pero también de papas y predicadores, ayatolas, renovadores de la fe y fundamentalistas de todo tiempo-- que nos instruyen sobre cómo vivir y cuyos contratistas morales se empeñan en hacernos acatar sus valores. Frases como ``valores familiares'', que generalmente encierran una serie de reacciones hostiles a cambios en la vida familiar y en el comportamiento sexual, el impacto del feminismo y el surgimiento de comunidades e identidades positivas de lesbianas y homosexuales, han señalado una tendencia a hegemonizar el debate, colocando a la defensiva a la izquierda liberal y a la radical. La izquierda tradicional, temerosa de confundir la moralidad con los excesos del moralismo, ha evacuado a menudo el terreno nerviosamente. Cuando no lo ha hecho, como en recuperaciones recientes de tradiciones comunitarias, han tendido a avanzar hacia un conservadurismo moral cuya prioridad es ``reconstruir la familia'' y los barrios tradicionales como un antídoto contra el colapso social. El debate sobre los ``valores'' tiene con frecuencia un acento peligrosamente reaccionario.

Sin embargo, a pesar de las ``certidumbres asesinas'' de muchos de estos profetas mesiánicos de la pureza y la renovación moral, la sensación abrumadora en nuestra cultura es más la de una confusión moral que la de una certidumbre moral. Los ``locos en boga'', como los llama Auden en su poema de amor ``Lullaby'', hacen desfilar sus fantasías de una reconciliación final entre nuestros deseos y su voluntad, pero con todo, vivimos de hecho una pluralidad de valores y opciones, algunos propios de comunidades o grupos específicos, otros con aspiraciones de universalidad, pero cada uno arraigado en diferentes tradiciones, historias, trayectorias teóricas y políticas, en una aparente cacofonía de esperanza y sueños y estilos de vida rivalizantes y contradictorios. Aunque los océanos y continentes del valor se desplacen mucho, ``permanecen casi inexplorables en un modo que convenga a las contingencias navegacionales de los itinerarios posmodernos'' (Fekete).

¿Será posible entonces, sin capitular ante fundamentalismos de ningún tipo, encontrar principios y valores democráticos que nos ayuden a navegar en el cenagoso paisaje circundante y a construir una serie de mínimos patrones comunes con los que podamos legítimamente valorar y medir distintas formas de ser? Yo creo que la respuesta es afirmativa, pero sólo si comenzamos a repensar los valores explorando de manera positiva la diversidad sexual y moral que tanto pavor provoca, y a encontrar ciertos elementos comunes en ellos. Creo, con Foucault, que la búsqueda de una forma de moralidad aceptable para todos, en el sentido en que cada quien deba prosternarse ante ella, sería algo ``catastrófico''. Más que imponer un orden artificial sobre la confusión moral, debemos aprender a negociar los riesgos de la complejidad social, del pluralismo moral y de la diversidad sexual, a establecer principios o directrices para medir la diferencia, y a vivir con el desafío de la incertidumbre.

Pensando en esto, el primer capítulo, ``Viviendo con Incertidumbre'', revisa el cambiante territorio sexual, las oportunidades y amenazas que moldean nuestras vidas sexuales. La epidemia del sida se ha vuelto para muchos emblemática de amenazas, temible heraldo del desastre, fruto envenenado de una ``permisividad'' desaforada. Prefiero, por el contrario, verla como un desastre natural, que sin embargo arroja una luz cruda sobre muchos otros cambios que arrasan el paisaje sexual: cambios en patrones de identidad sexual, una ``inacabada'' revolución de las costumbres sexuales, y los acomodos de la vida íntima. En la respuesta al sida podemos ver también la promesa que propusieron las transformaciones de la vida íntima en favor de lo que yo llamo un ``humanismo radical'', el cual respeta y valida estilos de vida diferentes, opciones diferentes, formas alternativas de responsabilidad y amor. En el segundo capítulo, ``Inventando Moralidades'', señalo algunos de los principios de esta posición: el reto del pluralismo sexual, lo que esto implica para las significaciones de ``cuidado'' y ``responsabilidad'', autonomía y autenticidad, y las implicaciones de tolerantismo y solidaridad para explorar y sustentar, más que temer, la diversidad sexual. El tercer capítulo, ``Ficciones necesarias'', hace un repaso de la política de la diversidad sexual. Allí sugiero, de manera particular, que las identidades sexuales disidentes son perturbadoras. ``Perturban'' también a las pretendidas certidumbres de la vida sexual. Sin embargo, en los dos elementos claves de la política sexual radical, lo que describo como ``el momento de transgresión'' y el ``momento de ciudadanía'', vemos algo más que un alegato a favor de las ``minorías sexuales''. Y argumento que allí hay posibilidades para pensar de nuevo la política radical y pluralista, por lo que aparece como necesaria pese a todo, una política de identidad colectiva.

Una ronda de perplejidades

El capítulo cuatro pasa del terreno público de la política al terreno privado de ``La Esfera de lo Intimo''. ¿Dónde se deben marcar las fronteras entre lo público y lo privado? ¿Cuáles son los componentes principales de la vida privada? ¿Y qué derechos de la vida cotidiana podemos distinguir para proteger lo íntimo de la intromisión de un público imperialista? Esto es por supuesto una ``ronda de perplejidades'', ya que el deseo sexual, y la economía erótica que genera, nunca pueden ser totalmente un asunto privado, y por esta razón capital la esfera de lo íntimo puede siempre ser una suerte de campo de batalla. Con todo, también es el sitio donde residen las cualidades humanas más preciadas, las relacionadas con el amor, la entrega, y la responsabilidad por la vida en su finitud. El último capítulo, ``Atrapado entre Mundos y Formas de Vida'', aborda los temas del amor y la muerte para explorar las nuevas posibilidades de las relaciones humanas en el paisaje cambiante de la sexualidad.

Son varios los temas que reaparecen en estos capítulos. He hablado ya de uno de ellos, del impacto de la crisis del sida. Este no es un libro sobre el sida pero me sería imposible rehuir su presencia amenazadora, ya que como individuo he experimentado sus efectos devastadores en amigos y en las comunidades de las que me siento más cercano, y como científico social, reconozco su impacto doble como un foco simbólico de ansiedad sexual y como un factor material para redefinir los valores sexuales y las relaciones personales. Veo en la crisis del sida algo que redefine lo social, un torbellino que devora, pero también una tormenta que alumbra y reacomoda.

Si el sida es el desafío, la esperanza de lo nuevo reside en los experimentos diarios en la vida sexual que transforman la vida personal. Estos son a menudo embrollados y confusos, y están marcados por la incertidumbre que hoy gobierna a la vida pública y privada. Pero también llevan consigo pruebas de solicitud, reciprocidad, responsabilidad y amor que hacen posible abrigar esperanzas por nuestro futuro humano. El punto esencial en el que quiero insistir es que estas virtudes no son los requisitos de algún tipo particular de relación, menos todavía de una familia tradicional, mítica y fuertemente mitologizada. Existen en muchas formas de vida, en muchas maneras de ser que necesitan ser nutridas y valoradas por lo que son, y no temidas por lo que no son.

El tercer tema, que en un sentido es sustento de toda la textura argumentativa de este libro, es la democracia, una palabra tal vez difícil de aplicar a la esfera sexual, pero vital si queremos lograr una revaloración de la vida erótica. Si el libro no consigue otra cosa, al menos señalará la importancia de valorar lo sexual a la luz de un nuevo imaginario democrático, donde la preferencia y la diversidad serán puntos de referencia no de un paraíso consumista sino de una democracia madura, radical y pluralista.

Tomado de Invented moralities, Sexual Values in an Age of Uncertainty, de Jeffrey Weeks. Columbia University Press, New York, 1995.
Traducción: Carlos Bonfil.


Campañas en Latinoamérica

Escasez de dinero, conservadurismo y hasta machismo son algunas de las causas que han obstaculizado los esfuerzos contra el sida en América Latina, pero sobre todo la oposición de la iglesia católica a la difusión de mensajes preventivos: Chile: dos cadenas de televisión se negaron a transmitir spots de una campaña gubernamental porque se incluía la palabra condón. El gobierno dispone un millón de dólares al año para este rubro, que es extremadamente caro. Argentina: la fundación privada Husped consideró que la información del gobierno a la ciudadanía no era lo suficientemente explícita, por lo que decidió lanzar su propia campaña en las escuelas, mostrando condones y cómo usarlos. Brasil: una campaña marcadamente abierta, que incluía un comercial por televisión en el que un hombre mujeriego discute con su pene para convencerlo de que debe usar condón en las relaciones sexuales, fue retirada debido a las protestas de la iglesia católica, que consideró inmoral el anuncio. El gobierno tomó la decisión de incluir condones en la canasta básica de los habitantes más pobres. Colombia: el ministerio de Salud emprendió una campaña que incluye talleres de información sexual en las escuelas, en los que se discute abiertamente de temas como el condón. El titular de la campaña afirmó que en más de una ocasión ha debido pasar por sobre la oposición de la iglesia a ciertas iniciativas. Perú: recientemente se aprobó una ley que otorga formalmente al Estado la responsabilidad de impartir educación sexual en las escuelas. En días pasados, el gobierno distribuyó gratuitamente miles de condones, sobre todo en las playas. Venezuela: el gobierno anunció su determinación de lanzar una campaña en las escuelas, a la vez que fustigó a los grupos de presión que se han opuesto a cualquier campaña de educación sexual y sanitaria ``en nombre de razones que quieren convertir los prejuicios en argumento moral o convicción religiosa''. Reconoció que las diatribas han paralizado la acción del Estado y han sido la causa de la timidez de las campañas ``de cara a la amplitud del enemigo que debemos enfrentar''. En este país, en 1986, el grupo de entre 25 y 29 años de edad representaba el 12.5 por ciento de los casos de sida, y en 1996 se incrementó al 20 por ciento.
(Agencias)