En estos días, la palabra ``histórico'' ha estado a flor de labios. Histórico se dice del proceso electoral del 6 de julio; histórica, la victoria de la izquierda en la capital; histórica, la nueva composición del Congreso. Nos sentimos inmersos en una época de grandes cambios en la vida política que augura a su vez otras transformaciones. ¿No va siendo hora de aprovechar este impulso ``histórico'' para, en serio, resolver ciertas cuestiones pendientes de nuestra Historia, así con mayúsculas, como la que se refiere a la autonomía y los derechos de los pueblos indios?
Apenas el viernes pasado, el maestro Miguel León Portilla, un sabio que ha consagrado su vida a conocer en sus fuentes originales la lengua, el espíritu y la cultura del México antiguo, dejó en estas páginas un testimonio admirable de sus convicciones más profundas sobre estos asuntos, fruto de su larga y riquísima experiencia personal. Con sencilla claridad indica León Portilla: ``El reconocimiento jurídico de autonomía para los pueblos indígenas provoca en algunos gran temor''. Falsamente se teme, adelanta, al efecto disolvente que la autonomía tendría sobre el Estado y aun la lengua nacional, la fragmentación de la República en una era de franca globalización. Y, sin embargo, atinadamente recuerda, una ``cierta forma de autonomía indígena --aunque a veces precaria y no reconocida jurídicamente-- de hecho ha existido y existe en no pocos lugares del país'', no obstante los intentos históricos de asimilarla al curso de la civilización occidental. ``Esto, que es realidad insoslayable en muchos pueblos indígenas, significa que, a pesar de todo, ejercen una autonomía de facto, sin fragmentar por ella al país''. La autonomía, como el vigor de las lenguas indígenas, no es, pues, algo inventado para realizar algún sueño utópico ni tampoco una especie de maná arcaico que deba allegar, como caídos del cielo, la justicia o el bienestar. Reconocerla es, entonces, antes que nada un acto de realismo histórico y de vergüenza social, diríamos. ``Su demanda de reconocimiento --concluye León Portilla-- no es cuestión de palabras. Implica que se piense y se actúe en Mexico como lo que realmente es: país pluricultural y plurilingüístico''.
Los pueblos indígenas siempre fueron cosa aparte por exclusión u olvido. Durante años nadie se ocupó de proteger sus idiomas, pensamiento, religiosidad y costumbres políticas o morales. Y aunque se realizaron esfuerzos denodados para diluirlas en la Nación, integrando las comunidades indígenas al progreso nacional, a la modernidad, sus culturas --la lengua en primerísimo lugar-- permanecieron. Una y otra vez se pretendió igualar a los indios ante la ley con los demás mexicanos para hacer de ellos ciudadanos libres. Se veía en esa decisión un acto liberador, pero las promesas ideológicas siempre abortaron ante la terquedad de los hechos. Los indios, pese a todo, sobrevivieron. Es verdad que un siglo y medio de reformas liberales y desarrollo capitalista consiguieron hundir la economía tradicional de los antiguos pueblos pero eso no fue suficiente para hacerlos desparacer. Los indios fueron despojados de sus tierras pero no se convirtieron en modernos proletarios. Una y otra vez, el espejo del progreso reprodujo una imagen distorsionada de pobreza y desigualdad. Triste destino el de nuestras frustradas modernizaciones. El liberalismo sin revolución industrial produjo una nueva capa de terratenientes, nuevos caciques, una servidumbre feroz en las haciendas. La Revolución de 1910, a pesar de la reforma agraria y otros avances sociales, reiteró el círculo vicioso de la exclusión. La modernización de nuestros días polariza la desigualdad. Obligados por la miseria, los indios migraron a las ciudades para sobrevivir ocupando siempre el último peldaño de la escala social. Ocultaron costumbres, idioma, tras la máscara del mestizaje para eludir la discriminación racista y salvaguardar su identidad. Y, sin embargo, la comunidad sobrevivió. Y aquí están, a fines del siglo XX, reclamando los mismos derechos que les fueron denegados a lo largo de toda la vida independiente de México. De nuevo piden lo que les pertenece: que se reconozca a las comunidades y pueblos indios como parte de la Nación pero también como sujetos del Estado. Hoy, a diferencia de otros momentos, puede hacerse. Si algo hace peligrar a la Nación o al Estado no son los indios, como bien advierte León Portilla. En cambio tenemos mucho que ganar para el futuro de México reconociendo sus derechos. Se han dado pasos para convalidar constitucionalmente el carácter pluriétnico y pluricultural de México; gobierno y zapatistas suscribieron los acuerdos de San Andrés que coinciden en lo fundamental con los planteamientos vertidos en la Consulta Nacional Indígena, pero todavía falta que todo eso se lleve a la Carta Magna y a las leyes específicas. La reforma ya no puede esperar, supeditándola a los vaivenes de la coyuntura. Urge ``despolitizar'' el tema para reconocerlo como un asunto de urgencia nacional. Seguramente habrá que salvar numerosas dificultades para convertir estas aspiraciones en conceptos constitucionales claros. Pero ya no vale la pena engañarse, dándole más vueltas a la noria. O se resuelve la cuestión reconociendo los derechos históricos de los indígenas aunque para ello debamos reformar a fondo el Estado o nos conformamos con posponer una vez más la solución esperando que el tiempo, la modernidad, la historia, qué más da, resuelva por nosotros. Los diputados tienen la palabra.