El condenable homicidio múltiple perpetrado con armas de alto poder en la madrugada de ayer en esta capital, y que dejó como resultado tres jóvenes muertos y dos heridos, no deja de ser un hecho insólito en nuestro contexto urbano, si bien, y por desgracia, en diversas regiones del norte del país tales episodios de violencia ocurren de manera menos esporádica y forman parte del panorama delictivo local.
No hay motivos para dudar que la matanza de ayer esté vinculada, como lo afirman las autoridades policiales, a disputas entre bandas rivales de narcotraficantes por el control de zonas urbanas determinadas. Pero lo más alarmante es que no se trata, al parecer, de organizaciones criminales dedicadas al transporte masivo e internacional de estupefacientes, sino de grupos que los venden al menudeo. La capacidad operativa y el poder de fuego desplegado por los victimarios en la acción señalada, permiten hacerse una idea del tamaño de las organizaciones vendedoras de droga y de sus pugnas. Estos elementos, a su vez, llevan a intuir la extensión de los mercados que están en disputa: estamos ante una señal indirecta, pero por demás preocupante, de la gravedad que ha alcanzado la drogadicción en nuestra sociedad.
Ha de constatarse que, ante el crecimiento del narco --el cual ya no se circunscribe a los casi míticos y siniestros cárteles, sino que se ramifica en pandillas de ventas al menudeo--, ante la expansión de su alcance, de su capacidad corruptora y de su volumen de fuego, y ante los cada vez más cruentos episodios de violencia que genera, ni las corporaciones policiacas ni las instituciones de procuración de justicia del país parecen tener la preparación y la disposición que el momento exige. Las carencias no sólo se refieren a falta de capacitación, personal adiestrado y equipo, y a la vulnerabilidad de las entidades de combate al delito frente a los recursos económicos invertidos por la delincuencia organizada para infiltrarlas, sino también al apego a políticas de combate a las drogas que no necesariamente son las más afortunadas y que están más orientadas a impedir la llegada de drogas a Estados Unidos que a evitar la grave descomposición social e institucional que el narco está produciendo en México.
Cuando se analiza el problema en su perspectiva internacional, Estados Unidos suele enfatizar, hasta la exageración y la distorsión, la responsabilidad de las naciones productoras y de tránsito, y minimiza el papel de sus propios consumidores. Pero muchos sectores políticos, académicos, intelectuales y sociales de América Latina han señalado reiteradamente que la guerra contra las drogas no podrá ganarse en tanto el gobierno de Washington no emprenda medidas eficaces para reducir el enorme consumo de estupefacientes que tiene lugar en su territorio y mientras no tome conciencia de que el problema, antes que policiaco, es de salud pública.
Si se aplica esta segunda lógica --que es la correcta-- al ámbito nacional, ha de señalarse que los graves indicios sobre la existencia de un consumo masivo de drogas en la ciudad de México debieran llevar a las autoridades a concebir y aplicar medidas más eficaces para contener este fenómeno a partir de acciones sociales, educativas y de salud. Ello no elimina la obligación de esclarecer plenamente las circunstancias de la matanza referida, ubicar y capturar a los presuntos culpables materiales e intelectuales, y juzgarlos y sancionarlos conforme a derecho. Asimismo, resulta imperativo que los cuerpos de seguridad pública realicen acciones efectivas --en estricto apego a los derechos humanos y las garantías individuales-- orientadas a desmantelar las redes de tráfico de drogas y de armas que operan en la capital de la República.