Horacio Labastida
¿Renace el Congreso?
La voluntad democrática de los mexicanos, expresada preferentemente en sus cuatro constituciones federales y en el prístino Decreto Constitucional de Apatzingán, se vio agobiada, perturbada y al fin bloqueada cuando, entre 1833 y 1834, Antonio López de Santa Anna inventó el presidencialismo autoritario como una institución gubernamental marginal al Estado de derecho, no comprometida con el pueblo y sí con las élites del dinero.
El presidencialismo fue perfeccionado en manos de Porfirio Díaz, cambiado de militarista en civilista durante el decenio Avila Camacho-Alemán, e internacionalizado con el espíritu de Houston Salinas-Bush. Importa mucho ahora dejar claro que en esa larga historia del presidencialismo, las características con que nació en el huerto marchito de Gómez Farías se han mantenido e incrementado, a saber: derogación del Estado de derecho, indiferencia a las demandas populares, simulación democrática por el fraude electoral o el clientelismo ciudadano, compromiso irreversible con los señores del dinero locales y extranjeros, y exclusión en el orden internacional de la cooperación entre naciones, para introducir al país en un régimen globalizado y sujeto al mando político y económico de las grandes empresas trasnacionales; en nuestro caso, tal mando proviene sobre todo de la Casa Blanca.
Es precisamente el presidencialismo autoritario la institución estructuralmente creada con el objeto de impedir que la voluntad de las masas ciudadanas sustancie las decisiones del poder público, entregadas por lo demás al orden tecnocrático de las minorías acaudaladas. Sin embargo, el rechazo de las normas constitucionales por el presidencialismo, normas que representan la voluntad nacional, no ha sido ignorado por el Congreso al asumirse ocasionalmente como una instancia jurídico-política de resistencia a las opresiones e imposiciones presidencialistas. Fueron resueltos los choques entre el Legislativo y Santa Anna, siguiendo el ejemplo de Iturbide, por la disolución de las cámaras, a cargo de militares y policías, medida que el porfiriato encubrió al procurarse y asegurar una unanimidad a priori en los ciudadanos integrantes de los congresos de la época, echando mano de elecciones cuidadosamente planeadas en tal sentido, o de ofrecimientos jugosos y pagos atractivos a quienes admitieron la seducción de las tentaciones del bienestar. Las voces casi inexistentes de oposición fueron en realidad de opositores-sombras, experiencia que serviría después a Gómez Morín para llamar la atención de los disidentes respecto del peligro que representan los partidos-sombra. Ojalá los panistas de hoy no olviden las advertencias de su célebre fundador.
La brutal tiranía de Victoriano Huerta y la arbitrariedad Obregón-Calles no dudaron en introducir el asesinato como garantía de la adhesión del Congreso a sus ilegítimos propósitos. Así fue como cayeron el digno y heroico senador Belisario Domínguez, por oponerse a la designación de presidente en favor del homicida de Madero y Pino Suárez, y el senador Field Jurado, al oponerse a los Tratados Warren-Pani, en los que el simpático, convenenciero y sombrío aguaprietista admitió violar la Constitución de 1917, a cambio del reconocimiento de Washington. Quizá recogiendo la sofisticada ruta callista, Miguel Alemán hizo cristalizar el sistema de mayoriteo, vigente hasta el 6 de julio pasado, como parte esencial del dominio presidencialista autoritario. El mayoriteo ha permitido a los titulares sexenales del Ejecutivo no sólo legalizar, que no legitimar, su conducta protectora de las castas hegemónicas, sino también derogar leyes constitucionales e introducir en su lugar disposiciones anticonstitucionales, aplicadas con el poder del gobierno y no al amparo de la Ley Fundamental, conflicto que tendrá que resolverse por la declaración de nulidad de esos mandamientos arbitrarios.
Ahora las cosas parecen cambiar. La mayoría de los diputados pertenece a partidos de oposición; la minoría, al gobierno (no se olvide que el PRI nunca ha existido; el gobierno es el PRI); y por tanto el mayoriteo en su papel apuntalador del presidencialismo está en crisis. Bien, aunque lo importante es que las decisiones de la oposición en la Cámara de Diputados sean un verdadero renacimiento del poder Legislativo en su papel par del poder Ejecutivo. Para lograrlo se requerirá que tal punto de partida madure y se asuman en su plenitud las funciones que le otorgó el Constituyente queretano. De esta manera la dignidad del Congreso no dependerá del acto heroico o la objeción honesta de alguno de sus miembros, y sí del libre y pleno ejercicio de sus facultades morales y legales. Si el trascendental consenso de la oposición florece, la democracia mexicana habrá dado un gran salto adelante.