Jordi Soler
Intimidades del reino

Felipe IV, rey de Francia, se disfrazaba de persona común, con un sombrero de ala generosa que le ocultaba parcialmente la cara y un mantón que le disfrazara esa figura que había heredado de San Luis. La idea era pasearse por plazas y mercados para enterarse de las necesidades, y las felicidades, de sus súbditos. La brecha biológica brutal entre realeza y peladaje volvía inútil el disfraz del rey, que con todo y mantón seguía midiendo medio metro más que todos, y las alas del sombrero no eran tan grandes para cubrir sus dos ojos azules que le habían ganado el sobrenombre de El Hermoso.

De manera que el rey nunca oía grandes revelaciones en sus paseos de incógnito, tenía la impresión de que todo estaba en calma; la gente le cedía el paso, le regalaba cosas, se hincaba al verlo pasar. El Hermoso regresaba a sus habitaciones convencido de que su pueblo era educado y dadivoso, que se regalaban cosas entre ellos y que no tenían grandes problemas. Ni sus ministros, ni sus súbditos se atrevían a decirle que su disfraz no funcionaba.

De vez en cuando, aprovechando un periodo estable de la corona, se iba al bosque (al suyo) a cazar ciervos (que también eran suyos). Invariablemente cazaba el mejor ejemplar, nunca sabremos quién era más hábil, si el rey cazando, o sus ministros dejándolo cazar. Al final de esas jornadas agotadoras, se refugiaban en la casa real de campo y el Hermoso, empeñado en mimetizarse con todos los elementos de su reino, organizaba un baño colectivo, dentro de una tina enorme, con sus ministros y demás integrantes de la comitiva que desearan integrarse. El Hermoso tenía la teoría de que su atuendo de rey funcionaba de barrera entre él y sus súbditos, pensaba que dentro de la tina, desnudo entre los desnudos, se instalaría naturalmente la democracia conversacional. Otra vez se le olvidaba su altura, sus ojos azules y su parentesco con San Luis; el resto de los bañistas no se sentían desnudos entre los desnudos, sino encuerados frente al rey de Francia.

En un programa de televisión, Efecto F, transmitido por Antena 3 Internacional desde España, y retransmitido aquí, meses más tarde, por un canal de Miltivisión, se armó un panel de discusión, moderado por el conductor del programa, un tal Francis, y estelarizado por cuatro especialistas, no en el tema sino en la discusión del tema, que representaban cuatro sectores de la sociedad. El panel eran dos hombres y dos mujeres, los hombres de derecha y las mujeres de izquierda; el tema: las costumbres sexuales de la derecha y de la izquierda española. Un periodista católico y poco dispuesto a hablar de su sexualidad; un pintor también derechista y católico y sin embargo bien dispuesto a exponer sus cabriolas sexuales; una periodista combativa, desinhibida, de extrema izquierda y militante del feminismo; otra periodista menos combativa pero igualmente sin inhibiciones. La discusión partía de una encuesta sobre las costumbres sexuales de cada quien, realizada por cierta revista, con preguntas como: ¿practica la masturbación mutua con su pareja? o ¿utiliza material pornográfico para ponerse al tiro? y al final preguntaban la preferencia política. Con los datos obtenidos elaboraron una lista de las costumbres sexuales de la derecha y de la izquierda en España. Esta encuesta tenía un problema insalvable: los conservadores, que suelen ser de derecha, revelarían menos intimidades que los de izquierda; se trataba más bien de medir la calidad de las revelaciones. Los resultados eran muy predecibles y la encuesta parece el colmo de la ociosidad, pero no por estas desventajas deja de ser interesante. Los gustos sexuales de la derecha española son, según la encuesta, Francis y su panel de gritones: masturbación (solista y mutua), sexo a oscuras, felación, él encima y ella debajo (trenzados en ese gran clásico que se conoce como posición del misionero), intercambio de parejas. Los de la izquierda son éstos: sexo con luz, cunillingus, sexo anal (tradicional en ellas, digital en ellos), uso de material pornográfico.

Felipe el Hermoso no disponía de medios de comunicación para comunicar su intimidad; sus respuestas en una encuesta como la de Francis lo hubieran acercado al mundo con más efectividad que su disfraz inútil o que sus baños poco democráticos.

La última actividad de su reinado fue la persecución de un ciervo. Se internó en el bosque a todo galope y nunca regresó; el ciervo se perdió de vista y Felipe fue encontrado por uno de sus siervos, tirado en el suelo, sin vida y con los ojos abiertos. El siervo del hallazgo trató inútilmente de cerrarle esos ojos azules que lo hacían inconfundible; luego, ya de regreso en palacio, lo intentó uno de sus ministros y el médico de la corte. Nadie pudo bajarle los párpados, tuvieron que vendarlo para que no entrara tan hermoso a la eternidad