Carlos Bonfil
Poder absoluto

Luther Whitney (Clint Eastwood), veterano de la guerra de Corea, aficionado a la pintura, ladrón profesional especializado en joyería y numismática, realiza meticulosamente su faena nocturna en la mansión de un multimillonario, cuando descubre azorado que -aprovechando la ausencia de su marido- la joven esposa comete adulterio con el presidente de Estados Unidos, el villano archisexista Alan Richmond (Gene Hackman). Detrás del anonimato que permite un espejo doble, Luther se transforma a pesar suyo en mirón, en testigo clave de un escándalo (versión catastrofista del affaire Bill Clinton-Paula Jones), que culmina en la nota roja.

Poder absoluto (Absolute power), el más reciente largometraje de Clint Eastwood, retoma la figura presidencial como centro de un thriller político, al estilo de una cinta de Alan Pakula o una novela de John Grisham. El poder, centro de impunidad y corrupción, es una vez más amenaza ubicua y multiforme para personajes que de una u otra manera se permiten desafiarlo y exponerlo. Como en El informe Pelícano, Todos los hombres del Presidente, o En la línea de fuego, Aquí ese absoluto del poder se enfrenta a un cínico absoluto, Luther Whitney, quien de mil maneras improbables, rocambolescas y humorísticas burlará a los matones profesionales y los agentes de la Casa Blanca que intentan silenciarlo definitivamente.

Desde el principio se impone en esta cinta la maestría de Clint Eastwood, estilista veterano, verdadero autor cinematográfico con obras tan sólidas como Los imperdonables, Un mundo perfecto y Los puentes de Madison. Sorprende una vez más su manejo de distintos registros dramáticos, desde las secuencias de un suspenso muy logrado hasta los toques humorísticos que incluyen la imagen de un Watergate Hotel, o los trazos caricaturescos de la jefa de personal de la Casa Blanca, Gloria Russell (Judy Davis, en el exceso absoluto), y finalmente la subtrama sentimental (la conflictiva relación de Luther con su hija) que le confiere dignidad al melodrama familiarista. La secuencia que mejor describe la elegancia estilística de Eastwood es la del baile del presidente con su asistente Russell. En una jugada maestra de Luther -el malicioso envío de un comprometedor collar de diamantes-, se describe con enorme economía narrativa la astucia de este nuevo Arsenio Lupin, la enorme burla a Russell y la personalidad corrupta del primer mandatario. Otra escena de gran elocuencia expresiva es el encuentro nocturno, dentro de un auto, bajo una lluvia pertinaz, de Luther con el millonario que lo persigue inútilmente. El camarógrafo Jack N. Green maneja con destreza claroscuros y contrastes cromáticos, como una referencia a las pinturas clásicas que aparecen en los créditos o como una variante de la imagen en penumbra del Luther Whitney granítico que contempla impotente, a través del espejo, una escena de violencia sexual seguida de un ajusticiamiento como razón de Estado.

Otro desarrollo interesante en el guión de William Goldman, inspirado en el bestseller homónimo de David Baldacci, es la relación de Luther y el policía Seth Frank (Ed Harris), dos hombres maduros, semejantes entre sí por su personalidad de grandes solitarios y su reclamo afectivo que, paradójicamente, dirigen a la misma persona, a la hija del ladrón, quien -una paradoja más- es una sobresaliente fiscal del Departamento de Justicia. Poder absoluto es, como las cintas recientes de Eastwood, una nueva parábola sobre la soledad, el desencuentro afectivo y el envejecimiento. Es también una reflexión cínica del director sobre el poder y el colapso moral de la vida política estadunidense. Gene Hackman, quien había sido ya un notable villano en Los imperdonables, encarna aquí un poder presidencial totalmente desprovisto de escrúpulos, pendenciero y vulgar como un forajido en un western de Peckinpah. A esa atmósfera de impunidad y autoritarismo, Eastwood opone la figura del héroe sexagenario, del patriarca defensor de una vieja reciedumbre moral. Un personaje un tanto anacrónico, inverosímil, capaz de proezas físicas superiores a las de sus perseguidores, 30 años más jóvenes.

Clint Eastwood, el declarado admirador de Kennedy y Martin Luther King, ofrece aquí el retrato de un alter ego insólito: el ilusionista que perfecciona su destreza de vándalo para desenmascarar a un presidente intocable, o para insinuar en el rutinario cine hollywoodense de acción la presencia de un maestro absoluto.