Eduardo Galeano
Pierna de obra
No hay trago más mareador que el elixir del poder. Al cabo de una borrachera que ya lleva un cuarto de siglo, Joao Havelange, monarca del futbol mundial, niega la evidencia y confunde el delirio con la realidad. El cree que se puede jugar el campeonato mundial del 98 sin Brasil, que es el país que ganó el último Mundial, el que más mundiales ha ganado, el único que ha estado en todos y el que juega el futbol más hermoso del mundo. Havelange también cree que sus órdenes expresan la voluntad divina, que lo ha sentado en el trono del futbol hasta el fin de los tiempos, y que de la mano de Dios ha recibido las llaves de ese reino.
Pelé, Maradona y otros mocitos atrevidos, no tienen por qué meterse: las opiniones de los jugadores se castigan con el desprecio y sus decisiones merecen pena de exilio.
Hace unos días, Havelange amenazó con excluir al Brasil del Mundial de Francia, si el Congreso brasileño aprueba la ley propuesta por Pelé, ministro de Deportes, con el visto bueno del presidente Cardoso. La ley libera a los jugadores, todavía presos de los clubes, y los hace dueños de sus pases a partir de 1999. Además establece ligas de árbitros independientes y convierte a los clubes en empresas, con los mismos derechos y obligaciones que las demás empresas. Si la ley se aprueba, acabaría con la esclavitud de los jugadores y la impunidad de los dirigentes, en un país donde abundan los clubes pobres y los dirigentes ricos:
--Los dirigentes firman contratos millonarios y no dan cuentas a nadie. Si tuvieran que explicar los contratos, mucha gente iría a la cárcel-- declaró Pelé.
Agregó que la arrogancia de su compatriota Havelange se explica porque teme que salgan a luz las cochinadas de su yerno, Ricardo Teixeira, que preside la Confederación Brasileña de futbol. Por notoria paradoja, la belleza del futbol profesional brasileño es desgraciadamente proporcional a la destreza de sus dirigentes, maestros en el arte de sobornar jueces, mentir balances, vaciar tesorerías, burlar leyes y exprimir jugadores.
Un año y medio antes de este escándalo de la ley Pelé, a fines del 95, la revista brasileña Placar entrevistó a Joseph Blatter, brazo derecho de Havelange y cortesano mayor en la corte de la FIFA. El periodista le preguntó su opinión sobre el sindicato internacional de jugadores, que se estaba formando:
La FIFA no habla con jugadores -- respondió Blatter. Los jugadores son empleados de los clubes.
Mientras este burócrata emitía su desprecio, ocurría una buena noticia para los atletas y para todos los que creemos en la libertad de trabajo y en los derechos humanos. La Suprema Corte de Luxemburgo, la más alta autoridad jurídica de la Comunidad Europea, se pronunció a favor de la demanda del futbolista belga Jean-Marc Bosman, y en su sentencia estableció que los jugadores europeos quedan libres, una vez vencidos los contratos que los ligan a los clubes. La universalización de esta conquista, libertad para todos en todas partes del mundo, es una de las tareas que se propone llevar adelante el sindicato que ya está funcionando, la Asociación Internacional de futbolistas Profesionales. Aunque en Europa se rompieron los lazos de servidumbre feudal, en el resto del mundo los jugadores todavía integran los balances como patrimonio de los clubes. A pesar de sus notorios desencuentros con Maradona, que es la cabeza visible del sindicato, Pelé saludó la iniciativa gremial en una carta que presentía su propia ley, y anunció: ``Vamos a formar la mejor selección de todos los tiempos, la selección de los atletas libres''.
En esos días, el director técnico Pacho Maturana advirtió: ``A los jugadores nadie los tiene en cuenta''. Y ésa sigue siendo una verdad grande como una casa y vasta como el mundo entero, aunque en Europa exista libertad de contratación. Al fin y al cabo, es precisamente en Europa donde los jugadores están sometidos al más feroz ritmo de trabajo. El futbol, lucrativa industria del espectáculo, explota a los jugadores hasta la última gota de su jugo. Pero, ¿de qué se quejan? ¿Acaso los jugadores no ganan fortunas? Unos pocos, los elegidos, sí. Aunque tampoco es para tanto: en la última lista de la revista Forbes, donde figuran los 50 atletas mejor pagados del mundo en 1996, no hay ni un solo jugador de futbol.
Los que manejan el negocio, los dueños de la pelota, actúan como si los jugadores no existieran. Jamás los escuchan. Los verdaderos protagonistas del espectáculo asisten desde la tribuna, como espectadores, a las decisiones que toman los empresarios y sus burócratas: quiénes juegan, por cuánto, cuándo, dónde y cómo. Designios inescrutables, cuentas secretas. La FIFA modifica los reglamentos, con buen criterio o con criterio dudoso, y discute cambios delirantes, como la ampliación de los arcos, sin que los jugadores puedan nunca decir ni pío.
En el mundo actual, todo lo que se mueve y todo lo que está quieto trasmite algún mensaje comercial. Cada jugador de futbol debe ser una cartelera publicitaria en movimiento, aconsejando al público consumir productos, pero la FIFA prohíbe que los jugadores porten mensajes que aconsejen la solidaridad social, disparate que está expresamente prohibido. Julio Grondona, presidente del futbol argentino, recordó recientemente la prohibición, cuando algunos jugadores quisieron expresar en la cancha su apoyo a la huelga de los docentes, que ganan sueldos de ayuno perpetuo. Y en abril de este año, la FIFA castigó con una multa al jugador inglés Robbie Fowler, por el delito de inscribir en su camiseta una frase de adhesión a la huelga de los obreros de los puertos.
Cuanto más alto es el nivel profesional del futbol, más abundan los deberes, siempre más numerosos que los derechos: la aceptación de las decisiones ajenas, la disciplina militar, los entrenamientos extenuantes, los viajes incesantes, los partidos que se juegan un día sí y otro también, laobligación de rendir más a cambio de menos, el bombardeo de drogas que queman la juventud pero permiten cumplir a pesar del agotamiento y de las lesiones... Los jugadores, los autores de la fiesta, padecen un atroz ritmo de trabajo, que invita a recordar la respuesta que dio Winston Churchill al periodista que le preguntó cuál era el secreto de su vida tan larga y su salud tan buena. En 1964, Churchill había llegado tan campante a los 90 años:
--¿Quiere usted saber cuál es el secreto? --respondió Churchill--: el deporte. Jamás lo practiqué.