La Jornada Semanal, 17 de agosto de 1997
En esta nueva entrega, Javier Marías se ocupa de un mal típico de España, y del ancho mundo, que en opinión del autor de Todas las almas no es sino una forma perversa e inequívoca de admiración: la envidia.
Es curioso: desde tiempo inmemorial todos los españoles están de acuerdo en que el vicio nacional por antonomasia es la envidia, y sin embargo casi nadie hace nada por remediarlo. Al contrario, las huestes envidiadoras parecen ir siempre en aumento. Hace poco leí lo que decía al respecto Ibn Hazm de Córdoba en el siglo XI, y resultaba deprimente comprobar que nada ha cambiado desde entonces, o sólo para peor.
Digamos, con todo, que hay una envidia comprensible y otra que no lo es, y que el grado de enfermedad de una sociedad se mide por la intensidad y frecuencia de la segunda. Aquí nos sobra de ambas, pero sobre todo de la que no se comprende o no se debe comprender. Se puede entender la amargura por el bien ajeno cuando uno cree que ese bien podría ser suyo, que estaría a su alcance. Disculpen que en los ejemplos tire hacia mi actividad, pero no sólo es la que mejor conozco, sino que sirve de buena muestra aplicable a casi todo lo demás. Hasta cierto punto es lógico, así, que un escritor envidie el éxito de otro, sus ventas, su calidad, sus premios, la incondicionalidad de sus lectores o -esto menos, ya que todo el mundo las tiene positivas- las críticas que recibe. O un actor a otro, o un médico a otro, o un torero a otro, o una profesora o locutora a otra. Y sin embargo no parece que el móvil de ese sentimiento sea la mera carencia de reconocimiento y lisonja propios y la insultante abundancia de lo mismo en el otro. Yo he percibido tanta envidia en los fracasados como en los triunfadores, y, si me apuran, uno de los escritores más palpablemente envidiosos y cicateros de nuestro país es quizá el más galardonado y adulado de todos. Algo invita a pensar, por tanto, que la envidia adopta el disfraz de lo superficial y externo y finge codiciar los laureles y los confetti que se lanzan a su rival, pero que tal vez, en el fondo más sabia y radical de lo que parece, lo que de verdad hace anhelar es escribir como el otro, actuar, curar, torear, enseñar, encandilar como el otro, ser él o ella. Eso revela una gran inseguridad, una profunda insatisfacción con lo que uno hace, independientemente del reconocimiento que obtenga con ello. A ese individuo, por tanto, nada le bastará, sólo la desaparición de quien él quisiera ser, erigido en el perpetuo recordatorio de su insuficiencia.
El segundo tipo de envidia es más cómico pero también más grave. Consiste en que el ama de casa envidie al torero triunfal, el oficinista al actor, el banquero al médico, el editor al escritor, el zapatero a la profesora y el poeta al astronauta. O todos a cualquiera. En su libro El testigo de oído, Elias Canetti trazó cincuenta caracteres de nuestro tiempo, y uno de ellos es el ``Recelafamas'', de cuya impagable descripción extraigo un par de frases: ``Desde que nació, el Recelafamas sabe que nadie es mejor que él... Hojea diariamente el periódico en busca de nombres nuevos, ¡qué hace éste metido ahí!, exclama indignado, ¡si ayer ni figuraba!'' Estoy convencido de que la figura les resultará familiar.
Esa envidia indiscriminada es también más peligrosa, porque así como uno puede precaverse contra las puñaladas de sus colegas, es imposible prever si le va a tocar en suerte el odio de su tendero, de su oftalmólogo, de su farmacéutico, de su novia o de su portero, cuando las cosas marchan bien. Por ser esa envidia arbitraria y no tener nada que ver con las expectativas razonables de cada uno, puede llevar a quienes la padecen a una furia ciega, destructiva y aun autodestructiva. Yo tuve un extraño editor que, cuanto mejor iban mis libros, peor me trataba y más odioso se ponía. Mi beneficio era el suyo (multiplicado por tres o más), y sin embargo prefería no promocionar apenas mis títulos y no reeditarlos en cuanto se agotaban, aunque eso le causara perjuicio económico, con tal de causármelo a mí y ``frenarme''. l no escribe, y más vale así. La mayor bendición de un editor es contar con un autor en ascenso, pero él se empeñaba en hacerme descender. Nunca lo comprendí. Acaso fue muy duro que un colega suyo extranjero de gran prestigio le escribiera una vez para felicitarlo no por su labor general, sino por haber editado cierta novela. No lo sé. El único consuelo a esas situaciones que duelen y a nuestro mal nacional es que la envidia no deja de ser una de las formas más cabales e inequívocas de la admiración.