Pedro Miguel
Entre la hiena y el boy-scout

Este ángel exterminador pelado al rape mató a 168 personas --hombres, mujeres y niños, negros, asiáticos y caucásicas, liberales y conservadores, fanáticos de los Dodgers y de los Cardenales, consumidores de la Ford y de la Chrysler-- mediante una carga de nitrato de amonio colocada en una pick-up roja. Fue una carnicería cuidadosamente concebida, planificada y ejecutada. Fue un acto político en protesta por la matanza de davidianos en Waco, ocurrida meses antes debido al fanatismo de los sitiados y a la impericia de los agentes del FBI. Fue tal vez una expresión de enojo ante los designios secretos de la ONU (minuciosamente documentados en el libro The Turner Diaries y en las tertulias de ``Las Milicias'') convertir a Estados Unidos en un país socialista.

La semana pasada, a cambio de su hazaña, Timothy James McVeigh, un joven patriota del tipo caucásico, veterano condecorado de la Tormenta del Desierto, fue condenado a morir por inyección letal por una corte de Denver, Colorado.

A lo largo del juicio correspondiente llovieron testimonios sobre los sufrimientos de los niños que fueron afectados por la explosión en el edificio federal de Oklahoma; se habló sobre ropa con componentes sintéticos que hubo que arrancar, con todo y piel, a los pequeños; de abuelos mutilados e hijas fallecidas.

Al mismo tiempo, la defensa presentó las facetas humanas y hasta entrañables de ese campeón del terrorismo nacional (proudly assembled in USA) hasta convertirlo a ojos de todo el mundo en un chico responsable, aunque un tanto tímido y retraído, un iniciado en los misterios paranoicos del survivalism y en las rutinas de fisicoculturismo, un vecino modelo, comedido con las viejitas, producto típico de la generación de los divorcios y que, sin embargo, tuvo la entereza de espíritu suficiente para hacerse camino en la vida e inscribirse a la Asociación Nacional del Rifle.

Entre la imagen de la hiena y la del boy scout de derechas no hubo mediaciones. Este representante de la saludable juventud estadunidense va a ir al matadero porque, en un momento de ofuscación, se equivocó en sus juicios y sus actos. Punto.

Por supuesto, en el proceso legal no se dijo una sola palabra sobre el sistema de valores que hace de puente entre uno y otro extremos, entre el chacal y el buen muchacho. Nada sobre las docenas de películas en las que jóvenes bienintencionados rescatan a la patria, amenazada por conspiraciones truculentas, a punta de violencia extrema. Nada acerca de las engañifas de que se valió Washington para mandar al Golfo a sus propios soldados y a los de otras veinte naciones. Nada sobre toda la mierda ideológica que se respiró en Estados Unidos durante la docena trágica de la Revolución Conservadora, empezando por la guerra de las galaxias contra el imperio del mal y terminando por los atropellos contra Libia, Grenada, Nicaragua, Panamá y otras naciones pequeñas, remotas y miserables que fueron convertidas en ``amenazas a la seguridad nacional'' del Estado más poderoso del planeta. Nada sobre el racismo palpitante que se da rienda suelta en las comisarías de Nueva York y en las fiestas de Virginia.

Ahora la sociedad estadunidense se dispone a inyectar en el torrente sanguíneo de su criatura McVeigh alguna sustancia venenosa para que el muchacho de cabeza rapada deje de respirar y se muera. Se trata de una práctica que el propio McVeigh aplaudiría, de no ser porque va a realizarse en su propio pellejo. Así, la justicia piensa escarmentar y disuadir a futuros terroristas: enseñándoles que la venganza es un asunto aceptable y necesario, que hay que matar seres humanos para resolver algunos problemillas sociales y que la autoridad tiene siempre la razón.

A ver cuándo terminan.