El capitalismo industrial inventó a fines del siglo XVIII una ideología destinada a justificar los desajustes de sus realizaciones: el progreso. Y consciente de los costos sociales naturales a su dinámica, concibió de paso un modo singular de amor al género humano: la filantropía. Más tarde, el capitalismo intentó ser como aquel gigante del cuento de Oscar Wilde a quien los niños consiguieron redimir de su egoísmo. Tal fue el caso del llamado ``Estado de Bienestar'', que en el siglo XX buscó compensar el vértigo de la concentración de riqueza y las luchas sangrientas que el capitalismo desencadenaba con su paso de gigante.
Sin embargo, tanta cocacola corrió bajo sus puentes que, presa del esoterismo numérico y de la irracionalidad, el capitalismo acabó en pura especulación, negando así los criterios distributivos de su racionalidad original. Cosa que hubiese desconcertado a Adam Smith, padre de la economía liberal, quien entendía, humanamente convencido, que el hombre debía vivir de su trabajo y que su salario debía estar acorde con las necesidades de su familia. O bien que sin política económica y sin política social, la economía quedaba reducida a un juego cabalístico de irresponsables adictos a la Bolsa de Valores.
Smith pensaba de buena fe que si el hombre actuaba motivado por su interés personal, sin intervención del Estado, las leyes de justicia tendrían éxito por ``la benevolencia natural de un individuo hacia los otros''. Esto creía el fundador del actual lenguaje ``economicista'' pues él era filósofo, oficio menos lúgubre que el de ``planificador de mercado''. Imaginémoslo escuchando la reciente discusión entre el especulador y filántropo húngaro George Soros (``tengo mucho dinero pero necesito más para ayudar a otros'') con el escritor Mario Vargas Llosa respondiéndole que sus ideas favorecen al socialismo. El mundo está muy loco.
Ciegamente optimistas, con el espíritu y el alma lobotomizada, los tahures de la ``economía libre'' multiplican exponencialmente la pobreza y dibujan la democracia con regla y compás para medir los ``costos de la transición''. Pero lo único libre que va quedando de la economía purgada de política es el despeñadero de todos en el abismo donde aguardan, con las fauces abiertas, los ``tiranosaurios'' de Spielberg y los efectos nada virtuales del mito neoliberal.
Por ejemplo, los cinco mil niños que en el mundo de hoy nacen día tras día para graduarse de Mad Max en la calle, serán los padres y abuelos de los 13 mil millones de pobres que según el Banco Mundial vivirán en el 2050 cercando los muros de 700 millones ricos. Estas criaturas acechan. Son niños que juegan como niños pero aman como adultos, roban como bandidos, mueren como desechos humanos y que sin saberlo expresan, paradójicamente, la profecía anunciada por los luchadores sociales modernos: la autodestrucción del capitalismo en el marco de la ``globalidad realmente existente''.
Cuatro décadas antes de la Revolución francesa, el barón de Montesquieu, sumándose a los parlamentarios más conscientes de la nobleza y de la burguesía, acusó a la corte de ser ``tumba de la nación''. Advirtió Montesquieu: ``Cuando en un gobierno, al hablarse de la cosa pública, cada uno dice `¿Qué me importa?', la cosa pública está perdida''.