La posición de la delegación mexicana que participará en la undécima reunión del Grupo de Río, dada a conocer ayer por el canciller José Angel Gurría, en la que se rechaza el reinicio de la venta de armas estadunidenses a países de América Latina, resulta meritoria por su congruencia con los principios históricos e irrenunciables de la política exterior de nuestro país y porque es un llamado necesario de alerta para evitar una escalada armamentista en el subcontinente latinoamericano.
Durante la guerra fría, la industria militar de Estados Unidos tuvo enormes mercados, no sólo en sus propias fuerzas armadas sino en la de países aliados o satélites. Con la desaparición del bloque del Este --y de la confrontación bipolar más grande que se haya conocido en la historia--, los mercados de armas de alta tecnología se contrajeron de manera muy significativa, afectando a la industria bélica estadunidense, especialmente la enfocada a la aeronáutica.
En este contexto, los países productores de artefactos de destrucción sofisticados --Francia, Gran Bretaña, Rusia, Israel, Italia y Alemania, entre otros-- han visto en América Latina un mercado potencial para sus productos y, ante ello, Estados Unidos ha reaccionado, como parte de las acciones de rescate de los declinantes mercados de su industria militar, con el levantamiento del embargo de armas a América Latina.
Esta situación es en extremo alarmante, ya que puede conducir a la creación artificial de un mercado latinoamericano de armamentos que no tiene razón de ser y que implicaría la transferencia de importantes recursos que debieran destinarse a tareas realmente prioritarias, como la atención de las grandes carencias económicas, educativas y sanitarias que se registran en la región.
América Latina no tiene enemigos externos que justifiquen la compra de misiles, submarinos o aviones supersónicos --el único país del que históricamente han provenido amenazas bélicas es Estados Unidos, potencia contra la cual sería impensable emprender una confrontación militar--, y si bien existen añejas enemistades y diferencias entre las naciones latinoamericanas --que podrían ser exacerbadas por los vendedores de armamentos para generar un mercado artificial--, estos diferendos se han mantenido bajo control y sólo han suscitado acciones militares en casos excepcionales. Sin embargo, la adquisición de armas de alta tecnología podría causar recelos e inquietudes entre los países que mantienen conflictos latentes y desencadenar una escalada militar indeseable y de consecuencias trágicas.
Involucrarse en una carrera armamentista resultaría ruinoso para las frágiles economías de la región y para la precaria armonía que, hasta ahora, se ha mantenido entre las naciones de América Latina. Igualmente, desde el punto de vista político y democrático, el armamentismo otorgaría a las fuerzas armadas del subcontinente un peso desestabilizador y peligroso.
El abastecimiento de armas, además, genera repercusiones muy graves para la estabilidad de los países latinoamericanos. Por un lado, el abasto de armamentos invariablemente produce lazos de dependencia entre los países compradores y los proveedores, lazos en los que los primeros ponen en los segundos poderes y decisiones críticos sobre su seguridad nacional. Por el otro, la oferta de este tipo de pertrechos puede permear --vía el mercado negro-- hacia sectores delictivos, elevar sustancialmente su poder de fuego y potenciar sus actividades criminales.
En esta perspectiva, la posición que la Cancillería defenderá en la próxima cumbre latinoamericana, por su congruencia con los postulados fundacionales de la diplomacia mexicana, con consideraciones humanistas e, incluso, con el sentido común, debe merecer el respaldo de toda la sociedad.