MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Estuche de colores
Otilia sentiría menos cansancio si lloviera de una vez por todas. Las discontinuas apariciones del sol la deprimen porque le recuerdan algo. ¿Qué? Otilia no intenta responder a la pregunta. Sabe que tratándose de sus experiencias anteriores será algo triste. Llegar a ese punto reafirma su decisión de ocultarle a su hijo ciertos capítulos de su vida: no hará ni dirá nada que pueda trasmitirle a Nicolás su temperamento melancólico. ``Se sufre mucho'', piensa antes de volverse al niño y preguntarle: ``¿ya te cansaste?''
Nicolás mueve la cabeza de ese modo tan gracioso que a Otilia le gusta porque le devuelve el optimismo y la confianza en que sus actos tienen alguna importancia. Sin embargo, hoy no logra convencerse de que la haya tenido al haber entrado en decenas de papelerías para conseguir un ahorro de apenas veinte pesos en la compra de los útiles escolares.
Menos mal si pudiera quedarse con ese dinero. Sabe que se le escapará de las manos en cuanto llegue a su casa. De seguro su marido o su suegra le pedirán algo: ``¿Tienes para ir por mi chamarra a la tintorería?'' ``Ya se acabó el arroz: mañana compras''. La perspectiva de oír esas frases le provoca a Otilia el deseo de permanecer más tiempo en la calle. Puede hacerlo porque aún es temprano -las seis-, según el reloj de un salón de belleza.
Otilia imagina la forma en que a esas horas la luz entra por la ventana de su vivienda y rebota sobre los muebles desiguales. Desde que se casó, hace nueve años, está esperando la oportunidad de sustituirlos. Cada vez que se acerca diciembre su esposo le promete que ahora sí, sumando el aguinaldo y la tanda, le comprará sala y comedor completos.
Jamás ha ocurrido y nada le dice a Otilia que este diciembre será distinto. Sabe que, como en los años anteriores, surgirán gastos extraordinarios y habrá deudas qué pagar. Estas nunca son suyas. Las contrae su esposo sin avisarle. Ella le reclama, él le responde que con su dinero puede hacer lo que se le ocurra; Otilia se enfurece y acaba preguntándole a su marido qué le parecería que ella gastara el dinero en vestidos y maquillajes. El siempre le responde en un tono burlón y amenazante: ``Andale, atrévete y verás lo que te pasa''.
La evocación de la escena acentúa el disgusto de Otilia. Luego se recrimina haber caído en semejantes pensamientos; después de todo no salió a la calle para seguir dándole vueltas a sus problemas. Además, falta mucho para el fin de año y quién le garantiza que vivirá hasta entonces. No tenemos la vida comprada. Para muestra, el caso de Ricardo Aldape. Sumida en esas reflexiones, Otilia no alcanza a impedir que Nicolás se suelte de su mano y corra hacia el escaparate donde se exhiben desde cuadernos hasta computadoras. ``A ver si aquí encontramos los colores que te faltan'', le dice a su hijo mientras lo empuja al interior del comercio.
Al ver la papelería atestada Otilia comprende que ninguna de las dependientas la atenderá y se dirige a las canastillas repletas de ``productos castigados''. La última rebosa estuches de colores. Mirarlos le despierta un sentimiento de melancolía y la necesidad de comer algo dulce. Sin pensarlo se vuelve hacia Nicolás: ``¿Quieres un helado?''
Madre e hijo comparten la mesa en la cafetería destartalada. Sonriendo, Otilia repite sin énfasis: ``Nico, guarda tus cuadernos. Los vas a ensuciar''. El niño no parece escucharla, sigue manejando los útiles como si fueran los carritos de fricción que colecciona. Otilia nada dice. En el fondo se alegra de que su hijo esté entretenido porque así la deja libre para seguir pensando en las cajas de colores que le recordaron tantas cosas. Esta vez Otilia no rehúye precisar las imágenes y sonríe.
``Chistosa, ya te vi: te estás riendo'', dice Nicolás en el mismo tono en que ella pronuncia esta frase cuando lo regaña. Otilia niega con la cabeza pero su hijo insiste: ``Andale, no seas mala, ¿de qué te estabas riendo?'' Otilia se limpia los labios con la servilleta de papel: ``de nada, de una cosa...'' El niño clava los ojos en su madre, que duda si compartir o no sus recuerdos, pero al fin cede: ``La primera vez que fui a la escuela sufrí mucho. Imagínate: nunca antes me había separado de mi hermanita Herminia''. ``¿La muda?'', pregunta Nicolás sin malicia. ``Sabes su nombre. ¿Por qué le dices así?'' El niño retrocede en su asiento: ``Porque tú me has dicho que mi tita no podía hablar y las personas que no hablan son mudas''.
Otilia inclina la cabeza y juega con la cuchara: ``Pobrecita, era tan linda''. El niño retoma la frase anterior: ``En serio, ¿no te gustaba ir a la escuela? Entonces ¿por qué siempre me dices que a mí tiene que gustarme?'' La madre sabe que su hijo está fraguando un argumento de largo alcance y se apresura a desactivarlo: ``No dije que la escuela no me gustara, sino que la primera vez que fui me dio tristeza separarme de mi hermanita. Para consolarme, mi mamá me compró un juego completo de colores. ¡Ay Nico, la caja era preciosa!''
Otilia percibe el desinterés y la somnolencia de su hijo cuando lo oye preguntarle abruptamente: ``Mami, ¿ya nos vamos?'' ``Nada más que me termine el café'', responde Otilia, temerosa de perder el hilo de uno de los pocos recuerdos bellos de su vida. Gira en torno a su juego de colores. Más que los lápices, le fascinaba el decorado de la caja: un príncipe y una princesa, a caballo, ascendían por un camino hacia un castillo inexpugnable.
Para Otilia y para su hermana aquella ilustración se convirtió en una puerta de escape. En los momentos amargos en que sus padres se culpaban uno a otro por el mutismo de su hija menor, las dos niñas se escondían bajo la cama para mirar la caja de colores. Otilia nunca consiguió que su hermanita le comunicara las imaginaciones que le despertaba la estampa, pero supone que eran similares a la suyas: convertirse en princesa y huir, en compañía de un príncipe azul, lo más lejos posible de su casa y de su vida.
Otilia estaba a punto de concluir el primer año cuando su padre encontró el recurso ideal para deshacerse de su hija menor: que Herminia se fuera con su abuela. En el pueblo, según él, la niña estaría más segura y menos expuesta a las burlas.
Apenas hubo tiempo para la despedida de las hermanas, el suficiente para que realizaran una ceremonia secreta bajo la cama: Herminia le obsequió a Otilia un puñito de dulces y a cambio recibió la caja de colores y la promesa del rencuentro. No volvieron a verse. Pasados tres años Herminia falleció. La familia viajó al pueblo donde la abuela, entre lágrimas, describió el inesperado fin de su nieta: ``Como la pobre nunca se quejaba, yo qué iba a imaginarme que se sintiera mal. Para mí que la mató un enfriamiento''.
Al concluir su relato, la abuela se dirigió a Otilia: ``Tu hermanita andaba por todas partes con su caja de colores. La veía horas enteras. Quién sabe qué se le habrá figurado. Tómala, puede servirte''. Otilia interpretó el regalo como un mensaje póstumo de su hermana; conservó el juego de colores durante años pero al fin la cajita se confundió entre los muchos objetos desiguales que poblaron su vida de casada. Otilia acabó por olvidarlo pero hoy, a la vista de los útiles escolares, la caja reapareció en su memoria y, tan intenso como antes, su deseo de escapar a un sitio lejano.
``Mami, tengo mucho sueño. Ya vámonos''. El gimoteo de Nicolás devuelve a Otilia a la realidad. Rumbo al paradero de autobuses, piensa que su marido la someterá a un interrogatorio feroz -``¿Por qué tardaste tanto?''- como sucede siempre que vuelve de la calle. Entonces la mujer describe su experiencia, desde la salida hasta el mínimo encuentro. Esta vez no lo hará. No tiene palabras para decir la verdad: que hizo un largo y difícil retorno hasta su infancia.