En 1946, el ejército norteamericano probaba bombas atómicas en las islas Bikini. Mientras tanto, el diseñador francés Louis Réard preparaba otra clase de explosión: el traje de baño de dos piezas que haría que la posteridad recordara para siempre aquel archipiélago sin gloria de la era atómica: el bikini. Louis Réard, creador del bikini, estaba lejos de ser un sastre convencional. Se formó como ingeniero automotriz y en alguna ocasión trabajó para la Renault. Acaso como una superación total de los coches, decidió pasar sus mejores años inventando un objeto capaz de parar el tráfico. Aunque desde 1925 diseñó trajes de baño, no fue sino hasta la posguerra que concibió su creación definitiva. Europa era entonces un continente de playas desiertas; las arenas habían sido escenario de desembarcos y combates con baterías anfibias, y se necesitaba algo que las dotara de vida. Louis Réard apareció como el profeta de una religión destinada a celebrar como nunca el cuerpo femenino. Siguiendo el aforismo del arquitecto Mies van der Rohe (``menos es más''), Réard concibió una prenda minimalista cuya principal virtud era que apenas tenía que ver con el universo de la costura. Los desfiles de modas de Armani, Versace, Saint Laurent y otros astros de la tijera, despliegan telas complicadas que casi por accidente son vestidos; los estampados y los cortes renovadores tienen un sentido estético que rebasa con mucho su utilidad. En el siglo XVIII, Lichtenberg se asombraba de la forma en que el hombre lograba que la satisfacción de las necesidades más elementales se transformara en un rico artificio. El ilustrado alemán señaló que el berrido de un niño fue el antecedente del lenguaje poético, del mismo modo en que la hoja de parra fue el antecedente de los vestidos franceses. La alta costura rara vez se rebaja a abrigar o cubrir las partes del cuerpo que uno no desea mostrar en la oficina; su papel es imaginativo. Si una chamarra de marca tiene un cierre, lo más chic es que sea inútil. El bikini obedece al principio contrario. Es una prenda hecha para desaparecer ante la mirada. Si alguien elogia el bikini de una amiga corre el riesgo de parecer alburero. Ante el ombligo definitivo y central, sólo un fetichista de los materiales se fija en la tela. El bikini surgió como una forma legítima de desnudarse. Sin embargo, lo que hoy es un atuendo común y corriente, usado incluso por las octogenarias de Miami, hace 50 años fue un atentado contra las buenas costumbres. En 1946, Italia y España prohibieron que el horror de dos piezas (que ya dominaba Francia) llegara a sus playas, y la guardia civil arrestó a algunas turistas que pensaron que la Costa Brava tenía un nombre adecuado para la vanguardia bikinera. Los Estados Unidos, tan orgullosos de sus explosiones en las islas Bikini, tardarían unos diez años en adoptar la más breve prenda de la era atómica. Su gran propagandista internacional fue Brigitte Bardot. En 1956 posó con un bikini de flores en la Riviera francesa, inaugurando la era de las diosas mojadas. Ursula Andrews, Raquel Welch, Jane Fonda y la inmensa nómina de las modelos de verano de la revista Deporte Ilustrado, harían del bikini un clásico de nuestro tiempo. Como las camisas sanforizadas, el bolígrafo y el acero inoxidable, el bikini pertenece a lo que hace 50 años fue moderno. Hoy en día, una brasileña promedio, compra cinco bikinis al año y conserva unos quince en su guardarropa. Quizás el límite de esta prenda no sea moral sino ecológico. Aunque aún hay playas donde la piel es un espectáculo pecaminoso, el verdadero desafío al bikini viene de la naturaleza. El agujero en la capa de ozono hace que asolearse sea cada vez más peligroso. Tal vez en un futuro no lejano recordaremos con nostalgia a la tribu hedonista que inventó un traje sin otro propósito que demostrar que, cuando Venus sale del agua, puede haber algo nuevo bajo el sol.
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De toda la abundante literatura de burdel que floreció a fines del siglo pasado con los escritores Decadentes, quizá nada es más famoso que le Vice Anglais (``el vicio inglés'', dicho en francés porque fueron los escritores de esa lengua los que divulgaron la práctica, atribuyéndola, como se ve, a los ingleses). La práctica consiste en derivar placer sexual de la tortura y el dolor, tanto al causarlo como al sufrirlo. Rousseau, por ejemplo, obtenía placer al sufrir castigos corporales. Sade, como se sabe, al causarlos. El propósito de esta nota es aclarar el origen de la denominación de esas prácticas. Explican los que saben que el origen hay que buscarlo en la persona de George Augustus Selwyn (1719-91) ``una de las más conspicuas figuras de sociedad bajo Jorge III''. De él se dice que ``a un gozoso disfrute de los placeres de la sociedad, un imperturbable buen humor, un corazón amable y un apasionado afecto por los niños, se unía un morboso interés en los detalles del sufrimiento humano, y más especialmente el gusto por ser testigo de las ejecuciones de criminales. No sólo era un constante frecuentador de tales escenas de horror, sino que se enteraba de todos los detalles del crimen y la historia privada del criminal, su desempeño durante el juicio, en la mazmorra y en el cadalso, y el estado de su sentimiento en la hora de la muerte y la degradación. Todo esto despertaba en Selwyn el más profundo y extraordinario interés. Aun los más espeluznantes detalles de un suicidio o un asesinato, la investigación del cadáver desfigurado o la vista de un conocido tendido en la plancha, parece haber suscitado en él un doloroso e indescriptible placer''. De Selwyn se cuentan muchas anécdotas. La más famosa es de un viaje a París. ``La irritabilidad nerviosa y ansiosa curiosidad de observar el efecto de la disolución de los hombres, lo exponían demasiado al ridículo, no sin acompañamiento de censura. Acostumbraba asistir a todas las ejecuciones, y, a veces, para pasar inadvertido, se disfrazaba de mujer. Me han asegurado que en 1756 fue a París con el propósito expreso de ser testigo de los últimos momentos de Damiens... Estando entre la multitud, e intentando acercarse lo más posible al cadalso, fue al principio apartado por uno de los verdugos, pero habiendo informado a esa persona que había hecho el viaje desde Inglaterra sólo para estar presente en el castigo y muerte de Damiens, el verdugo empezó a apartar a la gente al tiempo que gritaba: `çbranle paso al señor, quítense, es inglés y es un amateur'.'' Según las descripciones, Selwyn vestía con elegancia atildada de dandy, pero, como Baudelaire, escandalizaba por andar sin corbata, ``el cuello desnudo, un vraie toilette de guillontiné'', y llevaba el pelo largo, una melena como la de D'Aurevilly, en la que destacaba un mechón blanco. En el Diario de los Goncourt se informa que las uñas de sus pequeños dedos eran, a la manera china, largas. La presencia del inglés, no sólo despertó interés en el enrarecido ambiente parisino, sino que produjo novelas que ayudaron a fijar el personaje del inglés aristocrático y educado de morbosa sensibilidad. Una es La Faustin de Edmund de Goncourt, otra Los misterios de Londres de Paul Feval, donde un cierto doctor Moore y un químico llamado Rowley hacen letales experimentos con una muchacha, Claire MacFerlaine. La desdichada joven es encerrada en un cuarto acolchado para que sus gritos no lleguen al exterior. Pero hay algo infantil, casi de comic de Los Supersabios en todo esto: el químico, entusiasta de los venenos, lee siempre antes de dormirse un capítulo de La Toxicología Recreativa de cierto doctor Veron. Y, en este sentido, no faltaron libros de autoayuda como Utilidad de la Flagelación en los Placeres del Amor y del Matrimonio de un tal Meibomius. El más famoso practicante del Vice Anglais fue el refinado poeta inglés Swinburne, tan famoso que, a su muerte, el gran Yeats exclamó: ``ahora ya soy yo el Rey de los Gatos'', dando a entender que no había ya mejor poeta en lengua inglesa. (Todas estas noticias, salvo la última, las tomé de un libro justamente famoso: La carne, la morte e il diavolo nella literatura romantica, escrito en los treinta por Mario Praz, que leí en una traducción al inglés, The Romantic Agony, Oxford University Press, 1970, segunda edición, con prólogo de Frank Kermode. Creo que el libro está traducido a muchos idiomas y no es muy difícil de encontrar. En él se prueba que no hay nada más divertido y estimulante que la más seria erudición).
¿Una moda virtual o una virtual moda?
Entre los productos secundarios de la tecnología, junto con el humo de las fábricas, los desechos radiactivos y Viaje a las estrellas, destaca la particularmente perniciosa fascinación popular por ciertas palabras de moda que se insertan en el habla popular. Términos como nuclear o atómico y prefijos como ciber o nano, se han usado de manera indiscriminada para revitalizar viejos conceptos y diversos bienes de consumo, con fines casi siempre mercantiles. A pesar de no ser una palabra técnica, virtual ha corrido con una suerte semejante en un tiempo en que miles de personas crean cotidianamente identidades virtuales para navegar virtualmente por los espacios virtuales de Internet. A propósito de este tema, Antulio Sánchez ha escrito el libro Territorios virtuales. De Internet hacia un nuevo conceptoÊde la simulación (editorial Taurus, 1997).
Mundos virtuales naturales y artificiales
La palabra virtual viene del latín virtus (``virtud'', ``fuerza'') y se refiere a algo implícito o tácito; se aplica para expresar que la cosa designada por ella tiene en sí la posibilidad de ser lo que el nombre significa pero no lo es realmente; es algo que tiene el poder de actuar sin la intervención de la materia. La realidad virtual es toda reproducción que crea la ilusión de ser funcional o efectivamente convincente como real, a pesar de ser una simulación manufacturada por el hombre. El director de la revista Topodrilo define así lo virtual: ``Entiendo por mundo o ambiente virtual natural a un conjunto de imágenes no del todo interactivas, provenientes de la fantasía, la imaginación, pero que son exploradas y tienen un efecto retardado en quienes entran en contacto con ellas, es una relación subjetiva; por su parte, un mundo virtual sintético sería el que está conformado por una base de datos gráfica de tipo interactivo; es una zona explorable y visualizable en tiempo real o no, bajo forma de imágenes de síntesis tridimensionales con el fin de dar el sentimiento de inmersión en la figura representada, aunque la cuestión subjetiva o, si se prefiere, de engaño a la mente, es lo destacable.'' Más adelante añade: ``La cuestión virtual no es exclusiva de la era tecnológica, ya que previo al desarrollo de las tecnologías masivas de la información se contaba con ambientes virtuales.'' El autor no precisa a qué ambientes se refiere pero podemos imaginar que son los que Anne Friedberg define en su obra Window Shopping como los métodos de movilización de la visión, que se remontan a las pinturas rupestres. Sánchez precisa: ``El mundo virtual natural, no inmersivo, es el que ha sido fiel acompañante de las civilizaciones de la humanidadÉ'' No obstante, cuesta trabajo aceptar que mitos, religiones y demás creencias sean asumidas como algo ``natural'' y las creaciones tecnológicas como algo artificial. Tanto una leyenda como una computadora han sido creados por el hombre y no por la naturaleza.
¿Dónde quedó el quinto poder?
No voy a discutir aquí las muchas cosas en las que estoy de acuerdo con Sánchez, pero en lo personal tengo un serio problema con un libro cuya introducción comienza así: ``En los tiempos que corren es bastante común escuchar expresiones o descripciones que para reflejar aspectos de la realidad, se transmiten o se presentan como si fuesen modelizaciones icónicas.'' (¿Se escuchan las representaciones que se presentan como iconos?) Sánchez es un ávido lector con ideas originales y una variedad de intereses (como lo demuestran las últimas partes del libro); no obstante, su prosa se siente apresurada y muchas veces dolorosamente enredada. A menudo utiliza comparaciones inadecuadas (el ciberespacio como un satélite de corredores), inventa etiquetas ostentosas (¿música virtual de vanguardia popular?) y manipula términos extraños (¿a qué se dedican los tecnólogos?), que en vez de aclarar conceptos complican innecesariamente la lectura. También resulta cuestionable que llame a la red ``el sexto poder'' (¿y cuál es el quinto?) y se refiera muy familiarmente a una cosa que domina la ``filosofía de la neocalidad total de vida'' (propia de la gente entre 25 y 40 años). Algunas veces parece hacer juegos de palabras o adivinanzas: ``Éno se pasa del pasado al presente ignorando el presente (que ya permite ver lo que será el futuro) y el futuro (que ya está contenido en el presente)''. En ocasiones, se enreda con verdades de Pero Grullo y memes estorbosos: ``Eso no estipula que los géneros aún por inventarse vayan a ser lo más requeridos por los lectores surfeadores'', o ``Lo virtual de ninguna forma reemplaza a lo real'' (afirmación que repite en las páginas 66 y 67). Hay simplificaciones alarmantes, como aquella de que ``Éla conceptualización, producción, circulación y rentabilidad de un producto se mide por su velocidad, por la reducción de las fases. Las escuelas miden la calidad de sus estudiantes, por el lapso en que concluyen sus estudiosÉ'' A esto se suman muchos errores tipográficos, de los cuales debería responsabilizarse la editorial. Y finalmente, ¿qué quiso decir con eso de: ``El lenguaje icónico es bastante claro y en ocasiones su transparencia es su peor enemigo; se torna en una cuestión deleznable y detestable''?
Naief Yehya
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