La Jornada Semanal, 24 de agosto de 1997




FOSILES EN CADA CALLE


José Ramón Ruisánchez


José Ramón Ruisánchez nació en la ciudad de México en 1971. En 1993 obtuvo el Premio Juan Rulfo para Primera Novela con Novelita de amor y poco piano. También publicó Por qué no tenemos otro perro, novela que, en opinión de Carlos Montemayor, es ``un poderoso mundo de lenguaje que parece respirar con la misma abundancia, con la misma tenacidad con que la mole marina recomienza a cada oleaje''.



Pasó como siempre pasa: en una noche, cuando empieza a disiparse el espejismo de la carne, cuando el alcohol de ésa empieza a resucitar todos los alcoholes de las demás borracheras de la vida. El momento en que la punta de los dedos ha dejado de pertenecerle al delta de los nervios y el cerebro comienza a encontrarse el ombligo, a intentar la adánica labor de nombrar todas las cosas: la barra, los espejos sentenciosos, los teológicos lentes oscuros que tan bien le vienen al domingo, la curva de la mezclilla, los cigarrillos viejos que parecen automóviles chocados, la mujer que sonríe, el nombre de la mujer que sonríe, esos ojos.

Esos ojos: el alcohol firma una tregua interminable, libera a la lengua capturada y entonces pasa. Como siempre.

-Me voy a casar.

-¿Mucho?

-Mucho.

-¿Con quién?

-Con mi novio. Que no vino.

-¿Y por qué no vino?

-Porque ya nos vamos a casar.

-Estás muy borracha.

-No, me voy a casar.

Ambos callados.

Aunque por suerte la música no había terminado y cuando el mesero oyó champaña, decidió olvidar que el servicio se ha cerrado y sólo aguardan que los clientes vacíen sus tediosas copas tibias. Champaña. Y como premio o como última oportunidad de arrepentirse o para asegurarse de su no arrepentimiento, ella se entregó al beso más lento, como si le corriese un mínimo torrente de curare por la lengua dura que, no obstante, tampoco se detiene.

-¿Qué haces?

-¿Besándote?

-No, lo otro.

-A mi abuelo, el que fumaba, le tuvieron que operar la lengua por el cáncer de pipa. ƒl me enseñó.

-¿Hablas con el estómago?

-No exactamente.

Y el punto de urgencia en sus ojos fue final. Nos fuimos al hotel Majestic y la dejé que me llenara de palabras la cabeza.

He leído en algún sitio que las mitades del cerebro no son las mitades del cerebro sino dos cerebros diferentes: uno que nos hace actuar y otro que se dedica a inventar una complicadísima novela que justifica nuestros actos más o menos arbitrarios o, más exactamente, necesarios. Lo recordé porque tras meses de no beber, he bebido y ha continuado pasando eso inevitable, fruto quizá de la mitad derecha de mi mente, inexplicable aun para la izquierda. Lo intenta, estas páginas mediante. Hoy, la mitad derecha del cerebro de mi amiga Carla (que llama mi amiga CarlaÊla mitad izquierda de mi cerebro, aunque es más bien una compañera sin nombre de coitos a toda presión, generalmente rastreros) ha decidido obsequiarme, del periódico que nunca compro por decisión unánime de todas mis mitades, la sección que jamás leería: Sociales. Era por la boda, por una vez con novia guapa. Y digo por una vez con más dolor que experiencia, ya que sencillamente era Ella (a la que la mitad izquierda de mi cerebro no llama amiga y la derecha extraña fieramente). Ella flanqueada por su novio (imposible pensarlo esposo) a la derecha y a la izquierda por un torvo pariente que por el peso de la edad parece su abuelo sin lengua, aunque parlante. Debo aclarar que he ubicado al novio y al abuelo según mi punto de vista y no a su respecto.

Fui a beber solo porque no soporto las chácharas escondidamente homosexuales de esos grupos absolutamente masculinos, y menos los rituales interminables que cuando van mejor son duelos de ingenio presexual, y cuando caminan mal, duelos sin ingenio y asexuales. En realidad fui a beber solo porque sólo quería beber. Esta vez no hubo sorpresas, me sumí en recetas de coctel transmitidas con rigor desde los felices años treinta. Pagué una cuenta penitencial pero justa. Salí del bar, subí a mi coche y unos diez minutos después (diez antes de llegar a casa) mi cerebro izquierdo decidió que sería extremadamente poético flagelar alguna fachada de esas abundosas por el rumbo: payo el gusto y extremado el bolsillo. Al tiempo que me aproximaba a la acera, miré aquellas balaustradas, aquellos macetones con trozos de espejo, esas reproducciones de los gigantes de Tula que tanto me recordaban el pasmo de los peces más confucianos. Miraba los horrores y por mirarlos no caí en cuenta que alguno de aquellos potentados del pequeño comercio o la política sindical de poca monta había decidido marcar su territorio con un pedrusco de cemento rodeado de un bote metálico y coronado por un tramo de tubo.

Bajé, favorecí su pared con un largo chorro de orina y debido a que mi auto no había resultado dañado por el choque, me largué. Sin embargo, bien pronto decidí que la meada ajustaba cuentas tan sólo con su mal gusto y que debía emprender alguna otra acción para castigar la afrenta a la libertad de dejar el coche donde a uno le viniese en gana. Con esta excusa (formulada, claro está, por la mitad izquierda de mi cerebro) secuestré su triste mojón.

Lo que le permite a la mitad izquierda del cerebro enterarse de qué nuevo sesgo tomará su interminable novela se denomina cuerpo calloso. Tengo para mí que su comportamiento cesa o al menos se vuelve irregular en algunas fases de la asimilación del alcohol. O quizás ese es el modo mediante el cual la mitad izquierda de mi cerebro se desentiende de la justificación de cuanto sucedió hace pocos días, a la mañana siguiente (segunda de Su luna de miel) del rapto del mojón callejero.

Abrí la cajuela, lo saqué del auto y con más fuerza que paciencia, lo golpeé con el cincel que siempre había estado en casa y que alguna de las dos mitades de mi cerebro (quizá la izquierda, en un flash-forward) no me había dejado tirar nunca. El ejercicio acabó por fructificar: un frasco lleno de una sustancia transparente y un ojo que como todos cuantos carecen de su rostro era un nadador indeciso y parecía no mirar a ningún sitio. Lo más difícil no es recordar los hechos, sino las reacciones; por la velocidad a la que se suceden o por vergonzosas, sobre todo por estar opacadas por la que prevaleció. Así, recuerdo sólo de manera vaga la tentación para presentar mi caso en algún programa televisivo y la duda surgida ante la poca atención que le presto al aparato; también de manera huidiza se me presentan las reacciones referentes al miedo. No sólo la absoluta ausencia de miedo sino una especie de interrogatorio (entre mitades): ¿por qué no siento miedo?, ¿es tan extremo el miedo que no lo identificaré como tal hasta después, cuando todo sea un recuerdo? Quizá fueron estas especulaciones sobre lo que de siniestro tenía mi hallazgo, las que me llevaron a la línea de pensamiento dominante y al despertar de la mitad izquierda de mi cerebro: no tengo miedo puesto que antes ya había sido advertido de esto. Antes, alcoholizado, en medio de una excitación sexual impostergable, besando a una mujer (ahora) casada. Que hablaba (no exactamente) con el estómago.

En apariencia, lo malo de los hechos y hallazgos extraordinarios es que buena parte de las veces no tienen ningún efecto ulterior. Si se logra concentrar la suficiente audacia, dieciocho segundos de gloria en la televisión; si la audacia se sustituye con humildad, a lo más que llega es a alguna velada con el nieto impaciente, que medio oye las historias y a falta de pruebas prefiere llamar a sus amigos, ponerse a ver por la televisión los dieciocho segundos de gloria de alguien más, o sencillamente crecer.

Sin embargo, durante un periodo predeciblemente corto, el milagro supone una visión del mundo diferente; la explico como un repentino explicar las cosas con el hemisferio de la derecha y actuar movido por el de la izquierda. Así, mientras la razón se me opacaba, corría a una hemeroteca desolada y buscaba con avidez la plana que mi compañera de cópulas de alta presión y generalmente rastreras me había mostrado algunas horas atrás, y que nunca había logrado hallar en casa. El pie de la foto me informó Su apellido actual, y esperé que, con algo de suerte, el cuerpo mismo del artículo evidenciase los caminos de Su viaje de bodas. No fue así. Y el diario, aunque lleno de pretensiones de gran mundo a juzgar por lo que ilustraba en los siguientes, recientísimos números, no contaba con corresponsales extranjeros que cubriesen los eventos de la luna de miel.

Me conformé con buscar el apellido del nuevo casado en el listín telefónico y en no hallándolo, mediante el servicio inconcebible de información telefónica. Cada vez que sonaba ocupado, volvía a discar, con prisa pero con una prisa en ningún modo desesperada. Quizá gracias a esta perseverancia -que en algún momento supongo que estuvo relacionada con la fe- conseguí finalmente los dos números telefónicos de su nuevo hogar. Sin embargo, no marqué de inmediato. No tenía ningún caso. Y valía más intentar acordarse de algún otro mensaje de los que Ella podría haber introducido en mi cabeza.

Inútil intentar la narración de la semana que siguió, cuando el ojo que nadaba en un líquido transparente, contenido en un frasco, guardado en un cajón, se fue convirtiendo en algo con menor y menor importancia en mi vida. El insomnio de la primera noche -cuando trataba de recordar exactamente o vagamente o como fuese lo que me había dicho Ella en el bar a punto de cerrarse, en el auto, en el hotel Majestic- se transformó en una preocupación vaga, como cuando olvidamos felicitar a alguien el día de su cumpleaños y pasa el tiempo. Será el año que viene.

No obstante, el olvido (o la maldita mitad derecha de los cerebros) tiene maneras muy extrañas de actuar. Mi amiga Carla, dispuesta a actuar una más de nuestras separaciones definitivas (a las que siempre seguían reencuentros intensísimos), me había pedido que le devolviera un encendedor que yo tenía en préstamo permanente cuando nos amábamos, pero que no usaba jamás debido a ciertas veleidades de soplete. Después de mucho esforzarme en vano para hallarlo, decidí usar el método de la búsqueda estúpida: ir directamente al lugar más improbable, y de ahí recorrer todos los escondrijos obvios. Claro, en el cajón no sólo me encontré el encendedor, sino los dos teléfonos de la reciente pareja, que con toda probabilidad había vuelto ya de su luna de miel, y un ojo, que aún era mal nadador, pero que había cobrado cierta expresión acusadora; una especie de ruego que encubre una amenaza.

Por suerte (¿por suerte?) me contestó ella.

-Encontré un ojo en un frasco de vidrio que estaba forrado con un bloque de concreto.

-Me da gusto.

-No sé si a mí me da gusto.

Y ella dijo, con una voz de perfecta casada: Bueno, que estés bien. Al mismo tiempo, no exactamente con el estómago, me dio una cita para esa misma tarde en una calle que tuve que buscar en la Guía Roji.

Llegué puntual. Ella no apareció. No había autos ni gentes, sólo un enorme roble que extendía su sombra hasta un letrero de prohibido estacionarse que se mantenía en pie gracias a una cubeta llena de cemento.

En ocasiones, pienso que la teoría que leí hace algún tiempo es completamente falsa. Pienso que jamás hice tal lectura, sino que es una invención de la mitad izquierda de mi cerebro para asumir el papel de víctima, cuando en realidad su papel verdadero consiste en inventar premios y propósitos aparentemente razonables para obligar a la mitad derecha a operar la complicada maquinaria del yo, de acuerdo a sus tiránicos caprichos. Una de estas ocasiones llegó cuando conjugaba el martillo y el cincel (que no había tirado jamás) con un furor calcado con toda nacrónica exactitud de las mañanas navideñas que viví como imogénito, primer nieto y bobo ingenuo. Martillaba con el mismo entusiasmo con el que leí las páginas iniciales de todos los libros largamente anhelados, ya fuera por falta de dinero, decisiones editoriales de no reimprimirlos o extraños criterios de adquisición en las bibliotecas a las que tenía acceso. Ahora, no sé si la metáfora libresca verdaderamente surgió en un lapso de auto-observación o más bien emerge en este momento, cuando tengo que contar que dentro de este bloque de cemento hallé un libro. Y se equivoca el estúpido que piense en el Tanatomicrón o algún incunable. Se trataba de un ejemplar, de los muchos que había hecho Alianza de Bolsillo cuando Canetti ganó el Premio Nobel, del tercer tomo de sus memorias: El juego de ojos. De hecho, yo mismo lo tenía en la biblioteca, aún sin leer.

El juego de ojos, la broma me pareció buena; Ella tratando de evitarme mayores locuras, Ella que quizá ni siquiera se acordaba de lo que me había dicho (no exactamente con el estómago) en su despedida de soltera. Me puse a leerlo esa tarde y las siguientes tardes, debo confesar que en la edición de Alianza, aunque a todas luces resultaba inferior a la aún virgen de Muchnik. El problema no es lo mucho que me gustó el libro, sino el inquietante pasaje que la esfera de mis hemisferios no pudo pasar por alto. En él, Canetti se refiere a su admirado amigo, el escultor Fritz Wotruba, quien tenía su taller bajo un viaducto elevado; describe con subjetiva delicia la creación que más lo impresionó: El Hombre en Pie, que Wotruba había logrado en una piedra durísima y tuvo que enterrar cuando la segunda guerra mundial se tornó inminente. El Hombre en Pie que tras la guerra Wotruba sencillamente nunca pudo hallar.

Con la certeza de que poseía una magnífica copia del libro, arranqué la hoja que contenía el pasaje y la guardé en el cajón. Además, no tuve más remedio que llamarLa. Las mitades de mi cerebro parecían aliadas por algo más que mi frágil cuerpo calloso.

Esta vez me contestó su marido.

-¿Quién la llama?

-Wotruba -respondí, con mi mejor acento de checo residente en Viena.

-¿Perdón?

-El escultor Wotruba.

Ella habló todo el tiempo con el estómago (no exactamente). Y al principio su discurso me pareció incoherente:

-Una foto de dos mujeres que se besan en la boca, un pequeño esqueleto de bebé o quizás un nonato, una pistola con cinco balas, un mapa marcado, relicarios, anillos, medallas, pulseras, una grabación de una banda casera, el más pequeño de los telescopios, novenas a santos non-sanctos, botellitas siempre carentes de etiqueta, dos rosas, la envoltura de una navaja Guillette, guías dietéticas por docenas, cocaína, llaves.

Ella colgó y me seguía pareciendo bastante disparatada esa enumeración que me había vomitado sin dudar un segundo acerca de quién era yo.

Ahora estoy seguro que a su lista podría agregar yo la mía, comenzando por un ojo que nada (mal) en un frasco de vidrio. A eso se refería.

Algunas noches salgo a tomarme unas copas o vuelvo de casa de mi amiga Carla o sencillamente paseo (excusas seguramente de la mitad izquierda de mi cerebro) y me encuentro junto a la acera un bloque de cemento -a veces en un bote de pintura, con o sin una varilla que sobresale-, que me llevo. Casi estoy seguro de que tras las ventanas alguien observa el momento terrible en que un extraño lo libra de la parte más vergonzosa de su vida, imposible de destruir pero fosilizada en espera precisamente de ese extraño.

A mi lista, más tarde o más temprano,Êacabarán por añadírsele un cenicero o unos cerillos o un pequeño bote de champú del hotel Majestic; en ese momento quizá Wotruba haga su última llamada para pedir un pequeño curso que le permita hablar no exactamente con el estómago. Tras ello, iré a un bar y a otro bar y a otro bar, hasta que encuentre a la mujer perfecta y la entere del secreto. Entonces y sólo entonces meteré este manuscrito en una botella de vino (que ahora bebo) y utilizaré la bolsa de cemento que, paciente, espera su turno.

Claro, todo esto si las mitades de mi cerebro deciden ponerse de acuerdo y concederme su gracia.