La Jornada Semanal, 24 de agosto de 1997
Las islas siempre me han fascinado. Quizá le fascinan a todo el mundo. Las primeras vacaciones de veranoÊque recuerdo -sólo tenía tres años- fueron a la Isla de Wight. En mi memoria sólo quedan fragmentos: los acantilados de arenas multicolores, la majestad del mar, que veía por primera vez; su calma, su suave crecimiento y su tibieza me encantaban, pero cuando soplaba el viento su agitación me aterrorizaba. Mi padre me contó que antes de que yo naciera él había ganado una carrera a nado alrededor de la Isla de Wight, y eso me hacía pensar en él como un gigante, un héroe...
Relatos de islas y mares, barcos y marineros, entraron a mi conciencia muy tempranamente. Mi madre me contaba acerca del capitán Cook, de Magallanes y Tasman, de Dampier, de Bougainville, y de todas las islas y pueblos que descubrieron, y me los señalaba en un globo terráqueo. Las islas eran lugares especiales, remotos y misteriosos, inmensamente atractivos, y sin embargo atemorizantes. Recuerdo haberme asustado, hojeando una enciclopedia infantil, al leer al pie de una fotografía acerca de las grandes estatuas ciegas de la Isla de Pascua que miraban el mar; los isleños habían perdido la capacidad de navegar lejos de la isla y habían quedado totalmente apartados del resto de la humanidad, condenados a morir en absoluto aislamiento.
Leí acerca de náufragos, islas desiertas, islas que eran prisiones o leprosarios. Me encantaba El mundo perdido, la espléndida noveleta de Conan Doyle acerca de una aislada altiplanicie sudamericana llena de dinosaurios y formas de vida del Jurásico -una isla, en efecto, abandonada en el tiempo (prácticamente me sabía el libro de memoria, y soñaba con crecer para convertirme en otro Profesor Challenger).
Era fácilmente impresionable y tenía gran disposición para hacer propias las fantasías de otras gentes. H. G. Wells era particularmente poderoso: para mí, todas las islas desiertas se convertían en su Isla Aepyornis o, en vena pesadillesca, en la Isla del doctor Moreau. Más tarde, cuando leí a Herman Melville y a Robert Louis Stevenson, lo real y lo imaginario se fundieron en mi mente. ¿De verdad existían las Marquesas? ¿Omoo y Typee eran aventureros reales? SentíaÊespecialmente esa incertidumbre en cuanto a las Galápagos, pues mucho antes de que leyera a Darwin las conocía como las islas ``malignamente encantadas'' de Melville.
Más tarde, los relatos de viajes reales y científicos comenzaron a dominar mis lecturas -El viaje del Beagle, de Darwin, El archipiélago malayo, de Wallace, y mi favorito, la Narración personal, de Humboldt (me gustaba particularmente su descripción del drago de seis mil años en Tenerife)- y el sentido de lo mítico, lo romántico, lo misterioso, se subordinaron a la pasión de la curiosidad científica.
Pues las islas eran, por así decirlo, experimentos de la naturaleza, lugares bendecidos o maldecidos por alguna singularidad geográfica para abrigar formas únicas de vida: los ayeaye y los monos potto, los lorias y lémures de Madagascar, las grandes tortugas de las Galápagos, las gigantes aves no voladoras de Nueva Zelanda, todos ellos especies o géneros singulares que en sus aislados hábitats han tomado sendas evolutivas separadas del resto de los animales del mundo. Hace poco me sentí extrañamente contento por una frase de uno de los diarios de Darwin, escrita después de que había visto un canguro en Australia; el animal le pareció tan ajeno y extraordinario que se preguntó si no representaba una segunda creación.
De niño padecía migrañas visuales, en las que no sólo se presentaban las cintilaciones clásicas y las alteraciones del campo visual, sino también alteraciones en el sentido del color, que podía debilitarse o desaparecer completamente durante unos cuantos minutos. Esta experiencia me asustaba, pero también me tentaba, y me hacía preguntarme cómo sería vivir en un mundo carente del todo de color, no sólo por unos minutos sino de manera permanente. No fue sino muchos años después que obtuve una respuesta, por lo menos parcial, encarnada en un paciente, Jonathan I., un pintor que repentinamente había perdido todo sentido del color después de un accidente automovilístico (y quizás una apoplejía). Aparentemente, no había perdido la visión del color a causa de un daño específico en los ojos, sino por una perturbación en las regiones del cerebro que ``construyen'' el sentido del color. De hecho, parecía haber perdido la capacidad no sólo para ver los colores, sino para imaginarlos o recordarlos, e incluso para soñarlos. No obstante, igual que un amnésico, en cierta forma era consciente de haber perdido los colores, después de toda una vida de visión cromática, y se quejaba de sentir su mundo empobrecido, grotesco, anormal -su arte, su comida, incluso su esposa le parecían ``plomizos''. Sin embargo, su caso no mitigaba mi curiosidad sobre la cuestión de lo que sería jamás haber visto los colores, jamás haber tenido el menor sentido de su cualidad original, su lugar en el mundo.
Casi siempre, la ceguera del color, producida por un defecto en las células de la retina, es parcial, y presenta formas muy comunes: la ceguera ante los colores rojo y verde le afecta, hasta cierto punto, a uno de cada veinte hombres (es mucho menos frecuente entre las mujeres). Pero una total ceguera congénita a los colores, o acromatopsia, es sorprendentemente rara, y tal vez afecte sólo a una de cada treinta o cuarenta mil personas. ¿Cómo sería el mundo visual para los nacidos totalmente ciegos al color? ¿Carecerían de la sensación de haber perdido algo, tendrían un mundo no menos denso y vibrante que el nuestro? ¿Podrían, incluso, haber desarrollado una percepción mucho más refinada que la nuestra del tono visual, la textura, el movimiento y la profundidad, y vivir en un mundo que en algunos aspectos sería más intenso que el nuestro, un mundo de una realidad más intensa, del que sólo podemos vislumbrar algunos ecos en las obras de los grandes fotógrafos en blanco y negro? ¿Acaso nos verían a nosotros como seres peculiares, distraídos por los aspectos triviales o irrelevantes del mundo visual, e insuficientemente sensibles a su verdadera esencia visual? No podía sino hacer conjeturas, puesto que nunca había conocido a nadie que hubiese nacido totalmente ciego al color.
Me parece que muchos de los cuentos de H. G. Wells, con toda su carga fantástica, pueden ser vistos como metáforas de ciertas realidades neurológicas y psicológicas. Uno de mis favoritos es ``El país de los ciegos'', en el que un viajero perdido que llega a un aislado valle en Sudamérica se queda impresionado por las extrañas casas ``multicolores'' que ve. Los hombres que las construyeron, piensa, deben ser ciegos como murciélagos -y pronto descubre que eso es justamente lo que pasa, y que se ha topado con una sociedad totalmente ciega. Descubre que su ceguera se debe a una enfermedad contraída trescientos años antes, y que andando el tiempo la idea misma de ver se ha desvanecido.
Durante catorce generaciones esta gente ha estado ciega y apartada del mundo que ve; los nombres para todo lo relacionado con la vista se han perdido o han cambiado... Como sus ojos, gran parte de su imaginación se ha marchitado y han tenido que desarrollar nuevas maneras de imaginar a través del tacto y del oído, sentidos más perceptivos en ellos.
Al principio, el viajero de Wells se muestra desdeñoso hacia los ciegos, a los que considera despreciables e incapaces, pero muy pronto los papeles se invierten y se da cuenta de que ellos lo consideran demente, sujeto de alucinaciones producidas por los órganos móviles e irritables de su cara (que los ciegos, con sus ojos atrofiados, sólo pueden concebir como una fuente de engaños). Cuando se enamora de una muchacha del valle y quiere quedarse allí para casarse con ella, los viejos, después de pensarlo mucho, están dispuestos a dar su anuencia, a condición de que él consienta en que le sean removidos esos irritables órganos: sus ojos.
Cuarenta años después de haber leído este cuento, leí otro libro, escrito por Nora Ellen Groce, acerca de la sordera en la isla Martha's Vineyard. Un capitán marino y su hermano, de Kent, según parece, se habían asentado allí hacia 1690; ambos tenían un oído normal, pero los dos llevaban consigo un gene recesivo causante de sordera. Con el tiempo, y a causa del aislamiento de Vineyard así como de la endogamia que se precticaba en su cerrada comunidad, el gene era portado por la mayoría de sus descendientes; para mediados del siglo XIX, en algunos de los pueblos del norte de la isla el veinticinco por ciento de los habitantes (o más) habían nacido totalmente sordos.
En este caso, la gente capaz de escuchar no era discriminada sino asimilada; con una cultura visual, todos los miembros de la comunidad -tanto los sordos como los que sí escuchaban- habían aprendido a usar un lenguaje de signos. Platicaban con signos (lo que, de muchas maneras, resultaba mejor que el uso del lenguaje hablado; por ejemplo, para comunicarse de un bote de pesca a otro, o para chismosear en la iglesia), debatían con signos, enseñaban en signos, pensaban y dormían con signos. Martha's Vineyard era una isla donde todos hablaban en lenguaje de signos, un verdadero país de sordos. Alexander Graham Bell, quien visitó la isla hacia 1870, se preguntaba si de hecho no albergaría toda una ``variedad sorda de la raza humana'' que podría propagarse a lo ancho del mundo.
Al saber que, como esa forma de sordera, la acromatopsia congénita es también hereditaria, no pude evitar preguntarme si también podría haber en algún punto del planeta una isla, un pueblo, un valle de gente ciega al color.
Me enteré de la existencia de Knut Nordby, fisiólogo y psicofísico, en un periódico. Nordby realiza investigaciones sobre la vista en la Universidad de Oslo y, en parte debido a su propia condición, es un experto en la ceguera del color. Sin duda, su condición representaba una importante y singular mezcla de conocimiento formal y personal. Más tarde, su breve autobiografía -uno de los capítulos de Night Vision- también me transmitió una sensación de franqueza y calidez que me impulsó a escribirle a Noruega. ``Me gustaría conocerlo -le decía-, y también me gustaría visitar la Isla de Fuur. Sería ideal ir ahí con usted.''
Casi me arrepentí de haber enviado en forma impulsiva esa carta a una persona totalmente desconocida, pero su respuesta, que llegó unos cuantos días después, me alivió y me sorprendió: ``Me encantaría pasar un par de días en Fuur en su compañía.'' Dado que los primeros estudios sobre Fuur se habían realizado en los años cuarenta y cincuenta -añadía-, me conseguiría información más actualizada. Un mes más tarde volvió a ponerse en contacto conmigo: ``Acabo de hablar con el principal especialista danés en acromatopsia, y me dice que ya no queda ningún acrómata conocido en la Isla de Fuur. Todos los casos del estudio original han fallecido o migraron hace mucho tiempo. Lo lamento. Odio tener que darle noticias tan decepcionantes, pues ya me había hecho a la idea de viajar con usted a la isla en busca del último acrómata.''
También yo estaba decepcionado, pero me preguntaba si no debíamos ir de todos modos. Me imaginaba descubriendo extraños residuos, fantasmas de los acrómatas que habían vivido allí una vez -casas multicolores, vegetación en blanco y negro, documentos, dibujos, recuerdos y relatos de aquellos que alguna vez los conocieron. Pero aún podía pensar en Pingelap. Se me había asegurado que allí todavía quedaban ``muchos'' acrómatas. Volví a escribirle a Knut, preguntándole si le gustaría acompañarme en un viaje de dieciséis mil kilómetros, una especie de aventura científica a Pingelap, y contestó que sí, que le encantaría venir.
La ceguera para los colores había existido tanto en Fuur como en Pingelap durante un siglo o más, y aunque ambas islas habían sido materia de extensos estudios genéticos, no se habían realizado ``exploraciones humanas'' (para decirlo de manera wellsiana) para determinar lo que habría significado ser un acrómata en una comunidad acromatópica -no sólo ser totalmente ciego para los colores sino tener, tal vez, padres y abuelos ciegos para los colores, vecinos y maestros; ser parteÊde una comunidad donde la idea misma de color podría haberse perdido, pero en la cual, como una especie de compensación, se hubiesen amplificadoÊotras formas de percepción. Yo tenía una visión, fantástica sólo a medias, de toda una cultura acromática con sus propios y singulares gustos, artes, cocina y vestidos. Una cultura en la que lo sensorial y la imaginación adoptaran formas muy diferentesÊde las nuestras, y en la que el ``color'' estuviese tan absolutamente despojado de referentes o sentidos que no existiesen nombres de colores, ni metáforas con colores, ni un lenguaje que los expresara, sino (tal vez) un lenguaje muy refinado para distinguir las más sutiles variaciones de tono y de textura de lo que nosotros llamamos ``gris''.
Emocionado, comencé a hacer planes para el viaje a Pingelap. Llamé por teléfono a mi viejo amigo Eric Korn -escritor, zoólogo y vendedor de libros antiguos-, y le pregunté si sabía algo sobre Pingelap y las islas Carolinas. También le pregunté a mi amigo y colega Robert Wasserman si querría acompañarnos, pues como oftalmólogo Bob atiende a muchas personas parcialmente ciegas para los colores, aunque al igual que yo jamás había conocido a nadie que hubiera nacido totalmente ciegoÊpara los colores. Habíamos trabajadoÊjuntos en varios casos que implicaban cuestiones de la vista, incluyendo el del pintor ciego para los colores, el señor I. Al inicio de nuestra práctica médica, en la década de los sesenta, Bob y yo habíamos cursado juntos estudios en neuropatología. Más tarde, Bob me contó una anécdota que me impresionó: en una ocasión, durante un viaje a Maine en el verano, Eric, su hijo de cuatro años, exclamó: ``¡Miren qué hermoso pasto anaranjado!'' ``No -le dijo Bob-, no es anaranjado; `anaranjado' es lo que tiene el color de una naranja.'' ``¡Sí -gritó Eric-, es anaranjado como una naranja!'' Esta fue la primera percepción que Bob tuvo del daltonismo de su hijo. Tiempo después, cuando tenía seis años, Eric hizo un dibujo que tituló La batalla de Roca Gris, pero para colorear la roca usó un pigmento de color rosa.
Como había previsto, Bob estaba fascinado con la perspectiva de conocer a Knut y de viajar a Pingelap. Apasionado surfista y marinero, tiene una gran pasión por el océano y por las islas, es extraordinariamente erudito en lo que se refiere a la evolución de algunas embarcaciones con flotadores en el Pacífico, y se moría de ganas de verlas navegando y de navegar una él mismo. Junto con Knut, formamos un equipo, una expedición a la vez neurológica, científica y romántica rumbo al archipiélago de las Carolinas y a la isla de los acrómatas.
Nos encontramos en Hawai. Bob se veía completamente a sus anchas con sus shorts morados y su camisa de chillones colores tropicales, pero Knut lucía muy diferente bajo el abrumador sol de Waikiki: llevaba puestos dos pares de anteojos oscuros sobre los normales, un par de micas Polaroid, y todavía encima una de esas micas para el sol que cubren la cara -se había formado un visor como el que tendría que usar un paciente de cataratas. Aun así tendía a parpadear y entrecerrar los ojos de manera continua, y tras los lentes oscuros podíamos ver que sus ojos mostraban un tic continuo, una especie de nistagmo. Se mostró mucho más cómodo cuando recalamos en un pequeño café, ubicado en un callejón muy apacible (y, para mi gusto, muy pobremente iluminado), donde se quitó su visor y sus micas y dejó de pestañear. Al principio, el café me pareció muy oscuro; cuando entramos, tropecé con una silla, pero Knut se sentía muy a gusto con la escasa iluminación y nos condujo a la mesa.
Los ojos de Knut, como los de otros acrómatas congénitos, no tienen conos (por lo menos no unos conos funcionales). stos son las células que, en el resto de nosotros, llenan la fóvea -la pequeña área sensible en el centro de la retina- y se especializan en la percepción de los detalles finos, así como de los colores. Por lo tanto, se ve forzado a confiar en la más bien magra información que le brindan los bastoncillos, que en los acrómatas, como en el resto de nosotros, están distribuidos alrededor de la retina, y aunque no sirven para discriminar los colores son mucho más sensibles a la luz. Son justamente los bastoncillos los que empleamos en un medio poco iluminado o escotópico (como, por ejemplo, al caminar de noche). Los bastoncillos le brindan a Knut la visión que tiene. Pero al no mediar la influencia de los conos, sus bastoncillos se decoloran muy rápido ante la brillante luz del sol, y prácticamente dejan de funcionar; de modo que de día Knut siempre anda deslumbrado, y queda literalmente ciego cuando el sol brilla mucho -su campo visual se contrae de inmediato, reduciéndose a casi nada-, a menos que proteja sus ojos de la intensidad de la luz.
Su agudeza visual, sin una fóvea llena de conos, es de sólo un décimo de lo normal. Siempre lleva consigo sus lentes de aumento y su monóculo que, al igual que los lentes oscuros y los visores, son aditamentos visuales esenciales. Además, al carecer de una fóvea que funcione, tiene dificultades para fijar y para mantener su vista sobre un punto, especialmente bajo una luz brillante, de ahí que sus ojos tengan movimientos espasmódicos.
Knut debe evitar que sus bastoncillos se fatiguen y, al mismo tiempo, si es necesario ver con detalle, encontrar maneras de agrandar las imágenes que sus bastoncillos le presentan, ya sea mediante instrumentos ópticos o mirando muy de cerca. También debe, consciente o inconscientemente, descubrir maneras de obtener información a partir de otros aspectos del mundo visual, otras pistas visuales que, en ausencia de color, puedan adquirir una mayor importancia. De ahí su intensa sensibilidad y atención hacia formas y texturas, contornos y límites, perspectivas, profundidades y movimientos, aun los más sutiles.
Knut disfruta del mundo visual casi igual que el resto de nosotros. También posee un ojo certero para la diversidad de la belleza humana. (Nos contó que tiene una hermosa mujer en Noruega, psicóloga, como él, pero que sólo hasta después de que se casó y un amigo le dijo: ``Ya veo que te gustan las pelirrojas'', se dio cuenta de que ella tenía el pelo rojo.)
Knut es un buen fotógrafo en blanco y negro. Dice que, de hecho, a fuerza de cotejarla, su visión tiene cierta semejanza con la de la película ortocromática en blanco y negro, aunque con una variedad de tonos mucho más grande. ``Ustedes les llaman grises, aunque la palabra gris para mí no tiene mayor sentido que azul o rojo. Yo no experimento mi mundo como carente de color ni me parece incompleto.'' Knut, quien nunca ha visto un color, no los añora en lo más mínimo; desde el principio, ha experimentado sólo la naturaleza positiva de la visión y ha construido un mundo de belleza, orden y significado sobre la base de lo que tiene.
Mientras caminábamos de regreso a nuestro hotel para una corta noche de sueño antes de nuestro vuelo al día siguiente, comenzó a oscurecer, y la luna, casi llena, se elevó en el cielo hasta quedar recortada entre las ramas de un árbol, como si estuviese prisionera. Knut se detuvo bajo el árbol y contempló atentamente la luna con su monóculo, identificando sus mares y sombras. Luego, poniendo el monóculo a un lado y mirando el cielo en torno suyo, dijo: ``¡Veo miles de estrellas! ¡Veo toda la galaxia!'' ``Eso es imposible -dijo Bob-. Sin duda el ángulo subtendido por una estrella es demasiado pequeño, puesto que tu agudeza visual es un décimo de lo normal.''
Knut respondió identificando constelaciones a lo ancho del cielo -algunas se veían muy distintas de las configuraciones que él conocía en el cielo noruego. Se preguntó si su nistagmo no podría ser un beneficio paradójico, ya que los movimientos espasmódicos ``embadurnaban'' un punto de otra manera invisible para agrandarlo, o si esto era posible a causa de otro factor. Estuvo de acuerdo en que era difícil explicar cómo podía ver estrellas con una agudeza visual tan baja pero, a pesar de todo, podía.
``Loable nistagmo, ¿eh?'', dijo Bob.
Pingelap es uno de ocho pequeños atolones dispersos en el océano alrededor de Pohnpei. Alguna vez, Pingelap estuvo compuesto por escarpadas islas volcánicas, como Pohnpei, pero geológicamente son mucho más antiguas y se han erosionado y desgastado a lo largo de millones de años, dejando sólo anillos de coral alrededor de lagunas, de modo que el área combinada de todos los atolones ahora no tiene más de cinco km2. Aunque Pingelap es uno de los atolones más distantes de Pohnpei (trescientos km de mares con mucha frecuencia tempestuosos), fue poblado antes que los otros, hace mil años, y aún hoy tiene la población más grande: cerca de setecientas personas. No hay mucho comercio ni comunicación entre las islas, y sólo un barco cubre la ruta entre ellas: el MS Microglory, que transporta cargamento y pasajeros ocasionales, cumpliendo su circuito (si el viento y el mar lo permiten) cinco o seis veces al año.
Puesto que el Microglory no habría de salir antes de un mes, contratamos un pequeño avión de propulsión, manejado por el servicio de Aviación Misionera del Pacífico, que manejaba un piloto comercial jubilado, originario de Texas y que ahora vivía en Pohnpei. Apenas nos las arreglamos para caber junto con el equipaje, el oftalmoscopio y varios materiales de prueba, pertrechos de buceo, equipo fotográfico y de grabación, y algunas provisiones extra para acromáticos: doscientos pares de visores para el sol de variados tonos y matices de oscuridad, junto con un número más pequeño de lentes y pantallas solares infantiles.
Pasó una hora antes de que viéramos el atolón de Mwoakil, y una hora más antes de que avistáramos las isletas del atolón Pingelap, formando una media luna quebrada alrededor de la laguna. Sobrevolamos el atolón dos veces para conocerlo con más detalle, lo que al principio no nos reveló nada, excepto una selva intacta. Fue hasta que rozamos los árboles, a unos sesenta metros del suelo, que pudimos distinguir senderos que cruzaban el bosque aquí y allá, y casas de una sola planta casi ocultas entre el follaje.
De pronto, el viento sopló, y los cocoteros y las pandáneas comenzaron a balancearse hacia adelante y hacia atrás. Cuando íbamos a aterrizar en una breve pista de concreto construida durante la ocupación japonesa cincuenta años atrás, un brusco viento de cola casi nos alcanzó muy poco antes de tocar suelo y casi nos saca de la pista. El piloto luchó para controlar el patinazo del avión pues, luego de perder parte del terreno de la pista, corríamos el riesgo de seguirnos más allá de ella. Gracias a su fuerza y buena suerte, el piloto se las arregló para que al avión diese vuelta antes; veinte centímetros más y habríamos caído a la laguna. ``¿Están bien, amigos?'', nos preguntó primero, y luego, como para sí mismo, añadió: ``¡este es el peor aterrizaje que haya realizado!''
Knut y Bob estaban pálidos, y el piloto también. Yo experimenté una curiosa indiferencia, e incluso pensé que habría sido romántico morir en el arrecife. Pero aun en tal situación extrema, mientras los frenos rechinaban para detenernos, me pareció escuchar risas y exclamaciones de júbilo a nuestro alrededor. Cuando salimos del avión, todavía pálidos y conmocionados, docenas de menudos niños morenos salieron de la selva, agitando flores y hojas de plátano, riéndose y rodeándonos. Al principio no pude ver a ningún adulto, y por un instante creí que Pingelap era una isla de niños. Y en ese largo primer momento, con los niños saliendo de la selva, algunos abrazándose, y la exuberancia de la vegetación tropical por todas partes, la belleza de lo primitivo, la humana y la natural, se apoderó de mí. Sentí una oleada de amor por los niños, por la selva, por la isla, por toda la escena. Pensé: hemos llegado, por fin estoy aquí. Quiero pasar aquí el resto de mi vida, y algunos de estos hermosos niños podrían ser míos.
``¡Precioso! -susurraba a mi lado Knut, arrobado-. Mira a ese niño, y a ese, y a aquel...'' Guiado por su vista, repentinamente vi lo que al principio no había distinguido: aquí y allá, entre los demás, había grupos de niños que parpadeaban, ajustaban la mirada contra la brillante luz del sol, y uno de ellos, un niño mayor, se cubría la cabeza con un trapo negro. Knut los había visto e identificado -sus hermanos acrómatas- apenas había salido del avión.
Aunque Knut había leído literatura científica, y aunque ocasionalmente había conocido a otras personas acromáticas, ello no lo había preparado de ninguna manera para el choque de verse realmente rodeado por gente igual a él, extraños a medio mundo de distancia con los que tenía un parentesco inmediato. Presenciábamos un encuentro raro peroÊintensamente conmovedor: el pálido y nórdico Knut, con sus ropas occidentales, la cámara colgando del cuello, y los morenos niñitos acromáticos de Pingelap.
Manos ansiosas tomaron nuestro equipaje, mientras nuestro equipo era puesto en una especie de improvisada carretilla -un artefacto muy poco estable hecho de tablas cortadas a machetazos sobre temblorosas ruedas de bicicleta. En Pingelap no hay vehículos de motor ni caminos pavimentados; sólo senderos de tierra o de grava entre los árboles, todos conectados, directa o indirectamente, con la calle principal, un trecho más ancho con casas en ambos lados, algunas techadas con lámina y otras con hojas. Hacia allá éramos conducidos, escoltados por docenas de emocionados niños y jóvenes (todavía no habíamos visto a nadie que tuviera más de veinte o treinta años).
Nuestra llegada -con bolsas para dormir, agua embotellada, equipo médico y cinematográfico- era un acontecimiento casi sin precedentes. La espontánea procesión, compuesta por un montón de gente boquiabierta sin líderes ni conductores, tenía una encantadora naturaleza festiva. Ellos se asombraban de nosotros, nosotros de ellos y de todo lo que nos rodeaba. Así nos fuimos abriendo camino, con muchas paradas y desviaciones, a través de la selva hasta el pueblo de Pingelap. De vez en cuando, unos puerquitos blanquinegros cruzaban nuestro camino. No eran tímidos pero tampoco afectuosos, como sucede con las mascotas; más bien vivían una existencia autónoma, como si la isla fuese igualmente suya. Nos impresionaba el hecho de que los puerquitos fueran blanquinegros y nos preguntábamos, medio en broma, si habrían sido criados especialmente por o para una población acromática.
Ninguno de nosotros manifestó este pensamiento en voz alta, pero nuestro intérprete, James, él mismo acromático (un hombre talentoso que, a diferencia de la mayoría de los isleños, ha pasado una buena cantidad de tiempo fuera de la islaÊy se ha educado en la Universidad de Guam), leyó nuestras miradas y dijo: ``Nuestros ancestros trajeron estos puercos cuando llegaron a Pingelap hace mil años, así como el árbol del pan y el ñame, y los mitos y ritos de nuestro pueblo.''
Aunque los puercos retozaban dondequiera que había comida, todos eran, según nos dijo el intérprete, propiedad de distintos individuos y, de hecho, eran tomados en cuenta como indicios del estatus del propietario. Originalmente los puercos eran comida real, y nadie excepto el rey, el nahnmwarki, podía comerlos; incluso ahora rara vez eran sacrificados, la mayoría de las veces durante fechas ceremoniales.
Knut estaba fascinado no sólo por los puercos sino por la riqueza de la vegetación, que veía con toda claridad -tal vez con más claridad que el resto de nosotros. Para nosotros, que percibimos normalmente los colores, al principio no era más que una confusión de verdes, en tanto que para Knut era una polifonía de brillos, tonalidades, formas y texturas fácilmente identificables y diferenciables. Knut le mencionó esto al intérprete, quien dijo que para él era igual, y para todos los acrómatas de la isla: ninguno de ellos tenía dificultad para distinguir las plantas del lugar. El pensaba que tal vez les ayudaba la naturaleza monocroma del paisaje; había unas cuantas flores y frutas rojas en la isla -que, de hecho, podían perderse en ciertas condiciones de iluminación-, pero prácticamente todo lo demás era verde.
``¿Pero qué hay de los plátanos? -preguntó Bob-. ¿Pueden distinguir los amarillos de los verdes?''
``No siempre -respondió James-. El verde pálido me parece igual que el amarillo.''
``Y entonces, ¿cómo pueden saber cuando está maduro un plátano?''
La respuesta de James fue dirigirse a un árbol de plátano y regresar con un brillante plátano verde para Bob.
Bob lo peló, cautelosamente le dio una pequeña mordida, y luego devoró el resto.
``Ya ves -dijo James-. No juzgamos sólo por el color. Miramos, palpamos, olemos, sabemos, tomamos todo en consideración, ¡en cambio tú sólo consideras el color!''
El súbito viento que casi nos había sacadoÊde la pista desmayaba, aunque las copas de las palmeras seguían balanceándose, y aún podíamos escuchar el rugido del oleaje aporreando el arrecife. Los tifones, que son notorios en esta parte del Pacífico, pueden ser especialmente devastadores para un atolón de coral como Pingelap (que no está más que a tres metros por encima del nivel del mar), pues toda las isla puede inundarse y verse sumergida por un mar turbulento. El tifón Lengkieki, que barrió Pingelap alrededor de 1775, mató al noventa por ciento de la población de la isla, y la mayoría de los sobrevivientes murió poco más tarde de hambre, ya que toda la vegetación, incluidos los cocoteros y los árboles de pan y de plátano, fueron destruidos, dejando a las isleños sin otro sustento que pescado.
En la época de aquel tifón, Pingelap tenía una población de casi mil personas que habían vivido allí durante ochocientos años. No se sabe de dónde llegaron los primeros pobladores, pero llevaron consigo un elaborado sistema jerárquico, encabezado por reyes hereditarios o nahnmwarkis, una cultura y una mitología orales, y un idioma que ya se había diferenciado tanto para ese entonces que difícilmente resultaba inteligible para los ``continentales'' de Pohnpei. Pocas semanas después del tifón, esa florecienteÊcultura fue reducida a unos veinte sobrevivientes, incluyendo al nahnmwarki y otros miembros del linaje real.
Los pingelapeños son extremadamente fértiles, y unas cuantas décadas más tarde la población llegaba a cien personas. Pero con este heroico crecimiento (necesariamente endogámico) surgieron nuevos problemas: rasgos genéticos que antes eran muy raros comenzaron a propalarse tanto que en la cuarta generación posterior al tifón una ``nueva'' enfermedad se había hecho presente. Los primeros niños de Pingelap con enfermedades oftálmicas nacieron en la década de 1820, y unas cuantas generaciones después su número había crecido.
La mutación causante de la acromatopsia pudo haber surgido entre los carolinos siglos antes, pero no era más que un gene recesivo, y mientras existiera una población grande, las probabilidades de que dos portadores se casaran y de que la condición se manifestara en sus hijos eran muy pequeñas. Todo esto se alteró con el tifón, y los estudios genealógicos indican que el propio nahnmwarki sobreviviente fue el progenitor de cada subsecuente portador.
Los niños con la enfermedad ocular parecían normales al nacer, pero cuando cumplían dos o tres meses comenzaban a parpadear o a guiñar los ojos, o a apartar sus caras de la luz brillante; y cuando comenzaban a dar sus primeros pasos se volvía evidente que no podían ver detalles finos ni objetos pequeños a la distancia. Para la época en que cumplían cuatro o cinco años, era claro que no podían distinguir los colores. El término maskun (``no-ver'') fue acuñado para describir esa extraña condición, que tenía lugar con la misma frecuencia entre niñas y niños, que por lo demás eran normales.
Hoy, casi doscientos años después del tifón, un tercio de la población es portadora del gene de maskun, y de cada setecientos isleños, cincuenta y siete son acrómatas. En otras partes del mundo, la incidencia de acromatopsia es menor de 1/30,000. Aquí, en Pingelap, es de 1 por cada 12.