La Jornada Semanal, 24 de agosto de 1997
Para fortuna de sus miles de lectores, Fernando Savater acaba de publicar en México El valor de educar (reseñado en nuestra sección de libros por Mabel Bellocchio). En esta ocasión ofrecemos su lección magistral en La Sorbona sobreÊel antropólogo Bernard Groethuysen.
Una de las más desventuradas confusiones teóricas de nuestra época
es la que ha llevado a identificar antropología con etnografía.
La tarea que hoy ocupa a los llamados comúnmente antropólogos -de
Frazer a Clifford Geertz, pasando por la mayoría de las obras de
Lévi-Strauss- es la investigación etnográfica, cosa desde luego muy
sugestiva pero distinta a la antropología. De modo que hoy, cuando
alguien quiere hacer propiamente antropología, debe advertir que va a
dedicarse a la ``antropología filosófica'', lo cual es una redundancia
semejante a si dijera ``antropología antropológica'' o ``filosofía
filosófica''. Porque la antropología es precisamente uno de los campos
del pensamiento filosófico y quizás el más característicamente
filosófico de todos ellos. En cierto modo, el núcleo de la filosofía
-lo que podríamos llamar en la jerga de hoy su ``disco duro''- es la
antropología, la cuestión del hombre: es decir, la cuestión que el
hombre se plantea a sí mismo y sobre sí mismo.
Todos los ``¿qué es?'' o ``¿por qué es?'' de la filosofía llevan implícito un recóndito ``¿qué soy?'' o ``¿por qué y para qué soy?'': en esta pregunta sobrentendida, a la que en último término remiten todas las demás, consiste la diferencia entre el pensamiento filosófico y el pensamiento científico. Aquél no trata de captar los objetos en su desnudez misma, para describirlos y entenderlos mejor, sino que los considera en cuanto se refieren a una búsqueda más urgente, la de cuál sea la condición del hombre y su destino. El objeto propio de la filosofía es indagar sobre la posición del sujeto capaz de filosofar.
El hombre necesita vivir en un mundo: no le basta el simple latido de su pulso, los apremios de la supervivencia, la lluvia de las apariencias, lo evidente, lo fugaz. Tiene que convertir todo eso en problema, tras haberlo convertido en enigma durante la edad en que regían los mitos. Y la respuesta a ese problema es un mundo, un ordenamiento suficiente aunque nunca completo y desde luego jamás definitivo de lo que pasa y lo que queda, de lo que dura y lo que se desvanece. En castellano decimos ``hacerse un mundo de tal o cual cosa'' cuando alguien magnifica exageradamente un obstáculo o una contrariedad. Pues bien, el hombre -el sujeto humano convertido en problema para sí mismo- se hace todo un mundo de ese obstáculo, de esa contrariedad insalvable que es el conjunto de la realidad. En este punto, el hombre se convierte en el émulo y la réplica de los dioses que él mismo ha propugnado con tanta fecundidad a su imagen y semejanza: esos dioses o Dios crean el mundo como realidad, y el hombre lo hace suyo -es decir, humanamente habitable, aunque sea en el terror y la perplejidad- como trama simbólica inteligible, como concepción mental. Así lo señala Bernard Groethuysen en el prólogo de su obra cimera (La formación de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII, traducida al castellano por José Gaos para el Fondo de Cultura Económica): ``la visión del mundo es, en este sentido, siempre y ante todo creación del mundo, modelación del mundo''.
Esta concepción del mundo entra una y otra vez en crisis por causa de la inadecuación de los materiales con los que se teje. No sabemos de qué está hecho el mundo, aunque quisiéramos que estuviese compuesto de voluntad divina deliberada para que de ese modo se nos pareciera un poco más. Cierto personaje de Shakespeare en La tempestad señala que los humanos estamos hechos ``del mismo material del que se hacen los sueños''; resultaría oportuno y cómodo que la realidad compartiese tal sustancia, pero todo parece indicar que no es así. Nuestras concepciones del mundo, esos mundos simbólicos creados y modelados por los hombres para que resulten humanamente habitables, tienen una textura distinta a la del mundo mismo que tratan de aprehender. Concebir el mundo con ideas y palabras es algo así como tratar de reproducir con lápiz y papel, en forma de dibujo, la sinfonía que estamos escuchando. ¿Puede dibujarse la música? ¿Puede pensarse el mundo? El resultado, en ambos casos, será mediocre o por lo menos notablemente arbitrario. En suma, revisable.
La música sigue sonando, misteriosa, y el dibujo que ha satisfecho a una comunidad durante una época es corregido, retocado, borrado, rehecho. Así una y otra vez. En cada uno de esos bosquejos aparece el semblante de quien dibuja con mayor nitidez que el rostro inabarcable de lo real. Creo recordar que cierto poema de Borges propone una alternativa plausible a las doctrinas tradicionales acerca de las recompensas y castigos del Más Allá. Dice el poeta que los pasos de cada uno de los hombres a lo largo de la vida trazan con sus meandros laberínticos un retrato, quizás el propio de ese individuo o el de la múltiple divinidad: contemplado tras la muerte para siempre, ese rostro será para unos hombres infierno y para otros paraíso. Pues bien, las concepciones del mundo también provienen del deambular polémico y afanoso de la mente humana de cada época, cuya imagen antropológica representa con sus miedos y sus anhelos. Pero no son eternas, sino que se interrumpen, se solapan y se sustituyen unas a otras. Huéspedes siempre del incesante universo, para el que no existe alternativa posible, los hombres mudamos al menos de concepción simbólica de lo realÉ ya que no podemos mudar de realidad.
Siguiendo este planteamiento, la tarea del filósofo es doble: por una parte, contribuye a acuñar y estilizar la concepción del mundo que estará durante cierto lapso vigente; por otra, estudia el tránsito de esas sucesivas concepciones, sus transformaciones graduales o radicales, los elementos nuevos que se incorporan al diseño y los que perduran, más o menos modificados, como rastro duradero de las anteriores. Según señala Groethuysen en el mismo prólogo de la obra antes citada, ``lo que el filósofo ve, lo que interpreta, no es, en efecto, el mundo sin más, sino justo ese mundo de que él y todos los demás hombres de su tiempo son nativos: el mundo del espíritu, patria de todos ellos''. Pero ese mundo del espíritu, a su vez, revela antes que nada el perfil de los hombres que allí habitan. También señala este aspecto Groethuysen, ahora en la introducción a su Antropología filosófica, y lo emparienta con la tarea de la literatura: ``La filosofía de la vida crea una imagen del hombre. Su esfuerzo por representar el hombre y la vida del hombre le emparienta con el poeta, incluso le asegura un lugar importante en el desarrollo de la literatura mundial. Cierto que lo que es sólo imagen no podría bastarle. Una vinculación muy particular liga en él la representación a la cosa vivida. Quiere comprender su vida y la de los demás hombres. Su representación es siempre de algún modo una respuesta a la pregunta: `¿Quién soy?' y `¿Qué es en general la vida?' Es precisamente eso lo que lo convierte en filósofo. Y sin embargo, toda su filosofía no cesa de referirse únicamente a la figura humana bajo cuyos rasgos se representa a sí mismo o al hombre. Esa filosofía no existe más que en su relación con la vida.''
Tal fue la tarea que aprendió Groethuysen de su maestro Dilthey, quien conceptualizó en la Erlebnis esa aprehensión característica de la vivencia humana cuya expresión y comprensión constituye el asunto de las llamadas ciencias del espíritu. Se trata sin duda de una antropología a medio camino entre la imaginación literaria y el rigor científico o, más bien, deudora de las aportaciones de ambas pero creadora de una perspectiva propia. En esta línea, Groethuysen no se limita simplemente a repetir la lección ilustre de Dilthey sino que aporta un estilo propio que, por un lado, refuerza y destaca aún más la vertiente expresiva -literaria, por tanto- de la construcción antropológica, y por otro refuerza su enlace con la objetividad histórica.
En primer lugar, Groethuysen es más existencialista que su maestro. Como él mismo señala: ``lo que importa no puede ser en todo caso más que el punto de vista de quien interroga, la pregunta que el hombre se plantea a sí mismo, y no la forma de responderla''. Su antropología nunca quiso ser un mero catálogo de soluciones mejor o peor articuladas, sino la crónica de las inquietudes que las convocan. En las palabras introductorias del apéndice de su obra principal, donde reúne los sermones religiosos que han sido su principal material de trabajo para llevarla a cabo, señala su método y su propósito: ``Debe dejarse la palabra todo lo posible a los hombres mismos de aquel tiempo, a fin de tener constantemente presente en la conciencia la relación de su pensar y sentir con su vida individual y social, y escapar al peligro de pretender reducir lo variable y múltiple de una manifestación social, multitudinaria, del espíritu, al esquema de una sucesión de ideas susceptible de ser considerada objetivamente.'' Lo que cuenta desde el punto de vista humano es la vida como problema, la perpetua problematización de la vida que ninguna respuesta zanja; todo lo aclarable es propósito de la religión, mientras que la filosofía se empeña más bien en mantener siempre abierta la indagación acuciante. Esta perspectiva vital, existencial, le da a todos los estudios de Groethuysen su peculiar tono narrativo: la suya es una antropología escrita en primera persona, en la que toman la palabra uno tras otro Platón y San Agustín, Petrarca y Nicolás de Cusa, etcétera, siempre con su voz propia, ligada a la perplejidad, al sufrimiento o a la acción política. Hay mucho de poético en estas expresiones que no reniegan de la subjetividad de la que brotan.
Pero junto a este refuerzo del elemento existencial y literario frente al más abstracto esquematismo diltheyano, también hay en la antropología de Groethuysen un renovado anclaje en la objetividad científica. Le viene de su conciencia histórica, a la que no son ajenas ni las aportaciones de Marx (que merecieron a Dilthey menos consideración teórica) ni las de Max Weber. En particular es interesante comparar, a la caza de semejanzas y divergencias, La ética protestante y el espíritu del capitalismo de este último con La formación de la conciencia burguesa de Groethuysen, sobre cuyo proyecto tuvo evidente influencia. Mientras que Weber alcanza sin duda un vuelo especulativo más alto y audaz, el admirable estudio de Groethuysen se atiene paso a paso a lo concreto, a lo testimonial, en un magistral ejemplo de historia de las mentalidades. Si Weber es el clarividente y polémico profeta del fundamento ideológico del capitalismo en la conciencia religiosa, Groethuysen es el minucioso cronista de las raíces antropológicas del nuevo tipo de hombre que había de culminar históricamente en la Revolución francesa. En su obra se combina la investigación acerca del hombre como estudio de su proceso simbólico, con una aguda conciencia de la temporalidad social sin cuya noticia ese proceso resulta ininteligible.
Hace cincuenta años de la muerte de Bernard Groethuysen, nacido en Berlín de padre holandés y madre rusa, que estudió en Alemania con Dilthey y fue condiscípulo de Heidegger y Jaspers hasta que la llegada de Hitler al poder le hizo instalarse definitivamente en Francia, donde fue maestro de Malraux, de Jean Paulhan y de otros no menos ilustres. A quienes hoy vivimos en una época donde se suceden vertiginosamente los relatos microhistóricos y casi nadie se atreve a proponer paradigmas de mayor calado, su obra nos resulta a la vez nostálgicamente lejana y ejemplarmente necesaria.