Lewis Thomas fue uno de los grandes pensadores científicos de nuestro tiempo. Investigador clínico de gran envergadura, patólogo y director de la escuela de medicina de Yale y finalmente director del afamado centro de investigación del cáncer Sloan Kettering, escribió por muchos años deliciosos ensayos y reflexiones biológicas en una de las revistas médicas de más prestigio: El New England Journal of Medicine. Su prosa elegante y ágil y su mente siempre inquisitiva le llevó a escribir libros como Las vidas de la célula, que le hicieron ganador de premios editoriales. En uno de sus profundos pero a la vez sencillos ensayos, que forma parte del libro Pensamientos nocturnos al escuchar la novena sinfonía de Mahler, Lewis se plantea a sí mismo cuáles son los tres problemas biológicos que para él encierran un mayor misterio y que le gustaría que la investigación científica resolviera. El primero es explicar el comportamiento sincrónico de una colmena y sus aparente inteligencia global. ¿Es que se trata de un superorganismo formado por autómatas biológicos finamente programados, que interaccionan para generar el pensamiento del avispero? El segundo misterio a resolver es cómo es que por mera sugestión hipnótica se pueden eliminar verrugas de la piel o producir ampollas. ¿Qué mecanismos psicosomáticos misteriosos pueden lograr que una alucinación inducida en un estado de hipersugestibilidad elimine un tumor dérmico o produzca una inflamación localizada con la formación de una vesícula? El tercer problema (que en verdad lo plantea como segundo) es el de la música.
Entender por qué la música ha sido indispensable acompañante de la evolución social y cultural del hombre y la mujer, y para qué la necesitamos. ¿Cuál es el significado biológico y psicológico de la música? ¿Por qué nos sigue impactando una obra de Bach, por qué nos deleita Mozart, por qué nos estremece Beethoven, por qué nos atrapa Mahler? Actualmente la música, la llamada clásica o fina, ha alcanzado una difusión inusitada, a pesar de no contar con la mercadotecnia y las pingües ganancias de la música popular. La radio, la televisión y sobre todo la nueva tecnología de discos compactos permite tener a la mano obras desde Palestrina hasta Górecki y escucharlas a voluntad en el momento que nos plazca. Nunca ha habido tal profusidad de excelentes orquestas, conjuntos de cámara, solistas y cantantes que atraen a un público cada vez más ávido y numeroso.
Las salas de concierto, los teatros de ópera y las producciones en grandes espacios abiertos se multiplican y constituyen un símbolo de estatus y de nivel cultural para la sociedad. Pero a pesar de tan grande y afortunada difusión, la música sigue siendo un enigma. Es un misterio acústico para el experto que descubre las irregularidades de una escala diatónica; es un milagro para el que escucha cómo, de una orquesta de más de 100 instrumentos de la más diversa estructura, emana ese extraordinario mensaje armónico; es una enigma cómo el fluir melódico nos atrapa y nos hace vibrar en lo más íntimo del reducto emocional. La música es un lenguaje que no sabemos qué dice, pero que induce un estado emotivo, con un claro componente psicosomático siempre satisfactorio y difícil de definir. A la música se le considera como la más abstracta de las artes y muchos han querido encontrar una sorprendente analogía con el pensamiento matemático. Aunque ambas usan relaciones abstractas, los teoremas matemáticos pueden ser sometidos a pruebas y demostrar su verdad, en cambio la verdad de la música es un fenómeno estético que sólo emerge por un extraño sentido subjetivo de aceptación. Las matemáticas aplicadas a la física nos convencen del orden universal; pero la música logra lo mismo, demostrarnos el orden cósmico, pero por una vía diferente al razonamiento consciente: la comunicación emocional.
No en balde Pitágoras y los pitagóricos, hasta bien entrado el Renacimiento, concebían al orden universal como una armonía matemática y musical. En verdad el interés reiterado por conocer las relaciones entre los intervalos musicales era para entender las relaciones y equilibrio de los cuerpos celestes: la música de las esferas.
No deja de extrañar que en nuestro mundo moderno, en que el lenguaje verbal y ahora cada vez más el visual, predomina por lo práctico y utilitario, la música siga desempeñando un papel fundamental en la vida de mujeres y hombres. No existe una sociedad culta ni menos un verdadero intelectual que prescinda de la música fina como un acompañante cotidiano de su quehacer.
Desafortunadamente, la educación musical en países como el nuestro se encuentra en un absoluto descuido; no que se requiera leer una partitura para entender una obra, pero indudablemente que conocer algo de teoría musical o, mejor aún, ejecutar algún instrumento, ayuda a disfrutar con plenitud ese mundo fantasioso de la música. El aparente proceso pensante del avispero que deja perplejo a Lewis, comienza a entenderse por la profusidad de mensajes y señales químicas y mímicas que coordinan a sus robots biológicos.
La reacción somática de la sugestión hipnótica, por inexplicable que parezca, parece tener un sustrato psiconeuroinmunológico de cumplicados sistemas de mediadores químicos que empieza a desenmarañarse; pero la reacción psicosomática, emocional y sobre toda la unificación sociocultural que produce la música parece rebasar nuestra capacidad de análisis. En la música convergen muchos misterios, pero quizás el más grande es que se trata de un producto sui generis de la mente humana, más complejo que la seudointeligencia del avispero y la acción mental de una sugestión posthiponótica; evoluciona a la par de la cultura y sirve de vínculo intergeneracional en nuestra especie. El significado de esas grandes obras musicales que han trascendido el tiempo y que ya son parte de nuestra identidad cultural, sigue estando oculto en términos verbales o visuales, pero continúa sirviendo de eslabón emocional entre las diferentes épocas de la humanidad. La música es el único lenguaje con atributos contradictorios, decía acertadamente Lévi-Strauss; es a la vez inteligible pero intraducible, por ello el creador musical es un ser comparable a los dioses, y la música misma es el misterio supremo de la ciencia humana.