El dramaturgo Alberto Castillo y el director Mauricio García Lozano forman una mancuerna teatral que es una de las características de la nueva generación, la que tiene el mérito de haber anulado el estéril pleito entre autor y director estableciendo una suerte de complicidad muy meritoria para elaborar los productos escénicos. El primer montaje que les vi, Tríptico perverso, en uno de los ciclos de los mal llamados Laboratorios de Santa Catarina, estuvo muy lejos de convencerme; como a los más jóvenes les interesó muy vivamente por sus referencias al comic, atribuí mi distanciamiento a un problema generacional. Ahora dudo de que esa fuera la causa, porque mi generación no fue ajena al comic, que entonces llamábamos monitos y que leíamos con la misma avidez que otro tipo de literatura: los niños de antaño lo mismo gritaban ``¡Al ataque, mis tigres de Mompracem!'', que imitaban el grito de Tarzán o jugaban a ser los Supersabios. Creo que la verdadera razón es que en Tríptico perverso el comic era verbalizado y no encontraba una traducción escénica, a pesar de una escenografía muy bien concebida y precariamente realizada.
Lo que intento decir con este largo preámbulo es que el teatro, en casi todas las ocasiones, requiere ciertos elementos formales para lograr un producto bien redondeado. Es muy posible que Castillo y García Lozano estén madurando artísticamente con suma rapidez, sin perder su espíritu lúdico y su amor al comic, pero lo que está a la vista supone que sin los elementos de producción y el trío de buenos actores que se conjugan en El espíritu de la pintora, este montaje carecería de las bondades que ahora se le encuentran y que resumen muchos de los tonos, aquí sí generacionales, que se dan entre los jóvenes que todavía no llegan a los treinta años.
Tema y anécdota de la obra tocan muchas cuerdas cínicas y jocosas, aunque nunca exentas de una muy amarga ironía. La fridomanía es una de ellas, al llevar hasta su máximo límite la comercialización de la Kahlo y su obra, luego de que la otra parte de su espíritu, el de la reivindicación política, es frustrado y no podrá descansar en paz. La pérdida de identidad personal sería otra, junto con una crítica a la familia de clase media alta, con esa madre que hace ridículos alardes de una cultura que no tiene; ese hijo, engendro neoliberal, que es poseído por la pintora, y esa hija que se cree de izquierda porque viste ropas indígenas; todos personajes fársicos muy bien delineados.
La derrota de cualquier ideal político en aras del mercantilismo es un tema muy serio que aquí está tratado de manera lúdica, muy visible en la escenificación, en la que estará siempre presente la influencia de los dibujos animados a través de la televisión (que es el segundo rasgo obsesivo del montaje), tanto en tonos actorales en ciertos momentos como en las proyecciones y en el diseño mismo de la escenografía, y en mucho en el trazo escénico -esto último en la escena de persecución antecedida de memorables corretizas del Correcaminos. Philippe Amand diseñó una excelente escenografía dentro de un estilo que ya le es muy propio y del cual recordamos por lo menos otros tres montajes: Perder la cabeza, de Jaime Chaubead; Krisis, de Sabina Berman, y la adaptación que hizo Héctor Ortega de El Proceso de Kafka (éste último en Jalapa) y que, a pesar de la versatilidad mostrada por ese escenógrafo, viene a ser como su sello. En este espacio, que por momentos encuadra a los personajes en una especie de toma de televisión, con paredes que se corren, se descorren y se vuelven a correr transformando todo el escenario, Castillo mueve a sus actores con un gran sentido del ritmo, contaminado por las proyecciones del video realizado por Gerardo Mancebo del Castillo; como un gran guiño al público queda ese falso Noticiero Cultural de canal 22 en que José Gordon presenta a Carlos Monsiváis y Teresa del Conde prestándose con gracia al juego.
Las inteligentes y graciosas actuaciones de Lucero Trejo, Verónica Merchant y Constantino Morán añaden lo suyo al chispeante espectáculo casi multimedia en el que a través de la farsa, el comic y la televisión se persigue un nuevo lenguaje teatral para decir, de otra manera, cosas que afectan a los jóvenes y, con ellos, a todos nosotros