Jorge Camil
Naciones sin alma

La Unión Europea, surgida en 1951 como una comunidad de seis países productores del carbón y del acero, se encuentra hoy, merced a los acuerdos de Maastricht, en lo que algunos analistas franceses, muerto Francois Mitterrand, comienzan a ver como una amenaza para la soberanía de los estados nacionales europeos. Hoy, cuando el coloso alemán empuja fuertemente para consumar el pacto de Maastricht con el espectro de la unidad monetaria, es válido preguntarse: ¿Subsistirá el concepto de la soberanía nacional?

Los partidarios de una plena Unión Europea esgrimen como argumento principal el éxito de la federación de Estados Unidos. Una nación formada por auténticos estados soberanos que ceden los mínimos derechos en beneficio del pacto federal. Sin embargo, en el caso de Estados Unidos, todos los habitantes hablan el mismo idioma y tienen las mismas raíces históricas. En la Unión Europea, por el contrario, las diferencias en- tre los países miembros no podrían ser más marcadas. ¿Qué tienen en común la Inglaterra de William Shakespeare y la Francia de Voltaire? Al contrario de lo que sucede en Estados Unidos, una antigua colonia inglesa, la mayoría de las naciones europeas han sido tronco de las grandes civilizaciones universales. Por lo pronto, Maastricht ha instalado su propio Parlamento, su bandera, su idioma (el inglés), su ciudadanía y, muy pronto, su moneda. ¿Qué le queda a una nación cuando le roban el alma?

En México, las fuerzas de la mundialización, auxiliadas por la quinta columna neoliberal, nos afiliaron al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC). Este tratado, que para los mexicanos tiene fuerza de norma constitucional, aunque para los estadunidenses representa solamente un ``acuerdo comercial'', nos puso de rodillas en la encrucijada del State Department y la ambición desmedida de Wall Street. En contra de toda ortodoxia, el TLC no se limitó a reglamentar el libre flujo de bienes y servicios entre los países signatarios. Aprovechando una oportunidad política histórica, Estados Unidos utilizó el TLC para revisar las bases políticas y sociales de su azarosa relación con México. Fuimos obligados a modificar sustancialmente nuestro sistema legal, hasta llegar a lo que algunos juristas estadunidenses llaman la ``americanización del sistema legal mexicano''. Y, para lograr la espinosa aprobación del Congreso de Estados Unidos, reprivatizamos al vapor la banca comercial, modificamos el régimen de la tenencia de la tierra, desregulamos nuestra economía y nos quedamos inermes esperando los vientos huracanados de las fuerzas del mercado. Tres años después, nuestra Bolsa de Valores tiembla ante el ofensivo proceso de certificación, y el zar antidrogas de Estados Unidos visita a su antojo a nuestras más altas autoridades para discutir medidas de seguridad nacional. Abandonamos paulatinamente las salvaguardas de nuestra soberanía.

Entusiasmados por el TLC, confundimos las satisfacciones del estómago con las del espíritu y nos llenamos de supers americanos. Le abrimos la puerta a los hamburgueseros del planeta y llevamos a la práctica el adagio popular de ``barriga llena, corazón contento''. Deslumbrados por los proverbiales espejitos de colores, llegamos al absurdo de comprar a precios en dólares artículos producidos por manos mexicanas en nuestro territorio maquilador de la frontera; pero, eso sí, con etiquetas en inglés. Hoy, cuando la soberanía nacional se estremece ante la comisión revisora del TLC en el Congreso estadunidense, y cuando la suntuosa tela de nuestra nacionalidad muestra cada día más tintes de made in USA, recordamos las frases admonitorias del presidente Mitterrand cuando se opuso a admitir en la Comunidad Europea a los pueblos de Europa oriental: ``...si hoy se derribaran las fronteras económicas con esas naciones, sus mercados serían devorados por las poderosas empresas alemanas, francesas, italianas e inglesas...''

Los millones de desempleados de las potencias europeas están convencidos que la fuente de sus males son las restricciones económicas impuestas por la unión monetaria promovida por el Bundesbank. Por eso, están rechazando en las urnas a los partidarios de la globalización. En México, ¿quién defenderá los intereses de nuestros millones de desempleados? ¿Quién será el tejedor de milagros que, después del TLC, volverá a unir el rico mosaico de etnias, costumbres, colores, religiones, artesanías y valores de nuestro multifacético pueblo mexicano? ¿Qué fue de aquella efímera rectoría del Estado, elevada no hace mucho tiempo a la categoría de norma constitucional?