Los cruentos sucesos ocurridos ayer en el penal venezolano de El Dorado y los enfrentamientos en el Cereso de Morelia, México, no son hechos aislados. Recientemente han sucedido episodios de esta clase también en Argentina, Brasil, Colombia y Perú, por nombrar sólo a los países más desarrollados de la región. Ello expresa problemas sociales, políticos y legales insoslayables que reflejan los desajustes institucionales comunes a nuestras naciones y que exigen soluciones urgentes.
Las poblaciones del subcontinente, salvo excepciones, pasaron aceleradamente de una condición mayoritariamente rural a una urbani- zación acelerada y salvaje que precipitó a millones de personas a una vida marginal y marginada sin más factores de identidad que el desamparo y la contingencia, y un contacto lacerante con el lujo y las prioridades propios de la parte ``moderna'' de las sociedades. La crisis, la apertura brusca a las importaciones de bienes de consumo, las expectativas creadas por los medios audiovisuales y la polarización creciente (con una pobreza siempre mayor junto a una riqueza cada vez más ostentosa) agudizaron este trauma social.
La población ha crecido aceleradamente y aumentó su porción pobre en momentos en que los nuevos valores identificaban el éxito con la riqueza, sin importar por cuáles medios se la adquiría. La delincuencia y sus estratos de clase, desde la de cuello blanco hasta la de los carteristas, desde los cárteles de la droga hasta los ladrones de accesorios automovilísticos, ha experimentado, en este contexto, un crecimiento sostenido.
Aunado a ello, la relativa consolidación de regímenes democráticos en la región no ha ido acompañada de un saneamiento general de la vida pública ni ha enfrentado el problema de la corrupción en toda su escala.
De esta forma, allí donde el Estado entra en contacto directo con la delincuencia (que puede ser poderosísima política y económicamente, como en el caso del narcotráfico), en áreas gubernamentales que debieran ser estratégicas para contrarrestar la criminalidad -corporaciones policiales, sistemas judiciales, prisiones-, el imperio de la ley se disuelve y la corrupción alcanza sus expresiones más crudas.
En lo que se refiere a cárceles y reclusorios, las limitaciones presupuestarias se traducen, de forma lógica, en hacinamiento y en indiferenciación entre sentenciados y sujetos a proceso y entre delincuentes primerizos y reos de alta peligrosidad, así como en situaciones intolerables de insalubridad, desnutrición y promiscuidad, ante los cuales las doctrinas penalistas orientadas a la rehabilitación y la reinserción social quedan reducidas a buenos deseos.
A lo anterior deben agregarse los efectos de una corrupción sin control ni límites: el apoderamiento efectivo de prisiones enteras por grupos mafiosos, al margen de las autoridades formales -el llamado ``autogobierno'' de los reclusos-, drogadicción, alcoholismo, prostitución, tráfico de armas, explotación en términos semejantes a los del esclavismo de los internos más desprotegidos por los más poderosos, colusión de presos y funcionarios, tráfico de privilegios y concesiones. Una mezcla explosiva, en suma, que resulta un caldo de cultivo para estallidos de violencia periódicos e inevitables.
Ante esta situación exasperante, moral y socialmente inadmisible, ha de actuarse con decisión.
Por un lado, debe otorgarse a los reclusorios -actualmente ``universidades del crimen'', según el lugar común- la función efectiva de centros de rehabilitación, descongestionándolos y dignificándolos. Pero, sobre todo, debe moralizarse la vida pública, sanear los aparatos estatales y combatir frontalmente la corrupción en los sistemas de procuración e impartición de justicia en su conjunto, y empezando por los niveles más altos.