Para tranquilizar las conciencias, Ernesto Zedillo y muchos de sus colaboradores propagan la idea de que el PRI y el Presidente hicieron posible la existencia de una mayoría opositora en la Cámara de Diputados y el inicio, por tanto, de una nueva relación entre los poderes Legislativo y Ejecutivo.
Zedillo ha dicho en todos los tonos que él fue el impulsor de esa nueva legalidad con la que la mayoría de los votantes rechazó a su partido. Pero la afirmación se vuelve contra su autor, pues tal cosa querría decir que los votos contaron hasta que se hizo una ley que desalojó al poder Ejecutivo del organismo encargado de realizar los comicios. Con las viejas leyes, era imposible que el PRI dejara de ser mayoría absoluta, pues éste controlaba todo el aparato electoral.
En realidad, el impulso fundamental de la nueva legalidad electoral fue el movimiento democrático del país. Casi 30 años de luchas en favor de la libertad política y el respeto al sufragio fueron demasiado pesados para que, a fines del siglo XX, México entrara a duras penas a un sistema electoral medianamente seguro.
Zedillo se enreda cuando explica el triunfo de la oposición en su conjunto a través de una reforma del sistema electoral cuya medianía es atribuible a él mismo; admite, sin querer, la existencia de todos los fraudes anteriores y reconoce, sin desearlo, que su gobierno no recibió el apoyo pedido por él mismo.
El partido del Presidente obtuvo un 39 por ciento de la votación, pero elevó su fuerza en la Cámara a un 46 por ciento, gracias a una trampa de la flamante legislación electoral. La cláusula de gobernabilidad, que llevaría a un partido con el 42.2 por ciento a tener la mitad más uno de los diputados (251 curules), se convirtió en una cláusula de sobrerrepresentación pura, al premiar gratuitamente a uno de los partidos contendientes, aun cuando éste no pudiera llegar a tener la mayoría absoluta de la Cámara.
La respuesta de las oposiciones no podría ser otra: conformar una mayoría de 261 diputados para la instalación y el gobierno interior de ésta. 17 millones de votos contra once.
El partido del Presidente y éste mismo se encuentran en declive y se ven precisados a explicar su propia decadencia; dicen que nos han dado la democracia y que los legisladores de los partidos de la oposición han llegado a la Cámara debido a la generosidad del Presidente. Ningún diputado opositor, sin embargo, se encuentra ahí gracias a cláusulas de sobrerrepresentación: el PRD obtuvo casi exactamente el mismo porcentaje de votos que de diputados, sólo gracias a sus victorias uninominales, mientras que el PAN, el PVEM y el PT se encuentran subrepresentados; los dos últimos en forma grosera.
El poder no le ha dado nada a sus opositores como no sea el uso oficial de recursos públicos con propósitos políticos, compra de votos y acarreo de electores. El Presidente encabezó la campaña de su partido y, en ese terreno, promovió una mayor declinación del PRI. Quien le propinó al partido oficial el mayor descalabro fue el PRD y eso no lo quieren digerir quienes redactan los discursos del jefe del gobierno.
El planteamiento político oficial se encuentra dirigido a exigir que las oposiciones, agradecidas con el Presidente, moderen sus planteamientos, sostenidos desde siempre, y renuncien a acuerdos que, en otros países, son enteramente lógicos y naturales.
En México, donde aún impera --aunque en decadencia-- un partido de Estado, los acuerdos de fuerzas opositoras son obligatorios. Los hemos visto en la España de Franco y la del periodo inmediato del posfranquismo; los vimos en Brasil y en Chile, en Sudáfrica y en todos los países que fueron superando sistemas autoritarios. Podría decirse que la lentitud de los cambios democráticos en México se ha debido a la falta de acuerdos de las fuerzas opositoras, a los miedos e inconsecuencias de éstas. Que no venga nadie ahora a condenar los esfuerzos conjuntos --aún muy limitados-- de las oposiciones, pues ello no hará más que proporcionar oxígeno al viejo y carcomido sistema de partido-Estado.