La transición a la democracia no es una ruta fácil. No se olvide que en la posrevolución tenemos 77 años de contrademocracia, a partir del ascenso de Obregón y Calles al poder. Ahora las cosas son muy críticas. Estamos en la punta de un volcán en San Cayetano, Chiapas, por la instalación de campamentos militares en tierras que pertenecen a las comunidades indígenas, y lo mismo que sucede en las antiguas montañas y valles lascasianos, afecta a otras extensas áreas de Guerrero, Oaxaca, Hidalgo, Tabasco, Campeche y Yucatán, donde el equilibrio se mantiene, por un lado, con bayonetas policiales y castrenses, y por el otro con la magnífica prudencia de un pueblo que busca cambios sin violencias crueles e indeseables.
Pero no sólo el conflicto extremo de pobres y opulentos o de gobernantes y gobernados es lo que otorga un agitado e incierto perfil a nuestro tiempo, sino que aun asuntos de otra cuantía enfrentan obstáculos que debieran superarse sin tropiezos. El simple formato del Informe presidencial, cuyos oropeles, solemnidades, coloridos, majestuosidades y monismos parlamentaristas --sólo el Presidente habla y sólo un diputado contesta sujeto a censura previa--, ha dejado de tener las connotaciones de otras épocas por dos razones principales. Al nacer del dedazo, los presidentes han perdido credibilidad y respetabilidad; además, la gente piensa que están sujetos en sus decisiones a núcleos ajenos y propios. En círculos oficiales se rechaza la democratización del Informe al suponer que admitirla sería abrir las puertas a las demandas de la población, casi siempre opuestas al statu quo protegido por la autoridad. ¿Quién podría estar de acuerdo con que un grupito de empresas millonarias reciban las indemnizaciones previstas en el Programa de Consolidación de Autopistas Concesionadas? Ya nadie quiere que el pueblo pague los platos rotos en los festines del reparto del pastel que con cierta frecuencia celebran altos funcionarios públicos con los señores del dinero. Todo esto sin citar los escándalos de traficantes de estupefacientes y gobernantes de pocos escrúpulos, las investigaciones sin fin de los magnicidios o las operaciones de una justicia que ve con indiferencia cómo son ultrajadas mujeres que no hallan otra salida a sus injurias que el suicidio; esto lo decimos por la terrible tragedia que puso punto final a la vida de la jovencita Yéssica Yadira Díaz Cázares.
¿Por qué estamos en una situación tan desesperada? La respuesta está en las páginas de nuestra historia moderna. Los constituyentes de 1917 con la representación directa del pueblo, organizaron una república capaz de distribuir con equidad la riqueza, el producto y el ingreso nacionales. Para esto idearon un sistema económico de concurrencia y armonía entre la propiedad nacional, la social y la privada, sistema comprometido con un desarrollo cooperativo y justo de las distintas clases, según consta en los debates de aquellos diputados y en el texto fundamental del original artículo 27 de la Ley Suprema. ¿Quién es el responsable de poner en marcha este mandamiento supremo? Naturalmente el gobierno como aparato funcional del Estado, y en esta relación de gobierno y Estado se acuñó una acentuada distorsión de la república. Los intereses supérstites del caído porfiriato y de las subsidiarias extranjeras, apoyadas éstas por sus países de origen, lograron que los presidentes de la República favorecieran sus negocios, a costa de la explotación de recursos y fuerzas de trabajo mexicanos; y precisamente en tan sombrío huerto político creció, maduró y se estableció el presidencialismo autoritario como una institución de facto y opuesta por igual al estado de derecho y al pueblo, es decir, a la democracia en México. Con la única excepción de Alvaro Obregón, que llegó a la presidencia luego del asesinato de Carranza, los 17 presidentes que le siguieron fueron alumbrados por el dedazo o acto de imposición del sucesor por las élites dominantes que gobiernan al sucedido, dedazo garantizador de la homogeneidad de las políticas gubernamentales desvinculadas de la conveniencia nacional. Unicamente Lázaro Cárdenas rompió con la lógica del presidencialismo autoritario al identificar sus mandamientos con el orden constitucional.
La República puesta al servicio primero de las élites nacionales y luego de las élites internacionales, es el resultado fundamental del presidencialismo autoritario. Sin embargo, la agudización de las contradicciones viene provocando en el último decenio una creciente oposición en la conciencia pública. El pueblo empobrecido y burlado se opone a que la situación prevaleciente continúe, y está dispuesto a utilizar todos los recursos legales para cambiar las cosas. En lugar de una república al servicio de ricos propios y ajenos se busca restablecer la propuesta revolucionaria de una república al servicio del pueblo.
¿Cuál es entonces el camino a seguir? No hay más que uno. Sustituir el presidencialismo autoritario por un presidencialismo constitucional, par con los otros poderes estatales y fuertemente vinculado a las demandas del pueblo mexicano. ¿Podrá ser otro nuestro porvenir inmediato.