La confrontación del ``bloque opositor'' con la fracción priísta de la Cámara de Diputados empezó como una escaramuza para ganar posiciones que permitieran a los partidos actuar con ventajas que inclinaran a su favor las batallas legislativas que tendrían lugar durante los próximos tres años. Aparentemente, la disputa se reducía a posesionarse de los espacios donde se controlan los recursos económicos e instrumentos políticos para el gobierno interior de la Cámara y acrecentar así la fuerza cuantitativa de los votos que inicialmente se tienen por seguros en las sesiones plenarias, cuyo equilibrio numérico (239 del PRI contra 261 del frente opositor) pone en duda si, en todos los asuntos a debate, alguna de esas cuasi-mitades prevalecerá sistemáticamente y sin excepción sobre la otra.
A partir del viernes por la noche, el conflicto de intereses ha tomado otro cariz. La ruptura de las pláticas, las decisiones anunciadas y, en particular, las transgresiones a la legalidad interna del Congreso de la Unión en que han incurrido flagrantemente las fracciones coaligadas, hacen ostensible que las invocaciones a la democracia que repiten incansablemente sus coordinadores, para enaltecer su causa, tienen un valor meramente instrumental, pues lo que presenciamos es un lamentable episodio de enajenación mental en la lucha por el poder, y no una fase de la idealizada transición democrática. Una grave amenaza se cierne sobre la estabilidad institucional del Poder Legislativo y sobre la validez jurídica de su actuación futura.
Una parte de la Cámara no puede usurpar la investidura constitucional que corresponde a todos sus integrantes. Si desde el momento mismo de su instalación se alteran los procedimientos legalmente establecidos y se incurre en la aberración de proclamar que bastan los acuerdos de una mayoría numérica para prescindir de las formalidades previstas por el orden jurídico interno (como sería desconocer la autoridad de la Comisión Instaladora designada por la anterior Legislatura) se habría constituido un órgano espurio cuyos actos internos y externos, presentes y futuros, serán ilegítimos de origen.
Si los diputados que ayer optaron por constituirse sin someterse al marco jurídico vigente, hoy no concurren al acto formal de instalación y éste deja de realizarse por falta de quórum, se habría completado un virtual golpe de fuerza que inhabilitaría a la Cámara de Diputados, en lo inmediato, para el desempeño de sus funciones. Toda vez que habría concluido el periodo de ejercicio de la LVI Legislatura y la que debiera sucederla no estaría legalmente constituida, se habría producido una disolución de facto del Poder Legislativo, pues el único de sus órganos que mantendría su legitimidad sería la Cámara de Senadores.
También podría ocurrir que no todos los diputados del PAN, el PRD, el PT y el PVEM estuviesen de acuerdo con el irregular procedimiento determinado por sus coordinadores, y que algunos asistieran al acto formal de instalación citado para este domingo, conformando con los diputados del PRI el quórum reglamentario. La Cámara se instalaría con sujeción a la legalidad y sus acuerdos, como el de elección de la mesa directiva, tendrían plena validez. En las sesiones ulteriores se integrarían el órgano de gobierno y las demás comisiones reglamentarias.
En apariencia habría dos Cámaras de Diputados, una legalmente constituida y otra espuria e ilegítima. Los miembros de esta última podrían ser sustituidos si la primera llamase a los suplentes; y si todavía persistieran en su tentativa de usurpación de funciones, quedarían expuestos a la aplicación de las sanciones constitucionales y legales en materia de delitos y responsabilidades oficiales.
Ninguno de estos dos escenarios es deseable. Todavía es tiempo de que la sensatez y los acuerdos políticos resuelvan esta crisis, absurda por sus motivaciones subyacentes. El perfil psicológico de algunos de sus protagonistas nos recuerda las reflexiones de Galbraith en su Anatomía del poder: ``Un sentido de autovalía actuada se deriva tanto del contexto como del ejercicio del poder. En ningún otro aspecto de la existencia humana la vanidad se halla tanto en juego; según las palabras de William Hazlitt: `El amor al poder es el amor a nosotros mismos'. Se desprende que el poder se busca no sólo por el servicio que éste rinde a los intereses personales, valores o percepciones sociales, sino también por su propio mérito, por las recompensas emocionales y materiales inherentes a su posesión y ejercicio''.