Hoy no estoy de vena para escribir críticas sobre lo criticable. Incumplo mi deber de comentarista no sé si político o laboral o como se quiera calificar mi desbarajuste dominical. Y es que en esta semana llevo ya una buena dosis de conferencias críticas aquí y acullá. Héctor Valdés Romo me invitó a decir lo que se me ocurriera y lo hice sobre su FSTSE, y en Monterrey un grupo de relacionistas laborales me pidió hablar de productividad y también dije lo mío y sobre la necesidad de que se distribuya su producto a los trabajadores. Además, empezaron mis clases en la UNAM sobre extraños temas de derecho civil, y aún no me repongo de conciliaciones pedagógicas difíciles y, por suerte, eficaces, y quisiera ver el mundo de otra manera, sin preocupaciones de legisladores ni de nuevos diseños de informes presidenciales ni de corporativismos o asambleas proletarias o productividades no compartidas.
Creo que estoy un poquito abrumado de política y algo más de derecho, aunque afortunadamente he convivido también, a retazos, con el Premio Rómulo Gallegos de mi admirada Angeles Mastretta, que me tiene absolutamente divertido no sé si con los amores difíciles de Emilia Sauri o con el relato desde la intimidad de nuestra Revolución. Lo terminé el viernes por la noche.
Pero hay algo que me molesta además de todo lo que me molesta. Con un fetichismo digno de mejor causa hablamos de las democracias, del sindicalismo, de la recuperación económica, que vendrán juntos en el próximo milenio, de un futuro mágico que abrirá la puerta un 31 de diciembre del año 2000. ¡Cómo si pudiera imaginarse todo un milenio parejito, no sujeto a cambios, decidido desde ahora por nuestros buenos deseos!
En la segunda mitad de este siglo, lo que aún podía concebirse como una vida razonable al término de la segunda Guerra Mundial, dejando a un lado economías e historias truculentas de conflictos mundiales que vinieron o estaban por venir, la transformación de la humanidad, en número y en clase de vida, ha sido absoluta. En esos 50 escasos años el mundo ha sufrido más transformaciones que en toda su historia. La tecnología ha avanzado a un ritmo insoportable, con sacrificio de muchas cosas, sobre todo del empleo. La comunicación ha invadido al mundo y lo ha convertido en la famosa aldea. La Luna ha dejado de tener caras ocultas y Marte juega ya al campo de aterrizaje. Sin olvidar, por cierto, que pese a los progresos notables en la ciencia sigue, en cambio, la tarea inconclusa de acabar con el cáncer y con el sida, aunque nadie puede dudar de que en pocos años habrá soluciones para ambos.
Si eso ha ocurrido en 50 años, ¿qué no podrá ocurrir en mil?
Hay, además, lo artificial del cómputo de la era cristiana, que los que saben afirman que ni siquiera coincide con los datos supuestos del nacimiento de Cristo. Pero hay más cómputos de mucha mayor extensión de sabores orientales, islámicos o judaicos y no sé si algunos otros.
Yo le tengo manía, lo confieso, a esos datos matemáticos. La Historia no admite diferencias sólo por razones cuantitativas. Quizá influye en esta opinión tan poco compartida por nuestro entorno una anécdota que don Demófilo, mi ilustre padre y extraordinario jurista, me contaba. Los alemanes, metódicos, inteligentes y adelantados a todo, aplazaron la puesta en vigor de su Código civil para que empezara con el siglo: 1o. de enero del año 1900 y se equivocaron por un año: nuestro siglo empezó el 1o. de enero de 1901.
¡Diviértanse con los milenios y las esperanzas de larguísimo plazo! Yo, entretanto, me angustio con lo que espera a muy escasa distancia para el tiempo de vida de mis nietos. En un mundo en el que no cabemos y en el que lo único que crece es la población y junto a ella el hambre. Y en el que nos dedicamos con enorme vigor a deshacer el medio ambiente.
Y hablando de otra cosa. Por llevarme la contraria a mí mismo, escribidor de sesudos estudios de derechos, en unos días más, gracias a la generosidad de mi editor, aparecerá en Porrúa un librillo que estaba escondido en el miedo. Se llamará Cuentos muy viejos. Tan viejos como que tienen más de doce años de haber sido escritos. Ahora dirán que soy un cuentista...