La Jornada Semanal, 31 de agosto de 1997



OBJETOS SURREALISTAS


André Pieyre de Mandiargues


La obra del escritor francés André Pieyre de Mandiargues es ampliamente conocida en México. Hace unos años, la editorial Joaquín Mortiz incluyó una novela suya en la serie El Volador, y Ediciones Toledo publicó La noche de Tehuantepec y otros relatos. El texto que sigue es parte de Quatrime Belvédre, un libro de ensayos pubilicado por Gallimard poco después de la muerte del autor.



Pero el mundo está poblado de objetos'', escribía recientemente Francis Ponge con un bello impulso; y yo cedo a la tentación de usar una forma decasílaba que Maurice Scéve y Louise Labé llevaron hasta lo sublime, para responderle que ``todo eso que existe es objeto''. Sí, todo es objeto, cada brizna de hierba, cada gota de agua, cada grano de arena, cada neutrón, cada protón. En cuanto a aquellos que, de manera un poco ridícula, los comisarios encargados llaman ``objetos de arte y de curiosidad'', ¿no se trata de una forma especial de consideración que los define con relación a las cosas comunes? Así pues, creo que es imposible hablar, como me toca hacerlo aquí, de ``objetos surrealistas''; lo cual me parece una excelente razón para, no obstante, hablar de ellos, teniendo en cuenta que cualquiera que lee esta revista sabe de qué se trata, ya a sabiendas de que nadie sabe con precisión qué cosa es un objeto surrealista. Salvo que se use un punto de referencia, el único, siempre el mismo, puesto que hablamos de surrealismo: el pensamiento, el gusto (más afectivo que estético) de André Breton.

En efecto, es André Breton, diría yo, quien ha consagrado e ilustrado el dadaísmo (luego de haberlo ejecutado piadosamente el 6 de julio de 1923 en la velada del ``Coeur á gaz'') atribuyéndose un rol de iniciador y de fundador con relación al surrealismo. Dejando a un lado los objetos recogidos o realizados en todas las épocas de la humanidad que se parecen a los inscritos en el catálogo del surrealismo, quisiera comenzar por referirme a aquellos de Dadá.

Espíritu de destrucción, espíritu de agresión, espíritu de escándalo, espíritu de burla, en eso se inspiran casi todos estos objetos, entre los cuales la prioridad corresponde sin duda a los inventos y a las ``apropiaciones'' de Marcel Duchamp: la Roue de bicyclette sobre un taburete se remonta a 1913, el Porte-bouteilles a 1914, la insultante Fontaine a 1917. Hemos glorificado exageradamente, a mi parecer, este tipo de invenciones, demasiado emparentadas con las bromas y los tumultos de los estudiantes de Bellas Artes como para haberlos mirado alguna vez con mucha simpatía. La caja llena de terrones de azúcar hechos en mármol, Pourquoi ne pas éternuer, Rose Selavy, de 1921, es mucho más interesante por su cuestionamiento de la noción de pesantez, tan interesante que no puedo creer que no deba algo a las intenciones de Breton. En cuanto al chaleco de mayordomo, Veste pour Benjamin Péret, de 1957, es una broma demasiado vulgar para darnos la medida de su autor. Marcel cuenta menos, a mis ojos, que Benjamin, el poeta surrealista por excelencia. Regresando al objeto dadá, encontramos su gran maestro en la persona de Man Ray, uno de los ``objetistas'' más sutiles de todos los tiempos, poco agresivo, por otra parte, y para nada proclive a la vulgaridad. Su Cadeau (una plancha llena de clavos), de 1921, es justamente célebre, pero el Marteau sans maître también llamado Le Manche, de 1921, y los Pains peints, de 1927 y 1958, el metrónomo, Objet de destruction, de 1923, L'Enigme d'Isidore Ducasse, de 1920, y otros más, son incomparables. No es posible pasar por alto la influencia de tales objetos subversivos en la pintura de Magritte e, incluso, en un cierto sistema de recirculación de ideas recibidas que André Breton convertiría en un punto esencial del surrealismo. Salvo Duchamp, salvo Man Ray sobre todo, quienes participaron en los diversos movimientos dadá nos legaron cuadros, esculturas o collages, más que verdaderos objetos (renuentes a la clasificación dentro de una categoría artística), y sería ocioso pasarles revista en el umbral de lo que nos interesa más intensamente: el surrealismo.

¿De dónde sale este movimiento, que ha concedido tanta atención y tanta importancia a los objetos, hasta el punto de convertir sus exposiciones, como los acusaban sus enemigos, en verdaderos mercados de pulgas? Es fácil responder a esta pregunta observando, una vez más, que el surrealismo pertenece soberanamente a André Breton y que, sin que él mismo tuviera necesidad de ejercer el mandato, las ideas, los amores, los odios de tal hombre se impusieron al espíritu de todos aquellos que se sentaban a la mesa del grupo. André Breton fue un ser extremadamente curioso y un gran coleccionista. Una de las primeras frases que me dirigió, me acuerdo bien, fue: ``Usted es un coleccionista, espero.'' No me equivoco si entiendo que deseaba que fuera, como él, sensible a los objetos singulares. Sabemos a qué grado de extrema elevación, ya en Nadja, lleva la inteligencia de esas cosas sorprendentes, conmovedoras, más o menos explicables, que encontramos en los rastros, en los mercados de cosas en desuso y que, a menudo, han sido hechas con dedicación especial por hombres o mujeres sustraídos del mundo. L'Amour fou debía retomar esa cuestión y desarrollarla, poco después de la primera exposición de objetos surrealistas en casa de Charles Ratton, en 1936. En 1938, la exposición surrealista que tuvo lugar en la galería de Bellas Artes fue la oportunidad de comprometer a casi todos los miembros del grupo en el camino de la creación de objetos. Objetos que habitan en nuestra memoria, aunque muchos de ellos hayan desaparecido, y que en su chocante diversidad nos parecen los prototipos de esa cosa, por otro lado indefinible: el objeto surrealista. ``Todo un poema'': nunca se dirá lo suficiente sobre la materialización de nostalgias, de obsesiones, de deseos o frustraciones que sospechamos en el origen de toda poesía.

Es de 1936 a 1939 que podemos situar la edad de oro del objeto surrealista, relacionado con el objeto dadaísta, con la diferencia de que este último siempre tuvo para sus creadores, estoy convencido, un carácter de farsa, mientras que André Breton fue, incluso en su concepción del humor, uno de los espíritus menos fársicos que he conocido. Bajo su dirección e inspiración, los objetos del nuevo reino se convirtieron en metáforas simbólicas, marcadas por la influencia del psicoanálisis e introducidas en el espacio de lo concreto con fines de demostración y de risa, pero también para servir a los extravíos de la conciencia.

Un paralelismo espiritual entre Breton y Giacometti, que llega a la complicidad (y sobre el cual el comienzo de L'Amour fou descorre lo suficiente el telón), me parece presidir la creación de objetos escultóricos. Éstos, cuyos ejemplos más célebres son La Boule suspendue de 1930-31 y el Objet désagréable á jeter de 1932, tienen un carácter desconcertante, inquietante, que los acerca a un clima onírico. La gratuidad de sus formas los distingue absolutamente de los objetos dadá, haciéndolos surgir de un mundo completamente irreal o, si se prefiere, surreal. Me parece que Giacometti fue el primero de los artistas surrealistas que dio al problema del objeto toda la atenta seriedad que merecía; en el cuadro de las preocupaciones formuladas por Breton en relación a los otros miembros del grupo, su rango es, seguramente, el de un iniciador. No olvidemos tampoco que estamos frente a un escultor que se convertirá, luego de su separación del surrealismo, en uno de los más eminentes de la época moderna. Un poco posterior es otra de sus obras, que tuvo un gran lugar en la historia del surrealismo, L'Objet invisible, de 1935, ligado por su título a esto que estoy tratando de escribir. Pero no hago sino citarla, pues se trata de una estatua, o por lo menos, de una escultura, más que de un objeto.

Por otra parte, una restricción semejante interviene cuando vamos a buscar verdaderos objetos en la obra de los artistas capitales del surrealismo. Max Ernst, en quien me permito ver al pintor surrealista por excelencia y quien nunca cesó de complacerse en colocar su obra bajo el signo de la antipintura, cuando ha querido hacer objetos ha hecho, sobre todo, collages; y el collage, un híbrido muy seductor entre el cuadro, el bajorrelieve y el mosaico, pertenece a los dominios de la pintura y la escultura. Apartando el excelente Mutilé et apatride, de 1936, los objetos de Jean Arp son preponderantemente esculturas. El propio Miró se ha mostrado siempre a gusto lo mismo en el espacio tridimensional que en el de la superficie plana, y si la escultura (particularmente el modelado en cerámica) lo atrae casi tanto como la pintura, también nos ha dado objetos surrealistas que están entre los más felices, incluso entre los más alegres que se hayan inventado jamás. L'Objet poétique, de 1935, y la Jeune fille s'évadant, de 1957, entre muchos otros, son ejemplos de esa virtud humorística que le importaba tanto a Breton. En Masson, en Tanguy, en Brauner, que son sobre todo pintores, el objeto juega un papel muy accesorio. Cosa asombrosa, es más o menos el mismo que para Magritte: la mayoría de sus cuadros tienen como tema una imagen objetiva de espíritu surrealista, pero sus objetos, sobre todo las botellas pintadas, nos parecen reflejos algo pálidos de su obra pictórica.

Me gustaría ocuparme ahora de tres artistas que no son, a mi modo de ver, figuras capitales en la historia del surrealismo, pero sí es capital su papel en materia de invenciones y producción de objetos surrealistas: Hans Bellmer, Salvador Dalí y Meret Oppenheim. Del primero de ellos, las obras en las que pensamos enseguida son las poupées, las muñecas; desde la primera, berlinesa, de 1934, hasta llegar a sus hermanas más recientes. Las muñecas de Bellmer no son esculturas, son objetos en el sentido más estrecho de la palabra, y, curiosamente, es a ellas a quienes vemos inspirar y dirigir los más impactantes dibujos y grabados del artista. Por medio de sus elementos intercambiables, estas muñecas se prestan a esa suerte de perversión intelectual que es el juego de anagramas con el cuerpo femenino, el cuerpo de la muñeca considerado como una palabra o como una frase cuyas letras constitutivas son móviles partes carnales. El humor y la crueldad son los dos polos de este juego, que está organizado como una filosofía de aguda meticulosidad. Esta virtud humorística, de la que ya hemos hablado, y a propósito de la cual es oportuno recordar que fue revelada por Breton al comienzo de la última guerra mundial, adquiere una tendencia netamente sádica en Bellmer, mientras que en Giacometti es más bien masoquista. Otro objeto de Bellmer que me resulta querido por su bella estructura y por su título es la Mitrailleuse en état de grâce, de 1937. Derivación de la poupée, sin duda, que por medio de la genuflexión feroz de la mantis religiosa introduce un paralelo entre la pasividad de la mujer (esposa, amante) y la actividad de la bestia y del arma homicidas. Salvador Dalí, hacia 1931, produce y pone a circular junto con André Breton los objetos de funcionamiento simbólico, susceptibles de desviar al hombre de su camino banal por el choque de una suerte de revelación insólita; un intento alimentado por las enseñanzas de Sigmund Freud, de las cuales el surrealismo había comprendido cuánto provecho revolucionario se podía sacar fuera del dominio estrictamente médico. El genio morfológico de Dalí y su asombroso humor hicieron maravillas por este camino, que su ruptura con el surrealismo no le impidió recorrer durante mucho tiempo.

¿Acaso la atracción más sensacional de la exposición de 1938 no fue su inquietante Taxi pluvieux? Su Venus aux tiroirs, sus Montres molles, sus Téléphones homards, su Divan bouche de Mae West, ¿no están acaso en la memoria de cada uno de nosotros? Sin duda. Señalemos que tales objetos, calembours morfológicos, son elevados a menudo por su simbolismo al rango de la metáfora poética y se confunden con las imágenes de la poesía surrealista. Los objetos de Dalí fraternizan con los imágenes de Péret, es el mejor cumplido que puede hacerse al uno y al otro... En cuanto a Meret Oppenheim, cuya entera obra es encarnizadamente original, su alto prestigio en la historia del surrealismo concierne sobre todo al rol de criador o de pastor de objetos, que cumple desde hace cuarenta años con un éxito soberano. Su Déjeuner en fourrure, de 1936, ha dejado en nosotros una especie de imagen ``hipnagógica''. Quiero decir que, cerrando los ojos, volvemos a verlo con la misma facilidad con la que vemos las caras de Hitler o de Stalin; comparación de la que me apresuro a excusarme con Meret... Otro título es Ma gouvernante, objeto de 1936, que después de haber sido destruido por los celos caritativos de Marie-Berthe Ernst, quien regaló a una mendiga el par de zapatos que lo componía, fue reconstruido en 1997. Le Couple, de 1956, es su pariente cercano. Le Démon á tête d'animal, de 1961, en otro género, y aún Octavie, terrible sierra maliciosa que habitó algún tiempo en mi casa y de milagro no lastimó a nadie, son logros igualmente impecables.

Sobre Man Ray, ya que lo acabo de volver a mencionar, añadiría que su obra ``objetiva'' se ha prolongado mucho más allá de Dadá y que no ha dejado de enriquecer el arsenal surrealista hasta sus últimos años. Y regresaría a la edad de oro, nostálgicamente, por última vez, para evocar a Maurice Henry con su excelente Hommage á Paganini, de 1936, y a Kurt Seligmann, un pintor prescindible pero de cuyos L'Ultrameuble y la Cage aux mains de feux follets, de 1938, no pueden prescindir nuestros sueños.

Todos estos bellos objetos debieron haber sido marcados por la esterilidad. Por desgracia, al contrario, han pululado, y de ellos se extrajo la parte más aburrida, ya cansada, del arte contemporáneo, que sin reconocer su deuda explota al surrealismo como un filón inagotable. Con el consentimiento de sus envejecidos autores, de los financieros astutos, de los industriales de Milán, se han reeditado, multiplicado, los provocadores hallazgos de antaño. ¿Extrañamos entonces el bastón activo y eficaz de André Breton, aquel que se abatió sobre los dadaístas anticuados en el estreno del ``Coeur á gaz''?... ``¡Qué hombre!'', me dijo un día con admiración una de sus víctimas, el muy simpático Pierre de Massot. ``¡Qué fuerza tenía! ¡Me rompió el brazo de un solo golpe.''

Traducción: Ernesto Hernández Busto