La Jornada Semanal, 31 de agosto de 1997
El antropólogo Roger Bartra acaba de publicar El salvaje artificial. En agosto de 1994 asistió a la Convención de Aguascalientes promovida por el EZLN. En este ensayo revisa algunas repercusiones que en su opinión ha tenido el neozapatismo en la concepción de las comunidades indígenas. En unas semanas, publicaremos un ensayo de Antonio García de León que ofrece otro punto de vista sobre el tema.
Ante la compleja problemática indígena en México, hay un hecho inquietante y enigmático que vale la pena discutir. Para definir a los grupos étnicos de origen prehispánico se suele hacer referencia a rasgos heredados del sistema español de dominación colonial. ¿Cómo es posible que la identidad indígena se defina por medio de los mismos elementos que contribuyeron a su destrucción? Al respecto, aquí sólo me referiré a los sistemas normativos que, expresados en ciertos usos y costumbres, regulan la violencia y la conflictiva interna de los pueblos indígenas. La posible aprobación a nivel constitucional de estos sistemas normativos indígenas ha provocado una gran discusión, que tuvo su impulso sin duda en la violenta irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en la vida política mexicana el 1¼ de enero de 1994. No debe sorprendernos que la violencia misma haya provocado una gran polémica sobre las formas en que se puede ejercer con legitimidad la fuerza para resolver conflictos: ya se sabe que la violencia engendra más violencia, aunque en este caso la violencia engendrada ha sido más retórica que material. Lo importante, además, es que el gobierno, las fuerzas políticas y muchos intelectuales están contemplando firmemente la posibilidad de establecer, al lado de los mecanismos republicanos, nuevas formas de gobierno basadas en la autonomía de un llamado sistema indígena de normas, usos y costumbres que ejercería la violencia legal (simbólica o efectivamente) para resolver conflictos internos.(1)
Ante esto, podemos considerar dos vertientes del problema. Primero, indagar las características concretas del sistema normativo indígena. Después, será preciso examinar las consecuencias de la implantación de una pluralidad de mecanismos de representación y control políticos.
Al abordar el tema de los sistemas normativos étnicos quiero exponer la idea de que su carácter ``indígena'' es en muchos casos la transposición (real o imaginaria) de formas coloniales de dominación. Es decir, que ciertos rasgos propios de la estructura colonial española han sido elevados a la categoría de elementos normativos indígenas con peculiaridades étnicas prehispánicas. En muchos casos, estos rasgos supuestamente indígenas han sido exagerados enormemente o, incluso, han existido sólo en la mente de algunos funcionarios, políticos o intelectuales. Asistimos con frecuencia a la erección de versiones colonialoides de la realidad india, tan exóticas como el valiente piel roja ululante de la mitología de los westerns.
Las formas de gobierno que los etnólogos han observado en diversos pueblos indígenas del México moderno posrevolucionario se pueden resumir en cuatro características. Hay que advertir que en muchos casos los cuatro rasgos, que describiré a continuación, están en proceso de extinción (o ya han desaparecido).
1. La máxima autoridad suele recaer en un gobernador, cacique, mandón o principal, cuyas funciones de vigilancia, control y castigo son en algunos casos vitalicias. Con frecuencia, se trata de un anciano que recibe el respeto de la comunidad y nunca es una mujer; sus decisiones son inapelables y se acatan sin discusión. En los últimos años el término cacique, que era común en el sur de México entre los mixes, los mixtecos, los triques y los zapotecos, así como en los Altos de Chiapas, ha caído en desuso por las connotaciones peyorativas que ha ido adquiriendo el término. El título de gobernador, usado entre grupos étnicos del norte (coras, huicholes, mayos, pames, pimas, seris, tarahumaras, tepehuanos y yaquis), sin duda tiene su origen en el funcionario del mismo nombre que en la España del Siglo de Oro administraba la justicia en las poblaciones, y que también era llamado corregidor. Un símbolo muy extendido de la autoridad en los pueblos indígenas es la vara como señal de poder. Entre los coras, la transmisión del gobierno se da en una ceremonia de entrega de las ``varas de mando''; igualmente, entre los zapotecos hay una ``entrega de varas'' y en la mixteca se habla de ``entrega del bastón''; los chontales de Oaxaca nombran un ``mayor de varas'' para mantener el orden. En algunas comunidades de la zona nahua de la costa del Golfo se elige un tlaihtoani y al renovarse las autoridades del ayuntamiento se celebra la fiesta del ``cambio de varas''. Entre los tarahumaras y los triques también hay un uso ritual de la vara como señal de autoridad.
No he citado estos ejemplos para exponer el folclor de las formas de poder, sino porque muestran la sintomática presencia de un mismo símbolo en contextos étnicos muy diversos. Sospecho que ello obedece a su común origen colonial español: en la península llevaban varas los alcaldes de corte, los corregidores, los jueces y los alguaciles, como insignia de que representaban la autoridad real.
2. En muchos casos, el nombramiento de gobernador, jefe o cacique es obra de un consejo de ancianos o bien de una asamblea; en ocasiones son elegidos mediante un plebiscito. El consejo de ancianos es una forma residual que tiene su origen en sistemas prehispánicos de gobierno comunal.(2) Su organización varía en las diferentes etnias, y su poder ha llegado a mantenerse aun en pueblos donde ya no se nombran gobernadores tradicionales: los ancianos nombran a las autoridades municipales.(3) Los ejemplos más notorios de sobrevivencia del poder de los consejos de ancianos los hallamos en el sur de México, en las regiones tzeltal y tzotzil, así como en la Mixteca y entre los zapotecas. En contraste, entre los grupos étnicos del norte predomina la asamblea del pueblo y a veces el plebiscito como forma de elegir autoridades. Es interesante anotar que fueron los españoles, desde el siglo XVI, quienes introdujeron sistemas colectivos de gobierno local, en los cabildos y los consejos, para contrarrestar el poder de los caciques y principales.(4)
3. Un rasgo distintivo de las formas de gobierno peculiares de las comunidades indígenas es la fusión de los poderes civiles y los religiosos. La administración de justicia, la organización del culto, el mantenimiento del orden y la organización de las fiestas religiosas forman parte indisoluble del mismo sistema normativo de gobierno. Se trata de un sistema rígidamente jerarquizado en el que se entremezclan tanto los cargos ligados al mantenimiento del orden público como los del ceremonial católico. Los mayordomos, los topiles, los mayores de varas, los rezanderos, los chicoteros y los principales forman parte de un mismo sistema. El antropólogo Alfonso Fabila llegó a hablar de un gobierno teocrático de los yaquis,(5) y los etnólogos han observado en diferentes regiones la forma en que se funden en un mismo sistema las ceremonias de las cofradías, la organización del tequio o trabajo colectivo, las funciones de la policía, la limpieza de la iglesia, los encargos de las mayordomías o la administración de azotes a los acusados de adulterio o de robo. Esta fusión tiene su origen en la omnipresencia de la Iglesia católica colonial en todos los ámbitos de la vida social. Un buen ejemplo de la sobrevivencia de esta fusión lo constituye, en el ámbito social y familiar, la importancia del padrinazgo. En contraste, hay que señalar que sin duda el carácter sagrado de algunos cargos y funciones tiene una raíz prehispánica, como ocurre con los llamados piaroles o fiadores de la región tzeltal-tzotzil.(6)
4. Las formas indígenas de ejercicio del poder tienen un carácter extremadamente autoritario y en muchas ocasiones se basan en un sistema jerárquico de corte militar. En la región maya de la península de Yucatán, por ejemplo, las autoridades tradicionales han usado una nomenclatura militar para referirse a las diferentes funciones y jerarquías: general, capitán, comandante, teniente, sargento, cabo y soldado; los generales nombran los puestos inferiores de acuerdo a su voluntad y reciben una pleitesía que ha llegado al extremo de besarles la mano, santiguarse a su paso y dirigirles la palabra de rodillas. Los yaquis nombran a sus gobernadores o cobanáhuacs, quienes son asistidos por otros funcionarios menores con denominaciones militares: alférez, tamborilero, capitán, teniente, sargento y cabo. Los huicholes nombran a un coronel, subordinado a su gobernador, como encargado de impartir justicia. Estos ejemplos revelan supervivencias de una dramática historia de sublevaciones y guerras de los indígenas que se rebelaron durante siglos contra la represión y explotación de que eran objeto. La nomenclatura militar que he citado como ejemplos -y las consiguientes formas de respeto sumiso a la autoridad- son una herencia de la larga guerra de castas que se inició en Yucatán en 1847 y de las insurrecciones de indios yaquis, ópatas y mayos que se iniciaron en 1825, y que duraron más de un siglo. Se puede decir que las peculiaridades autoritarias e incluso militares de las formas de gobierno indígena tienen más su origen en el constante estado de asedio y guerra en que han vivido que en remotas tradiciones prehispánicas.
En síntesis, los sistemas normativos indígenas -o lo que queda de ellos- son formas coloniales político-religiosas de ejercicio de la autoridad, profundamente modificadas por las guerras y la represión, en las que apenas puede apreciarse la sobrevivencia de elementos prehispánicos. Estas formas de gobierno han sido hondamente infiltradas y hábilmente manipuladas por los intereses mestizos o ladinos, y por la burocracia política de los gobiernos posrevolucionarios, con el fin de estabilizar la hegemonía del Estado nacional en las comunidades indígenas. Los ingredientes que podríamos calificar de democráticos son muy precarios; se reducen al plebiscito y al ejercicio de una democracia directa en asambleas, donde las mujeres y las alternativas minoritarias suelen ser excluidas o aplastadas.
A partir de este esbozo, podemos ahora plantearnos el problema de las consecuencias de la legalización de sistemas de gobierno, elección, representación y justicia diferentes a los que norman la vida política del país, para ser implementados en comunidades o regiones indígenas. Esta alternativa ha parecido atractiva, sobre todo después del fracaso del indigenismo integracionista, pero obviamente significa un enfrentamiento con la definición clásica de la nación ilustrada moderna, según la cual ésta es una expresión política de un espacio territorial donde todos los ciudadanos están sujetos a las mismas leyes, sin tomar en cuenta su color, religión, origen étnico o sexo. El Estado se basa aquí en una sociedad civil que reúne a hombres y mujeres que eligen libremente someterse a las mismas leyes. Esta concepción contrasta con la tradición política, calificada a veces de romántica, según la cual la forma de gobierno surge orgánica e históricamente de la unidad nacional, étnica y cultural de un pueblo. La base del gobierno es aquí el Volksgeist y no la sociedad civil. En realidad, se han producido diversas combinaciones de estos dos principios, con resultados a veces catastróficos en regiones con una marcada diferenciación étnica, pues la ceguera democrática ante la multiculturalidad o, sobre todo, el aplastamiento de las minorías en nombre de un nacionalismo etnocéntrico, han sido una fuente permanente de violencia.
Para evitar estas formas de violencia, ha ido ganando terreno durante los últimos años la idea de que es necesario aceptar formas de libre determinación y de autonomía en el interior de Estados ya constituidos, así como impulsar formas de representación y de apoyo (en Estados Unidos las llaman afirmative action) encaminadas a combatir las múltiples manifestaciones de discriminación (económica, racial, religiosa, sexual, étnica y otras). Desde luego, esta propuesta surge para situaciones muy peculiares, pues podemos suponer que a los catalanes, los irlandeses o los vascos no se les ocurriría nunca acogerse a la protección del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Bajo el amparo del espíritu de la acción afirmativa, del multiculturalismo y de organizaciones internacionales, crece una tendencia que postula la autodeterminación y la autonomía de los pueblos indígenas como la nueva solución a los problemas ancestrales. Esta idea suele suponer que en los tradicionales usos y costumbres de los pueblos indígenas es posible encontrar la fórmula que, además de ser pacificadora, conducirá a las sociedades indias a su liberación. Pero debemos preguntarnos: ¿podrán frenar la violencia formas de gobierno integristas, sexistas, discriminatorias, religiosas, corporativas y autoritarias? ¿No estamos confundiendo el carácter indígena con formas coloniales y poscoloniales de dominación? Es evidente que la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), en su iniciativa de reformas constitucionales del 20 de noviembre de 1996 (y aprobada por el EZLN), tuvo una actitud de duda y fue consciente de que ciertos usos y costumbres atentarían contra el desarrollo de una sociedad civil democrática. Por ejemplo, después de establecer que los pueblos indígenas tienen derecho a aplicar sus sistemas normativos, agrega prudentemente: ``respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, en particular, la dignidad e integridad de las mujeres''. ¿No está reconociendo que los sistemas normativos supuestamente indígenas violan estos derechos y garantías? Pero es evidente que al introducir estos derechos se derrumban en gran medida los elementos esenciales del sistema indígena de usos y costumbres. ¿Qué es lo que esto implica? Ciertamente es una propuesta que intenta evitar que las regiones indígenas se conviertan en una versión mexicana del apartheid y las inserta en el espacio moderno de la sociedad civil: civiliza las violencias salvajes de los indios, como tal vez dirían algunos antropólogos. Aunque, podemos agregar, ese salvajismo haya sido en realidad traído por los civilizados colonizadores españoles.
Es posible que esta y otras propuestas híbridas acaben traduciendo la libre determinación y la autonomía a una reglamentación sui generis de zonas reservadas y apartadas, condenadas a la marginación y a la segregación, verdaderas reservaciones obligadas a vivir de las magras rentas generadas por la explotación de recursos naturales, de concesiones turísticas y, en el peor de los casos, de ingresos ligados a actividades ilícitas, como la producción de enervantes y el narcotráfico. Me temo que estamos presenciando la transición del paternalismo integracionista a un patronazgo multicultural segregador, tan corrupto o más que el indigenismo nacionalista. Estamos contemplando una compleja y espinosa transición en las formas de articulación del poder central con las comunidades indígenas; esta transición es impulsada por un paradójico abanico de fuerzas políticas, desde los tecnócratas del gobierno de Salinas de Gortari hasta los guerrilleros neozapatistas, con el objeto de establecer ciertas formas políticas de gobierno comunal, municipal y, tal vez, regional, que supuestamente emanan orgánicamente de la cultura tradicional. De hecho, por ejemplo, en Oaxaca ya se han implementado en muchos municipios formas de gobierno que, basadas en los usos y costumbres, excluyen entre otras cosas toda participación de los partidos políticos. En otros lugares, con la misma lógica, han sido excluidos grupos religiosos no católicos. Contrasta esta preocupación por el rescate de formas políticas dudosamente indígenas con el gran descuido en la implementación de normas jurídicas precisas para auspiciar el multilingüismo. Las lenguas indígenas son un legado valiosísimo de indudable origen prehispánico, y su expansión en la sociedad mexicana podría convertirse en un poderoso amplificador de las demandas de sus hablantes.
Poco a poco el gobierno mexicano ha ido refinando la idea de que, en el caso de los pueblos indígenas, es necesario aceptar que los derechos individuales están condicionados por los derechos colectivos, y que la expresión colectiva patrimonial es precisamente la raíz de las formas tradicionales que es necesario legalizar: decisiones colectivas en asambleas, respeto a los consejos de ancianos que expresan el espíritu de la colmena, aprovechamiento comunal de los recursos naturales, defensa conjunta de la identidad étnica y religiosa, etcétera. Sigue en disputa, por supuesto, el grado de extensión de esta normativa. Algunos críticos conservadores han llegado a temer que estas reformas rompan la unidad nacional al balcanizar al país. Nada más ilusorio: el verdadero peligro no es una amenaza al Estado mexicano sino a los propios pueblos indígenas, que corren el riesgo de ser apartados en zonas reservadas... ¡en nombre de la autonomía!
Yo tengo una interpretación muy crítica de este proceso. Me parece que, lejos de estarse formando un nuevo proyecto nacional, este proceso es parte de la putrefacción del viejo modelo autoritario. La implementación de gobiernos basados en usos y costumbres es parte del mal, no del remedio; creo que en muchos casos, lejos de fortalecer a la sociedad civil, está sembrando semillas de violencia. No son semillas democráticas, son fuentes de conflicto. Por eso impera una lógica que se desprende de la confrontación y de la violencia, una lógica de la contención, del cabildeo y de la negociación que se sobrepone a la deseable lógica de una reforma profunda del sistema político esencialmente segregador y discriminador que impera en México. Yo considero que la problemática indígena tiene tales dimensiones que obliga a todo intento serio de solución a ubicarse obligatoriamente en el nivel nacional, no en el nivel regional o municipal. Al contrario de lo que se suele suponer, es necesario comenzar a solucionar el problema desde arriba, no desde abajo. Es la cabeza del sistema la que está más enferma y la que genera violencia. El problema indígena se halla principalmente en las estructuras de gobierno. Los indios no están mudos: es el gobierno el que está sordo; el gobierno y toda la élite económica y burocrática. Es necesario, a mi juicio, no conservar sino reformar los usos y costumbres -tanto de los indígenas como de los políticos salvajes- para asegurar la expansión de una sociedad civil basada en la libertad individual y la democracia política.
Notas:
(1). He esbozado en otra parte algunas ideas sobre los problemas de la democracia, el fundamentalismo y la legitimidad generados por la rebelión zapatista; véase mi ensayo ``La tentación fundamentalista y el síndrome de Jezabel'', Enfoque, núm. 128, 16 de junio, 1996.
(2). Véase Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, Siglo XXI, México, 1967, p. 195.
(3). Sobre los consejos de ancianos, el antropólogo Maurilio Muñoz hizo interesantes reflexiones en Mixteca nahua-tlapaneca, vol. IX de las Memorias del Instituto Nacional Indigenista, México, 1963; véase también Roberto S. Ravicz, Organización social de los mixtecos, INI, México, 1965.
(4). Véase José Miranda y Silvio Zavala, ``Instituciones indígenas en la Colonia'', en Alfonso Caso et al., Métodos y resultados de la política indigenista en México, INI, México, 1954.
(5). Alfonso Fabila, Las tribus yaquis de Sonora, su cultura y anhelada autodeterminación (Primer Congreso Indigenista Interamericano), Departamento de Asuntos Indígenas, México, 1940. Sobre la no separación entre funciones religiosas y políticas, véanse Julio de la Fuente, Relaciones interétnicas, INI, México, 1965; y Eva Verbisky, ``Análisis comparativo de cinco comunidades de los altos de Chiapas'', en Los mayas del sur y sus relaciones con los nahuas meridionales, VIII Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, San Cristóbal Las Casas, México, 1961.
(6). Véase Gonzalo Aguirre Beltrán y Ricardo Pozas A., ``Instituciones indígenas en el México actual'', en Alfonso Caso et al., Métodos y resultados de la política indigenista en México, INI, México, 1954.