José Cueli
Manolete, más allá del toreo

Manolete vivió una vida diferente a la del resto de los mortales. Una vida-muerte que lo llevaba a torear estando muerto. Toreo que era sólo un diferir a muerte paso a paso, pase a pase. Mientras, la tierra se le tornaba azul y el cielo tan anaranjado como el sol o incluso negro. A medida que realizaba sus faenas, las verónicas ya no eran verónicas, los pases naturales no eran pases naturales y las estocadas a volapié eran todo menos estocadas.

Las faenas (muerte y garra) eran a toros que semejaban las fuerzas brutas de la naturaleza incontrolada. Fuerzas en las que no moría, al estar ya muerto, al saber que era imposible vencer a la muerte. Es más, no le importaba vencerla. Sus lances desmayados y el cuerpo y los brazos de una finura que lo acercaban a la lúgubre frontera de la llama caliente. Maleficio de muerte, magia que se volvía vida al pasar los pitones de los toros entre sus muslos sin tocarlos...

Hasta que los pitones fueron desgarrando sus carnes. Devoradora llave mordiente de negro hervidero que lo lanzaba en vuelo a caídas en el vacío, en las que se fue dormido en el capote bordado en el toro de La Aurora. Caña dolorosa y los pulsos en silencio prendidos a la sangre, donde entre recuerdos buscaba la muerte, a la que sólo difería y esperaba al torear.

El cuerpo del torero quebrado al sacrificarse al fuego religioso de la muerte-vida en el temple de las muñecas. Quiebros y recortes desplazados del amor al toreo que se le iba, caía en el ahujero negro, sin lugar, ni tiempo, ni fondo, sólo silencio en las noches de largos tiros quebrados; es decir, toreo manoletista de cintura quebrada y andares de perfil de palomo herido.

Fue Manolete carne fundida en muerte negra de seda torera. Un son violento de olés hablaba de su torería. Hondura que le encendía el cuerpo y llevaba por los caminos de la vida imposible hacía la muerte. La que encontró (muy joven) después de vivir-morir intensamente en un pueblecillo dejado de la mano de Dios. En la que como cada tarde vivía ese huracán de negrura que se le deslizaba por la sangre y lentamente se desperezaba en muerte que se tornaba arte.

50 años después de su muerte fue recordado con un prolongado aplauso en la Plaza México, al que siguió una becerrada proveniente de La Muralla, débil y descastada, prácticamente parada, con la que aburrieron novilleros en faenas interminables, tratando de mover lo inamovible. Sólo Spínola se llevó una oreja por estocada y luego dos avisos. Qué lejos de la época de Manolete...