Impone la realidad lo que no lograron las promesas
Elena Gallegos Ť Era diciembre de 1994. Concluía la pesadilla en que se convirtió el último tramo del salinismo. Entonces, como parte de los nuevos modos, el presidente Ernesto Zedillo ofreció e inauguró una relación distinta con el Poder Legislativo. No duró mucho. Más pronto de lo esperado, la crisis hizo necesario volver a las viejas formas.
La lectura oficial de la situación era que estaban dadas las condiciones económicas -gracias a las reformas del régimen anterior- para dar el salto a la Reforma del Estado y con ella la gran apertura política. ``La definitiva'', se prometía oficialmente. Consensarla sería la culminación del nuevo acercamiento entre los poderes.
Esto no tardó en enfriarse. Estalló la crisis y todo se vino abajo. Se aprobó un severo plan de ajuste económico -y con él, la impopular alza del IVA-; se modificó la Ley del IMSS; se crearon las Afores, y se abrieron a la privatización nuevos campos: aeropuertos, puertos, ferrocarriles, telecomunicaciones, petroquímica secundaria y distribución de gas.
El presidente debió regresar de la sana distancia que él mismo había marcado frente a su partido, para hacer uso de su mayoría (la bancada del PRI en el Congreso) y sancionar las reformas que hicieron posible apuntalar su proyecto de gobierno y cumplir con los compromisos adquiridos para librar la crisis. La nueva relación estaba por concluir.
En este que será su tercer Informe y que marca el principio de los tres últimos años de su sexenio, Zedillo acudirá, como presidente de la República, por quinta ocasión al Palacio Legislativo en condiciones completamente distintas: su partido ya no tiene, como antes, como siempre, la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y se resiste a aceptarlo; las estructuras jurídicas fueron rebasadas por la realidad electoral, y por las férreas posiciones de las bancadas, para el reparto y el control en San Lázaro que estuvieron a un tris de ocasionar una crisis constitucional.
Nueva relación, la promesa de Zedillo
Pero en diciembre de 94 las cosas pintaban de otro color. ``¡Habrá una nueva relación entre los poderes!'', empezó a promoverse. Era la promesa que hizo Zedillo siendo candidato, que confirmó ya como presidente electo y que llevó como una de las partes centrales de discurso de apertura.
Minutos antes de la llegada de los presidentes -el saliente y el electo-, en los pasillos del Palacio Legislativo había euforia, como cada seis años, ante las expectativas de cambio.
El PAN estrenaba miembro en el gabinete y lo explicaba con un: ``el partido aceptó que Antonio Lozano Gracia se haga cargo de la Procuraduría General de la República, siempre y cuando éste sea el abogado de la Nación y no de Zedillo. Por eso la próxima semana llegarán las primeras iniciativas de reformas al Poder Judicial''.
Así fue. Los gobernadores panistas Francisco Barrio, Ernesto Ruffo y Carlos Medina Plascencia coincidían: ``la PGR es la dependencia con la más alta peligrosidad y si no se cumple bien podría revertirsele al partido, pero es un riesgo que vale la pena correr''. El tiempo les daría la razón, pero sólo en la primera parte de su reflexión.
En las filas del PRD se acababa de derrotar una propuesta para no asistir a la toma de posesión del nuevo Presidente y, si bien no hubo estridencias entre los perredistas durante la ceremonia, tampoco aplausos.
Por eso, ya de salida, Jesús Ortega, coordinador de la fracción, se topó con el Presidente y le soltó: ``nosotros no le aplaudimos. Nosotros sólo le vamos a aplaudir a los hechos, no a las palabras''. Como respuesta Zedillo hizo un pronóstico: ``estoy seguro que lo harán...'' Esto todavía no ha ocurrido.
Los únicos ¡buuuuus! que las crónicas registraron ese primero de diciembre de toma de posesión fueron para Carlos Salinas de Gortari.
Pasaron apenas cinco días para que Zedillo regresara a San Lázaro, donde se le ofreció una comida. Ahí, convocó a un gran diálogo nacional ``sin temas prohibidos'' y para avanzar en la solución de los problemas que enfrentaba el país ``dejando atrás los acuerdos cupulares de espaldas a la sociedad y las viejas prácticas de subordinación de los poderes''. Otra vez, aludía aquí a su oferta de tener una nueva relación con el Legislativo.
Y como se trataba de demostrar que, efectivamente, había una actitud distinta, Zedillo prometió que con la frecuencia que fuera necesaria, los funcionarios de su gobierno comparecerían ante los legisladores, responderían a sus inquietudes y darían cuentas claras de sus actos. Esto se cumplió sólo en parte. En la LV Legislatura, la bancada del PRI hizo uso de su mayoría cuantas veces fue necesario para evitar que ello ocurriera en el pleno.
En este primer encuentro en San Lázaro -el último en esas condiciones- estuvo acompañado por el secretario de Gobernación, Esteban Moctezuma, (meses después fue reemplazado por Emilio Chuayffet) y por el jefe de la Oficina de la Presidencia, Luis Téllez. Compartió la mesa con los coordinadores Humberto Roque Villanueva, PRI; Ricardo García Cervantes, PAN; Jesús Ortega, PRD, y Joaquín Vela, PT. Estaban felices.
Por esos días, el diálogo con el Presidente agudizó las disputas en el interior del PRD entre los llamados ``dialoguistas'' y los ``rupturistas''. Por eso, veinte diputados de ese partido decidieron no asistir al convivio.
Hay quien recuerda que aquella tarde de diciembre en que todo parecía salir a pedir de boca, Manuel Marcué (murió en el primer tramo de la Legislatura) se acercó a la mesa del Presidente para saludarlo. Amargosos y medio celosos por el súbito acercamiento con el PRD, los priístas comenzaron a cargarle: ``¡devuelve la camioneta Marcué, devuelve la camioneta!'' (en referencia al vehículo que le obsequió José López Portillo), y asustados por la manera en que opositores interrogaban al Presidente, golpeaban con las cucharitas las copas entre gritos de ``¡tiempo, tiempo... ya cállate!'' para boicotear al orador en turno.
Diálogo permanente, se insistía
Un día después -7 de diciembre-, Zedillo fue a la casona de Xiconténcatl a charlar con los senadores. Ahí, y por enésima ocasión, sostuvo que la democracia requería una genuina división de poderes y adelantó que en todo momento ``invariablemente'', mantendría un diálogo con el Poder Legislativo y respetaría su autonomía, ``nunca un príncipe por encima de las leyes, nunca un príncipe en un Estado republicano como es el nuestro''.
Por si fuera poco, al término del encuentro formal Zedillo se reunió, aunque ya informalmente, con la fracción perredista -salvo el senador guerrerense Félix Salgado que se retiró del recinto- en el salón Juárez. Heberto Castillo, Cristóbal Arias e Irma Serrano, llevaron la voz cantante: el tema fue Chiapas.
La entidad estaba que ardía. Eduardo Robledo Rincón preparaba su toma de posesión y el presidente eludía a sus interlocutores que le exigían buscara una salida política, argumentando que él no podía intervenir en la vida de los estados.
Heberto machacaba: ``Robledo no puede tomar posesión. ¿Cómo que no puede haber una salida política en Chiapas? ¿Y Michoacán, lo recuerda? Eduardo Villaseñor no gobernó ni quince días''.
Era como si el viejo militante estuviera pronosticando el futuro de Robledo, quien al poco tiempo de haber sido ungido, dejó el palacio de gobierno en Tuxtla Gutiérrez. Su destino: la embajada de México en Argentina. Zedillo había encontrado la salida política que tanto le habían pedido, pero ésta surtió efecto muy poco tiempo.
Vino la crisis, el plan de ajuste, el incremento al IVA, la supuesta revelación de la personalidad del subcomandante Marcos, la órdenes de aprehensión y persecución contra los zapatistas. La nueva relación comenzaba a ajarse, aunque fue necesario acudir al espacio del Congreso para remendar la posibilidad, hecha añicos, de reanudar la negociación, promulgar una Ley para la Paz en Chiapas y crear una comisión legislativa que, al final, no pudo concretar su esfuerzo.
Aunque antes de eso, alcanzaron también a firmarse en Los Pinos el 17 de enero de 1995, los Compromisos para el Acuerdo Político Nacional. Representantes de todas las fuerzas políticas e intelectuales de todas las corrientes, protagonizaron (los primeros) y atestiguaron (los segundos), el suceso.
Octavio Paz, el invitado de lujo, se alegró: ``es un acontecimiento excepcional... es un acontecimiento del que quise ser testigo, es algo que puede ser definitivo para México... Que puede fortalecer a un país dividido''.
En esa nueva relación que duró menos tiempo del esperado, a unos días de su primer Informe de gobierno -28 de agosto de ese mismo año- Zedillo invitó a desayunar a los coordinadores de las fracciones parlamentarias de la Cámara de Diputados.
Para entonces la relación con el PAN era áspera (estaba en disputa Huejotzingo en Puebla), pero seguía en pie el propósito de efectuar una Reforma del Estado y consensar una reforma política definitiva. Arturo Núñez había dejado el IFE para irse a la subsecretaría de Gobernación y los partidos se empeñaban en impedir que otro priísta se hiciera cargo del instituto. Zedillo también se aferraba a que el nuevo funcionario tampoco fuera antipriísta. Esa mañana, en la mesa en la que se sirvieron jugos y omelettes con hongos, el tema ocasionó roces entre el Presidente y el coordinador panista García Cervantes.
El viernes siguiente, Ernesto Zedillo acudió a entregar su primer Informe de gobierno. Ya no hubo recorrido en los jardines de Los Pinos, en el que Presidente y familia se entrevistaban con reporteros a los que revelaban desde lo que habían desayunado hasta lo que sentían minutos antes del ritual.
Para recibirlo se hizo un acuerdo parlamentario mediante el cual las protestas que se hicieran durante la lectura del mensaje político -le llevó hora y media hacerlo- fueran silenciosas. Un grupo de perredistas mostró carteles con leyendas que iban de las preguntas ``¿De verdad sabe cómo hacerlo?'' a las imputaciones: ``¡Zedillo, tu complicidad con Salinas impide que se le enjuicie!''
Encolerizados, los priístas aguantaron casi todo. Pero cuando Félix Salgado se levantó en su curul y exhibió una pancarta que señalaba ``Zedillo no puede'', le llovieron ofensas. Antes se había trepado a la tribuna para entregar al mandatario una carta de las viudas de los campesinos asesinados un par de meses antes en Aguas Blancas, en la que se exigía la dimisión y castigo al gobernador Rubén Figueroa. Su renuncia se produjo mucho después.
En ese primer Informe, se multiplicaron los comentarios en torno del espaldarazo brindado al panista procurador y a la propuesta que hizo sobre la negociación para la reforma política -frenada en la mesa en la que se sentaban Gobernación y las dirigencias de los partidos- debía llevarse al Congreso.
Difícil cada vez lograr consensos
La búsqueda de consensos para emprender la Reforma del Estado se redujo a pactar la Reforma Política. Los consensos sólo se lograron en materia de enmiendas constitucionales y el PRI tuvo que irse solo en la aprobación de las modificaciones al Cofipe. Las discrepancias surgieron en el punto del financiamiento. Zedillo ha insistido en su discurso en que él tenía la razón y ha dado todo el mérito de la reforma legal a su partido.
Hace un año, en su segundo mensaje a la nación (¿y último?) desde el Palacio Legislativo, el Presidente hizo girar su discurso en torno del escozor causado por la aparición del Ejército Popular Revolucionario (EPR), al que altos dirigentes opositores y funcionarios de primer nivel, llamaron pantomima.
En esa ocasión adelantó que su gobierno usaría ``toda la fuerza del Estado'' para combatir ``las intentonas cruentas y caducas que pretenden cerrar el paso a la democracia e imponer su voluntad intolerante a los demás''. En México -remató- el poder político se disputa con las reglas de la democracia y no con la irracionalidad del terrorismo.
El espectáculo corrió a cargo de Marco Rascón con su máscara de cerdo, del jefe Diego Fernández de Cevallos (que cual hidalgo se dispuso a lavar la afrenta al Ejecutivo), del ex líder ferrocarrilero, Víctor Flores, de Irma Serrano La Tigresa y otros personajes que no habían sido anunciados en la cartelera.
Ahora sí, en el comienzo de los últimos tres años se iniciará una nueva relación con el Poder Legislativo impuesta por la fuerza de los hechos.